domingo, 23 de febrero de 2014

Sí, quiero

 
Hace una semana hubo una verdadera noche de bodas. Una de esas bien anacrónicas, cuajada de vetos, impaciencia y pudor. Hace una semana estrené mi colchón nuevo, y al matrimonio llegamos vírgenes los dos. Él se veía inmaculado y tan blanco como el alma de los nonatos; yo nunca me había comprado nada con lo que mi cuerpo fuera a tener un vínculo tan duradero y estrecho.

Vino a mí un poco al azar, después de mucho porfiar con intentonas y pruebas. Pasa así también con la persona con la que finalmente te enlazas y con las que se van quedando en el camino del corazón. Miré por aquí, vi escaparates, me dejé tentar con ofertas. Merodeé, lo dejé pasar, me dije que no era tan importante. Al final las cosas se pusieron serias, y me vi saltando de cama en cama, probando este modelo o este, este modelo o este, este modelo o este, calibrando los pros y los contras de cada uno, anticipando febrilmente como siempre que toca tomar una decisión. Elegí, y después de tanto titubeo, las circunstancias me corrigieron: ese modelo en concreto estaba descatalogado. Había gastado mucho tiempo en la búsqueda de lo perfecto y, fíjate, al final me vine a casa con el colchón del que no me había enamorado a primera vista. Sin duda, un buen colchón.

Al volver de Ikea, lo desembaracé de sus plásticos y entonces me entró el pánico del error. Maldije a todos los Erik y los Sven y los Björn; maldije al genoma vikingo; maldije a los diseñadores de mobiliario adaptados a cuerpos tan altos. Maldije a mi colchón de dos metros de largo, a duras penas compatible con la decoración de mi vida. Pasa lo mismo al principio con la persona con la que de repente te ves compartiendo el espacio. Llega un elemento nuevo a tu hábitat, en un derroche de ilusión y osadía, y al poco te asusta la cantidad de cambios que deberá sufrir tu mundo relativamente ordenado para hacerle sitio a la novedad. Pero se lo haces. Como puedes te vas adaptando. Haces unos pocos ajustes; mueves muebles y desechas sábanas; pagas la aventura con unas pocas renuncias.

¿Nos dimos inmediatamente al cuerpo a cuerpo, mi colchón nuevo y yo? No. Había que esperar al menos tres días para que él adquiriera su consistencia definitiva. Lo puse de pie contra la pared. Lo miraba deseosa al despertar en mi vieja cama antipática. Me moría por acostarme en él. Un colchón nuevo. Un colchón nuevo que me iba a librar del agarrotamiento. Un colchón con el que iba a unirme en la salud y la enfermedad. Un colchón en el que buscar un alivio para el cansancio de los días. Un colchón es una presencia esencial.

La mañana del tercer día preparé nuestra noche de bodas. Arrumbé el amasijo de muelles rabiosos con el que me venía conformando. Tumbé el colchón nuevo sobre la cama. Estiré las sábanas con una delicadeza infinita. Y me prohibí poner sobre él un dedo hasta pasada la cena. Nada de escarceos, nada de siesta. Nuestra primera noche tenía que ser especial. Había que construir un deseo todavía más violento. Había que esperar. Y esperé. El tiempo de la cena pasó. Llegó el momento que no volverá repetirse, la abrupta transición del desconocimiento a lo que poco después se volverá costumbre. Ese momento en el que cabe todo un espectro de posibilidad. Y.... Fue indescriptible. Nada ni nadie se había ajustado de esa manera a mis curvas. Ninguna cosa me había dado una bienvenida igual.

Una semana después escribo medio recostada sobre mi colchón. La huella del primer contacto se pierde. El idilio de entrar en la cama se convierte poco a poco en una agradable rutina. Y tengo que reconocer que el hombro izquierdo sigue sin encontrar su sitio en la horizontalidad. Pero mi carne se va amoldando a su espuma. Dentro de poco tal vez me acueste y me olvide completamente de mis tensiones, de mis carencias, de mí misma. También es así como ciertas personas se hacen imprescindibles. Una semana basta para saber que estrenar un colchón debe de ser parecido a casarse.

2 comentarios:

  1. Será por eso por lo que a muchas personas no les gusta prestar su cama -su colchón- a nadie.

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