La boca entreabierta de Marilyn en el
escaparate de una peluquería.
Olor a magdalenas impregnando las
cortinas, las tapicerías, las pelusas que salen de sus escondites
para fisgonear, el aire de un domingo, la piel humana haciéndose comestible.
La letra g, bobalicona como un bebé de pingüino.
Los limpiaparabrisas quejándose de
manera sorda al vérselas con la escarcha. Escamitas
de hielo que saltan al asfalto desamparado.
El autógrafo de la almohada en la
mejilla. El pelo aplastado chafando un solo perfil. Un charquito
perfectamente redondo de baba, explicando por sus propios medios el
sentido de la placidez.
La prosa de Colm Toíbín en Brooklyn,
elegante y algo velada, como un gato de angora que mirase la lluvia
por el balcón.
Aprender a atarte los cordones, a
enhebrar una aguja, a manejar el teclado con una solvencia torpe de
autodidacta, a que pies y manos conduzcan por ti, a decir no o
te quiero.
Morder un tomate en agosto, con el mismo
descaro profanador del que pisa la nieve intacta: algo que pierde su
compostura, el chorro de jugo corriendo por la barbilla.
Al despertar, abrir los postigos de la
ventana, y descubrir por el vaho condensado que la noche ahí afuera
ha sido cruenta.
Levantarte un lunes laborable con una
semilla de las vacaciones en el ánimo.
El olor de los pinos calientes.
Mirarte un corte bastante dramático que
te hiciste en el pulgar con el cuchillo del pan, y admirar el modo en
que sus labios se están cerrando.
Que escribir no se haya convertido en
algo tan sumamente pomposo que te prohíba abandonar la tarea para
bailar una cancioncilla de Bruno Mars.
El pijama bochornosamente
embutido en los calcetines.
Dormir la siesta en compañía.
El arranque de Entre dos aguas.
El acento de mi padre. Las manos de mi
madre. La piel suave de mi hermana. Todas aquellas fotografías
viejas guardadas en una lata.
Encontrar a la orilla del mar trocitos de
vidrio suaves y opacos.
Las pestañas arracimadas cuando sales del agua.
Lamerte la sal seca de un brazo.
El anhelo de correspondencia en los ojos
de un perro.
Cádiz.
Poner en remojo los pies castigados y
felices tras la caminata.
Canciones que te obligan a abrazarte a un
cojín.
Ser testigo en el monte de cómo las piedras y
plantas se sacuden la noche, al amanecer. El azor
sorteando ramas con un silencio que turba.
El color naranja tras los párpados
cerrados al sol.
Saludar a tu casa al volver del
trabajo.
Quedarte embobada delante del horno
viendo cómo sube un bizcocho.
Alguien durmiéndose en tu regazo.
Todas esas nimiedades que das por
sentadas hasta que las miras con intensidad. Las entiendes de
pronto: son tu carnet de afiliado al exclusivo Gremio de los Nacidos.
Lo de las pestañas arracimadas me puede. Si son las de un bebé al que acabas de bañar, entonces...pare usted de contar.
ResponderEliminarComo cuando te bañaba.
Mamita Tierna!!
EliminarEres tan adorable...
ResponderEliminarConectar mediante la escritura con gente igual de adorable...¡Lo que me hubeira perdido!
EliminarNo sé, no sé...creo que no basta con haber nacido para estar en ese Gremio con mayúsculas.
ResponderEliminarY la segunda parte de tu comentario es....
Eliminar¡Ten cuidado, tal y como están los tiempos, te lo pueden birlar como alegato antiabortista!.
ResponderEliminarAparte de la tontuna, es precioso.
Leí ayer tu comentario en el gimnasio, y un par de señoras con el culo al aire se giraron cuando me escucharon reír en voz alta. No se me había ocurrido, pero tienes razón: a lo mejor la llamada de un número privado que tenía esta tarde en el móvil era de Gallardón.
Eliminar(Su dios no lo quiera).
Escríbeme algo y te lo publico, que eres la monda!!