lunes, 10 de febrero de 2014

Metabolismo basal


Hace dos días le dije a mi madre que me venía a Estepona. Nada definitivo, nada ni mucho menos insólito: la dinámica habitual de los habituales descansos de cuatro días que siguen al fin de semana que habitualmente me corresponde trabajar cada mes, desde hace diez años. Cómo te gusta tanto Estepona, me preguntó. Y aunque en el fondo sé por qué lo hizo, mi automática mente siguió en el mismo tono el diálogo: y tú cómo me preguntas eso, a estas alturas de nuestra película, y con todo lo que llevo ya escrito.

Así que aquí estoy de nuevo, rodeada de hombres que leen y de gatos. La chimenea no está encendida: es todavía un receptáculo negruzco de ladrillos sin mucho encanto, y no el lugar donde el asombro primitivo del fuego se actualiza. Mi padre acaba de terminar su tarea zen en el huerto. Parece que aún no se ha dado cuenta de que llevamos toda la tarde instalados mórbidamente en el chorro de la calefacción, como dos decadentes. En breve agarrará el mando del aparato, airado como un Dios de Miguel Ángel, y desbaratará nuestro simulacro de primavera tropical. Pero el cielo se ha puesto rosa. El invierno se queda fuera. Nico escruta el bullir de mis dedos sobre el teclado. Quién podría estar aquí mal.

Insistir en las razones de por qué vuelvo a este lugar en cuanto puedo me da un poco de apuro. Lo he hecho cien veces, y me parece de un gusto tan discutible como argumentar por qué quiere uno a sus padres. Después de todo, y aunque mi madre se haya mudado provisionalmente, este es mi hogar. Pero escribir sobre ello me resulta tan fácil, que no puedo dejar de entenderlo como una manera más de sumarle descanso a mi descanso de la ciudad, el trabajo y mi voluntad.

Para empezar, este sitio me engancha por estar indeleblemente unido a la perspectiva del ocio. Aquí nunca he encadenado despertares forzosos. Sólo el viento o el hambre de mis tripas o de mis piernas tienen potestad para levantarme. Tampoco he puesto nunca mi tiempo a disposición de las órdenes de otro. Nunca he respetado siquiera las órdenes que yo misma me impongo. Aquí echo la siesta. Y como bizcocho. Vivo en un lapsus, en una pequeña república independiente de mi empeño habitual. Aquí vivo una auténtica vida de hidalga.

La geografía. Cada fachada de la casa paterna encara reglamentariamente a cada punto cardinal. La fachada del norte es huraña, la del sur, un poco indolente, aunque no sea capaz de escondernos el mar. Las que dan a Poniente y Levante se llevan todo el protagonismo, como no podía ser de otro modo a esta altura del mapa. La casa parece estar justo en medio de la trayectoria solar, probablemente como todas las casas del mundo. Pero sólo aquí puedo arrebujarme en el sofá y ver cómo mis manos se van tiñendo de naranja conforme el sol se acuesta. Mi horizontal y la suya coinciden: el amanecer y el atardecer me atraviesan.

Está muy cerca de los lugares que componen mi álbum de bodas con el paisaje. Pienso en una senda amarilla entre areniscas estampadas con líquenes; en dunas, árboles y cometas, y en arena tan fina como el azúcar glass; en el Peñón enseñoreándose de todas las vistas.

Hay hierba, y yo soy adicta. Que se me entienda. La tierra desnuda y la roca me intimidan, la hierba húmeda sabe mullir mis retinas. En el fondo tengo afanes de vaca. Me acuerdo de cuando en vez de casa había una chabola de aperos, y veníamos a pasar el domingo en el campo. Me recuerdo a mí misma pequeña, leyendo tumbada entre tréboles, chupando tallos de vinagreta. Todavía me dura esa felicidad. 

Hay mar también. Y no pienso polemizar otra vez sobre su necesidad. Hay rocío. Hay un huerto que es como un escudo de armas. Hay cosas ricas que crecen y que, con un giro de muñeca, pasan de pertenecer a la tierra a ser de tu carne. Hay padre y hay madre. A veces, y a intermitencias, hay hermana también.

De la luz, qué más se puede decir. Tiene una enjundia especial, una carnosidad, una pureza quirúrgica. Los colores son brillantes como en un cuadro fauvista. Todo parece más nuevo y más limpio. Más íntegro. Ves esa higuera, y te da la impresión de que tiene más facetas de las acostumbradas; Miras, y te parece que tienes acceso a la espalda censurada de la realidad. Es una luz que no entiende de tacañerías invernales.

Jardines que bajo esta luz parecen de Marte


Vuelvo siempre porque, a pesar de vientos celosos o directamente asesinos, el verano nunca se acaba del todo.

7 comentarios:

  1. Y se nota muchísimo en tus escritos cuando estás allí... qué paz.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Qué gonito que te inspire eso precisamente. A mí de mayor me encantaría ser un caramelo balsámico.

      Eliminar
  2. Anónimo entre comillas11 febrero, 2014 23:05

    He recordado al leer el post esa "chabola de aperos" de la que hablas y me doy cuenta de que resulta casi asombroso que en su lugar, como si hubiera existido siempre, tomara cuerpo esa preciosa casa en la que tan a gusto se está. Y al principio fue el huerto...
    Es la cara contraria -y feliz- de las casas que, aunque siguen en pie, se han quedado vacías; casas que estuvieron llenas de vida, de niños, padres y abuelos...

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Es una casa - Cenicienta en un baile donde nunca suenan las campanadas de medianoche, a que sí?

      Eliminar
  3. Pues como siempre te digo, solo con leerte dan ganas de irse para allá.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Pues como te respondo siempre: ya estás tardando.

      Eliminar
  4. "La casa del huerto" la llamaríamos aquí. ¡que gozada tener algún refugio así!

    ResponderEliminar