El blanco del cielo es tan monótono que,
salvo cuando anochece, todas las horas parecen la misma. Los árboles
han perdido su sombra; el cuadro de mi ventana no cambia. Si nunca
volviera a salir el sol, ¿sería posible percibir el paso del
tiempo, las mutaciones del día?
En esta hora de la siesta, las cosas del
mundo se ven tan calladas y planas como después y antes del
desayuno, como al mediodía. Domingo infinito en el que cabe de todo:
leer antes de ponerme el sujetador y las gafas y de inaugurar
oficialmente así la nueva mañana. Destripar boquerones y guisar un
trozo de ciervo a un fuego tan lento como para transformar las dos
habitaciones de mi casa en una venta serrana. Brindar con sidra,
ratonear chocolate. Levantar la tapa del ordenador con la esperanza
de que un teclado cuyas letras apenas distingo me permita jugar a que
hablo un nuevo lenguaje. Más inocente, más nutritivo.
Ahora llueve otra vez, y a pesar de su
insistencia, quién se resiste a admirarlo. Hay un almendro en flor
ahí afuera, en este rincón descarrilado de la ciudad que tiene
tanto aire de pueblo. Los cipreses amarillos de polen están
prometiendo estornudos. Todos los coches se han refugiado en sus
garajes, como si hubieran escuchado una sirena de alarma. Como si de
un momento a otro esperasen un bombardeo de quietud. Entre punto y
punto seguido, paro y contemplo cómo la poca luz y la lluvia hacen
un borrón del domingo; un tiempo que levita por encima de la
duración.
No debería ocurrírseme publicar estas
cosas, porque luego me quedo yo sola, con la sensación de estar
escribiendo uno de esos mandalas de arena que se componen para
después ser barridos de un manotazo. Pero mientras miro llover como
si las nubes me necesitasen para vaciarse, y mientras encadeno frases
mojadas que lo más seguro es que no digan nada, me parece entrar en
un leve trance. Me he levantado hace un ratito a mear, y al volver al
salón, el escenario donde transcurre mi vida ha vuelto a asombrarme:
las cosas que están ahí donde yo las he puesto, porque yo las he
escogido y juntado. Los árboles que, en medio de la ciudad, me
siguen apoderando. Compartir espacio y silencio con una persona que
tampoco se me parece tanto, cuando no hace muchos años pensé que
jamás podría vivir con nadie.
Me acuerdo de entonces. Me acuerdo
también de esa otra yo convencida de que la soledad iba a dejarla en
los huesos. Miro la lluvia, las horas no pasan, el domingo está
quieto como un barco en un mar fantasma; así es como me acuerdo de
toda esa gente que he sido y que me ha traído hasta esta tarde. La
abonada a la nostalgia. La que nunca estaba conforme. La que siempre
prestaba más atención a lo que le faltaba. La que no prestaba en
absoluto atención. La que pensaba que la fiesta estaba en alguna
otra parte. La que se creía una farsante. La que se revolvía contra
su insignificancia. La perfeccionista. La que no hacía ni un
movimiento por miedo a parecer ridícula o torpe. Hablo de ellas en
pasado. Las he dejado que se vayan muriendo de hambre.
Y después les he dado las gracias. Al
fin y al cabo, llegar hasta aquí, hasta este salón que huele tan
bien a ciervo, a convivencia y a libros, hasta este domingo infinito
en el que nada me falta, ha sido un buen viaje.
Joía, pero qué bien lo dices.
ResponderEliminarEres encantadora.
ResponderEliminarLo que mas me gusta, no lo único porque el texto esta de puta madre, es la etiqueta: Felicidad dominical. Esa manera de hacer que un domingo plano con pinta de hastío se convierta en un día para celebrar donde estamos y lo mejor qué y quién nos ha hecho llegar ahí.
ResponderEliminar...y a partir de esa sensación tan plena, todo es posible.
ResponderEliminarOjala y todos pudiéramos pararnos y agradecer así lo que tenemos y hemos sido.
Besos!
La perfección de la sencillez, tan difícil a veces...
ResponderEliminarPerdonen que no responda de manera individualizada, pero es que sólo puedo añadir que, ustedes vusotro, comentaristas oficiales, moláis sobremanera. Tanto como un domingo larguíisimo. Pues claro.
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