lunes, 3 de febrero de 2014

Lo que te hubieras perdido

La boca entreabierta de Marilyn en el escaparate de una peluquería.

Olor a magdalenas impregnando las cortinas, las tapicerías, las pelusas que salen de sus escondites para fisgonear, el aire de un domingo, la piel humana haciéndose comestible.

La letra g, bobalicona como un bebé de pingüino.

Los limpiaparabrisas quejándose de manera sorda al vérselas con la escarcha. Escamitas de hielo que saltan al asfalto desamparado.

El autógrafo de la almohada en la mejilla. El pelo aplastado chafando un solo perfil. Un charquito perfectamente redondo de baba, explicando por sus propios medios el sentido de la placidez.

La prosa de Colm Toíbín en Brooklyn, elegante y algo velada, como un gato de angora que mirase la lluvia por el balcón. 
 
Aprender a atarte los cordones, a enhebrar una aguja, a manejar el teclado con una solvencia torpe de autodidacta, a que pies y manos conduzcan por ti, a decir no o te quiero.

Morder un tomate en agosto, con el mismo descaro profanador del que pisa la nieve intacta: algo que pierde su compostura, el chorro de jugo corriendo por la barbilla.

Al despertar, abrir los postigos de la ventana, y descubrir por el vaho condensado que la noche ahí afuera ha sido cruenta. 
 
Levantarte un lunes laborable con una semilla de las vacaciones en el ánimo.

El olor de los pinos calientes.

Mirarte un corte bastante dramático que te hiciste en el pulgar con el cuchillo del pan, y admirar el modo en que sus labios se están cerrando.

Que escribir no se haya convertido en algo tan sumamente pomposo que te prohíba abandonar la tarea para bailar una cancioncilla de Bruno Mars.

El pijama bochornosamente embutido en los calcetines.

Dormir la siesta en compañía.

El arranque de Entre dos aguas.

El acento de mi padre. Las manos de mi madre. La piel suave de mi hermana. Todas aquellas fotografías viejas guardadas en una lata.

Encontrar a la orilla del mar trocitos de vidrio suaves y opacos.

Las pestañas arracimadas cuando sales del agua. Lamerte la sal seca de un brazo.

El anhelo de correspondencia en los ojos de un perro.

Cádiz.
 
Poner en remojo los pies castigados y felices tras la caminata.

Canciones que te obligan a abrazarte a un cojín.

Ser testigo en el monte de cómo las piedras y plantas se sacuden la noche, al amanecer. El azor sorteando ramas con un silencio que turba.

El color naranja tras los párpados cerrados al sol.

Saludar a tu casa al volver del trabajo.

Quedarte embobada delante del horno viendo cómo sube un bizcocho.

Alguien durmiéndose en tu regazo.


Todas esas nimiedades que das por sentadas hasta que las miras con intensidad. Las entiendes de pronto: son tu carnet de afiliado al exclusivo Gremio de los Nacidos.


8 comentarios:

  1. Lo de las pestañas arracimadas me puede. Si son las de un bebé al que acabas de bañar, entonces...pare usted de contar.
    Como cuando te bañaba.

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    1. Conectar mediante la escritura con gente igual de adorable...¡Lo que me hubeira perdido!

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  3. Anónimo entre comillas05 febrero, 2014 19:31

    No sé, no sé...creo que no basta con haber nacido para estar en ese Gremio con mayúsculas.

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  4. ¡Ten cuidado, tal y como están los tiempos, te lo pueden birlar como alegato antiabortista!.
    Aparte de la tontuna, es precioso.

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    1. Leí ayer tu comentario en el gimnasio, y un par de señoras con el culo al aire se giraron cuando me escucharon reír en voz alta. No se me había ocurrido, pero tienes razón: a lo mejor la llamada de un número privado que tenía esta tarde en el móvil era de Gallardón.

      (Su dios no lo quiera).

      Escríbeme algo y te lo publico, que eres la monda!!

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