domingo, 2 de marzo de 2014

Claro

 
El blanco del cielo es tan monótono que, salvo cuando anochece, todas las horas parecen la misma. Los árboles han perdido su sombra; el cuadro de mi ventana no cambia. Si nunca volviera a salir el sol, ¿sería posible percibir el paso del tiempo, las mutaciones del día?

En esta hora de la siesta, las cosas del mundo se ven tan calladas y planas como después y antes del desayuno, como al mediodía. Domingo infinito en el que cabe de todo: leer antes de ponerme el sujetador y las gafas y de inaugurar oficialmente así la nueva mañana. Destripar boquerones y guisar un trozo de ciervo a un fuego tan lento como para transformar las dos habitaciones de mi casa en una venta serrana. Brindar con sidra, ratonear chocolate. Levantar la tapa del ordenador con la esperanza de que un teclado cuyas letras apenas distingo me permita jugar a que hablo un nuevo lenguaje. Más inocente, más nutritivo.

Ahora llueve otra vez, y a pesar de su insistencia, quién se resiste a admirarlo. Hay un almendro en flor ahí afuera, en este rincón descarrilado de la ciudad que tiene tanto aire de pueblo. Los cipreses amarillos de polen están prometiendo estornudos. Todos los coches se han refugiado en sus garajes, como si hubieran escuchado una sirena de alarma. Como si de un momento a otro esperasen un bombardeo de quietud. Entre punto y punto seguido, paro y contemplo cómo la poca luz y la lluvia hacen un borrón del domingo; un tiempo que levita por encima de la duración.

No debería ocurrírseme publicar estas cosas, porque luego me quedo yo sola, con la sensación de estar escribiendo uno de esos mandalas de arena que se componen para después ser barridos de un manotazo. Pero mientras miro llover como si las nubes me necesitasen para vaciarse, y mientras encadeno frases mojadas que lo más seguro es que no digan nada, me parece entrar en un leve trance. Me he levantado hace un ratito a mear, y al volver al salón, el escenario donde transcurre mi vida ha vuelto a asombrarme: las cosas que están ahí donde yo las he puesto, porque yo las he escogido y juntado. Los árboles que, en medio de la ciudad, me siguen apoderando. Compartir espacio y silencio con una persona que tampoco se me parece tanto, cuando no hace muchos años pensé que jamás podría vivir con nadie.

Me acuerdo de entonces. Me acuerdo también de esa otra yo convencida de que la soledad iba a dejarla en los huesos. Miro la lluvia, las horas no pasan, el domingo está quieto como un barco en un mar fantasma; así es como me acuerdo de toda esa gente que he sido y que me ha traído hasta esta tarde. La abonada a la nostalgia. La que nunca estaba conforme. La que siempre prestaba más atención a lo que le faltaba. La que no prestaba en absoluto atención. La que pensaba que la fiesta estaba en alguna otra parte. La que se creía una farsante. La que se revolvía contra su insignificancia. La perfeccionista. La que no hacía ni un movimiento por miedo a parecer ridícula o torpe. Hablo de ellas en pasado. Las he dejado que se vayan muriendo de hambre.

Y después les he dado las gracias. Al fin y al cabo, llegar hasta aquí, hasta este salón que huele tan bien a ciervo, a convivencia y a libros, hasta este domingo infinito en el que nada me falta, ha sido un buen viaje.

6 comentarios:

  1. Joía, pero qué bien lo dices.

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  2. Lo que mas me gusta, no lo único porque el texto esta de puta madre, es la etiqueta: Felicidad dominical. Esa manera de hacer que un domingo plano con pinta de hastío se convierta en un día para celebrar donde estamos y lo mejor qué y quién nos ha hecho llegar ahí.

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  3. ...y a partir de esa sensación tan plena, todo es posible.
    Ojala y todos pudiéramos pararnos y agradecer así lo que tenemos y hemos sido.
    Besos!

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  4. Anónimo entre comillas04 marzo, 2014 22:46

    La perfección de la sencillez, tan difícil a veces...

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  5. Perdonen que no responda de manera individualizada, pero es que sólo puedo añadir que, ustedes vusotro, comentaristas oficiales, moláis sobremanera. Tanto como un domingo larguíisimo. Pues claro.

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