Hace dos días le dije a mi madre
que me venía a Estepona. Nada definitivo, nada ni mucho menos
insólito: la dinámica habitual de los habituales descansos de
cuatro días que siguen al fin de semana que habitualmente me
corresponde trabajar cada mes, desde hace diez años. Cómo te
gusta tanto Estepona, me preguntó. Y aunque en el fondo sé por
qué lo hizo, mi automática mente siguió en el mismo tono el
diálogo: y tú cómo me preguntas eso, a estas alturas
de nuestra película, y con todo lo que llevo ya escrito.
Así que aquí estoy de nuevo, rodeada de hombres
que leen y de gatos. La chimenea no está encendida: es todavía un
receptáculo negruzco de ladrillos sin mucho encanto, y no el lugar
donde el asombro primitivo del fuego se actualiza. Mi padre acaba de
terminar su tarea zen en el huerto. Parece que aún no se ha dado
cuenta de que llevamos toda la tarde instalados mórbidamente en el
chorro de la calefacción, como dos decadentes. En breve agarrará el
mando del aparato, airado como un Dios de Miguel Ángel, y
desbaratará nuestro simulacro de primavera tropical. Pero el cielo
se ha puesto rosa. El invierno se queda fuera. Nico escruta el bullir
de mis dedos sobre el teclado. Quién podría estar aquí mal.
Insistir en las razones de por qué
vuelvo a este lugar en cuanto puedo me da un poco de apuro. Lo he
hecho cien veces, y me parece de un gusto tan discutible como
argumentar por qué quiere uno a sus padres. Después de todo, y
aunque mi madre se haya mudado provisionalmente, este es mi hogar.
Pero escribir sobre ello me resulta tan fácil, que no puedo dejar de
entenderlo como una manera más de sumarle descanso a mi descanso de
la ciudad, el trabajo y mi voluntad.
Para empezar, este sitio me engancha por
estar indeleblemente unido a la perspectiva del ocio. Aquí nunca he
encadenado despertares forzosos. Sólo el viento o el hambre de mis
tripas o de mis piernas tienen potestad para levantarme. Tampoco he
puesto nunca mi tiempo a disposición de las órdenes de otro. Nunca
he respetado siquiera las órdenes que yo misma me impongo. Aquí
echo la siesta. Y como bizcocho. Vivo en un lapsus, en una pequeña
república independiente de mi empeño habitual. Aquí vivo una
auténtica vida de hidalga.
La geografía. Cada fachada de la casa
paterna encara reglamentariamente a cada punto
cardinal. La fachada del norte es huraña, la del sur, un poco
indolente, aunque no sea capaz de escondernos el mar. Las que dan a
Poniente y Levante se llevan todo el protagonismo, como no podía ser
de otro modo a esta altura del mapa. La casa parece estar justo en
medio de la trayectoria solar, probablemente como todas las casas del
mundo. Pero sólo aquí puedo arrebujarme en el sofá y ver cómo mis
manos se van tiñendo de naranja conforme el sol se acuesta. Mi
horizontal y la suya coinciden: el amanecer y el atardecer me
atraviesan.
Está muy cerca de los lugares que
componen mi álbum de bodas con el paisaje. Pienso en una senda
amarilla entre areniscas estampadas con líquenes; en dunas,
árboles y cometas, y en arena tan fina como el azúcar glass; en el
Peñón enseñoreándose de todas las vistas.
Hay hierba, y yo soy adicta. Que se me
entienda. La tierra desnuda y la roca me intimidan, la hierba húmeda
sabe mullir mis retinas. En el fondo tengo afanes de vaca. Me acuerdo de cuando en vez de casa había una chabola de aperos, y veníamos a pasar el domingo en el campo. Me recuerdo a mí misma pequeña, leyendo tumbada entre tréboles, chupando tallos de vinagreta. Todavía me dura esa felicidad.
Hay mar también. Y no pienso polemizar otra vez sobre su necesidad. Hay rocío. Hay un huerto
que es como un escudo de armas. Hay cosas ricas que crecen y que, con
un giro de muñeca, pasan de pertenecer a la tierra a ser de tu
carne. Hay padre y hay madre. A veces, y a intermitencias, hay
hermana también.
De la luz, qué más se puede decir.
Tiene una enjundia especial, una carnosidad, una pureza quirúrgica.
Los colores son brillantes como en un cuadro fauvista. Todo parece
más nuevo y más limpio. Más íntegro. Ves esa higuera, y te da la
impresión de que tiene más facetas de las acostumbradas; Miras, y
te parece que tienes acceso a la espalda censurada de la realidad. Es
una luz que no entiende de tacañerías invernales.
Jardines que bajo esta luz parecen de Marte |
Vuelvo siempre porque, a pesar de vientos
celosos o directamente asesinos, el verano nunca se acaba del todo.
Y se nota muchísimo en tus escritos cuando estás allí... qué paz.
ResponderEliminarQué gonito que te inspire eso precisamente. A mí de mayor me encantaría ser un caramelo balsámico.
EliminarHe recordado al leer el post esa "chabola de aperos" de la que hablas y me doy cuenta de que resulta casi asombroso que en su lugar, como si hubiera existido siempre, tomara cuerpo esa preciosa casa en la que tan a gusto se está. Y al principio fue el huerto...
ResponderEliminarEs la cara contraria -y feliz- de las casas que, aunque siguen en pie, se han quedado vacías; casas que estuvieron llenas de vida, de niños, padres y abuelos...
Es una casa - Cenicienta en un baile donde nunca suenan las campanadas de medianoche, a que sí?
EliminarPues como siempre te digo, solo con leerte dan ganas de irse para allá.
ResponderEliminarPues como te respondo siempre: ya estás tardando.
Eliminar"La casa del huerto" la llamaríamos aquí. ¡que gozada tener algún refugio así!
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