Hace una semana hubo una
verdadera noche de bodas. Una de esas bien anacrónicas, cuajada de
vetos, impaciencia y pudor. Hace una semana estrené mi colchón
nuevo, y al matrimonio llegamos vírgenes los dos. Él se veía
inmaculado y tan blanco como el alma de los nonatos; yo nunca me
había comprado nada con lo que mi cuerpo fuera a tener un vínculo
tan duradero y estrecho.
Vino a mí un poco al azar, después de
mucho porfiar con intentonas y pruebas. Pasa así también con la
persona con la que finalmente te enlazas y con las que se van
quedando en el camino del corazón. Miré por aquí, vi escaparates,
me dejé tentar con ofertas. Merodeé, lo dejé pasar, me dije que no
era tan importante. Al final las cosas se pusieron serias, y me vi
saltando de cama en cama, probando este modelo o este, este modelo o
este, este modelo o este, calibrando los pros y los contras de cada
uno, anticipando febrilmente como siempre que toca tomar una
decisión. Elegí, y después de tanto titubeo, las circunstancias me
corrigieron: ese modelo en concreto estaba descatalogado. Había
gastado mucho tiempo en la búsqueda de lo perfecto y, fíjate, al
final me vine a casa con el colchón del que no me había enamorado a
primera vista. Sin duda, un buen colchón.
Al volver de Ikea, lo desembaracé de sus
plásticos y entonces me entró el pánico del error. Maldije a todos
los Erik y los Sven y los Björn; maldije al genoma vikingo; maldije
a los diseñadores de mobiliario adaptados a cuerpos tan altos. Maldije a mi colchón de dos metros de largo, a duras penas
compatible con la decoración de mi vida. Pasa lo mismo al principio
con la persona con la que de repente te ves compartiendo el espacio.
Llega un elemento nuevo a tu hábitat, en un derroche de ilusión y
osadía, y al poco te asusta la cantidad de cambios que deberá
sufrir tu mundo relativamente ordenado para hacerle sitio a la
novedad. Pero se lo haces. Como puedes te vas adaptando. Haces unos
pocos ajustes; mueves muebles y desechas sábanas; pagas la aventura
con unas pocas renuncias.
¿Nos dimos inmediatamente al cuerpo a
cuerpo, mi colchón nuevo y yo? No. Había que esperar al menos tres
días para que él adquiriera su consistencia definitiva. Lo puse de
pie contra la pared. Lo miraba deseosa al despertar en mi vieja cama antipática. Me moría por acostarme en él. Un colchón nuevo. Un
colchón nuevo que me iba a librar del agarrotamiento. Un colchón
con el que iba a unirme en la salud y la enfermedad. Un colchón en
el que buscar un alivio para el cansancio de los días. Un colchón
es una presencia esencial.
La mañana del tercer día preparé
nuestra noche de bodas. Arrumbé el amasijo de muelles rabiosos con
el que me venía conformando. Tumbé el colchón nuevo sobre la cama.
Estiré las sábanas con una delicadeza infinita. Y me prohibí poner
sobre él un dedo hasta pasada la cena. Nada de escarceos, nada de
siesta. Nuestra primera noche tenía que ser especial. Había que
construir un deseo todavía más violento. Había que esperar. Y
esperé. El tiempo de la cena pasó. Llegó el momento que no volverá
repetirse, la abrupta transición del desconocimiento a lo que poco
después se volverá costumbre. Ese momento en el que cabe todo un espectro de posibilidad. Y.... Fue indescriptible. Nada ni nadie se
había ajustado de esa manera a mis curvas. Ninguna cosa me había
dado una bienvenida igual.
Una semana después escribo medio
recostada sobre mi colchón. La huella del primer contacto se pierde.
El idilio de entrar en la cama se convierte poco a poco en una
agradable rutina. Y tengo que reconocer que el hombro izquierdo sigue
sin encontrar su sitio en la horizontalidad. Pero mi carne se va
amoldando a su espuma. Dentro de poco tal vez me acueste y me olvide
completamente de mis tensiones, de mis carencias, de mí misma.
También es así como ciertas personas se hacen imprescindibles. Una
semana basta para saber que estrenar un colchón debe de ser parecido
a casarse.
Será por eso por lo que a muchas personas no les gusta prestar su cama -su colchón- a nadie.
ResponderEliminar¡Felices sueños renovados!
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