Volvía a hacer una mañana de perros, y
por eso me propuso ir a Ikea. Me debatí sólo un poco, por seguir
nuestro particular protocolo. Está como a ochenta kilómetros. ¿Y
qué? Mucho coche para comprar un colchón, ¿no te parece?. Para eso
sirven los coches, no para que te eches la siesta en la parcela de tu
padre. Pero he quedado a las cinco en La Almoraima. Tienes tiempo de
sobra.
Pues a Ikea que nos fuimos. Total, la
borrasca nos había desahuciado de las playas y montes. Y leer sin
meternos en nuestros respectivos huevos de luz amarilla, cada uno al
abrigo de una lámpara de pie, y sin la perspectiva todavía mejor de
entregarnos al sol, daba bastante pereza. Así demostrábamos una vez
más nuestra contemporaneidad: si no sabes qué hacer,
refúgiate en la incubadora de un centro comercial. Ahora se me
ocurre que esa opción está levemente pasada de moda. Hace tiempo
que las alegrías salvajes del consumismo dejaron de ser
verdaderamente modernas. Lo que toca desde que empezamos la década es
prepararte para guardar toda tu vida en una maleta. Por si te echan de tu casa. Por si tienes que
abandonar el país.
Pero nosotros siempre hemos sido un poco
anacrónicos. Y tenemos suficientes excusas para creer que tenemos el
control de nuestros apetitos y gastos. Yo Necesitaba Un
Colchón. Un colchón Caro. Cada mañana a eso de las seis me lo
suplican mis omóplatos. Todos los músculos de mi cuerpo, de
rabadilla hacia el norte, suspiran porque les apañe un matrimonio
con la espuma viscoelástica y el látex. Llevo unos meses tratando
de asimilar el hecho de que ya no soy joven. Digo yo que, al menos y
a cambio, podré disfrutar de los caprichos de la madurez.
Ikea es un lugar raro. Algo codiciado y
artificial como Los Ángeles. Peor aún: como Dubai. Ikea está
repleta de espejismos, de paraísos ficticios. Con esas simulaciones
de hogar donde cabe de todo, salvo la inutilidad. Ese orden alérgico
al polvo de la vida diaria; esa incapacidad obtusa para entender que
la entropía es el verdadero canon del Universo. Es inevitable quedarse
boquiabierto ante el mecanismo perfecto de sus viviendas expuestas en
canal. Como no encandilarte con ellas, si tienen el encanto del Primer Mundo contemplado vía parabólica desde una chabola. ¿Sería
posible una vida así para ti, capaz de purificar tus pequeños
vicios domésticos? Como extraditar una pelusa bajo el sofá con la
punta de la zapatilla, para no tener que barrer. O echar un jersey
con demasiada premura al cesto de la ropa sucia, para no enfrentarte
a un armario superado por la falta de espacio. O seguir tolerando con
una mezcla de desdén y nostalgia las viejas fotos
colgadas sin marco en las paredes, como en un piso de estudiante. Ikea te lleva a
soñar con una versión más esmerada de ti.
Ikea demanda que tus trastos y tus
tapicerías expresen bien lo que eres. Siembra esa honestidad
intransigente de las casas de Amsterdam: esto es lo que soy, y me
siento tan a gusto con ello que mis ventanas no necesitan cortinas.
Ikea, al igual que la moda, exige que escojas y demuestres una
determinada personalidad: eres creativo, eres discreto, eres
desenfadado, eres natural. Eres un adjetivo que se traduce al mundo
exterior con el nombre en sueco de una butaca.
Ikea te arrastra y levanta en su ola -
tsunami de cosas asequiblemente bonitas. Te desafía a mantenerte
firme en tus razonables posturas de austeridad. Te nubla la vista a
fuerza de cantidad, precio y diseño amable. Te esconde los
costurones de la producción masiva y la cultura del usar y tirar. Te
embriaga igual que el whatsapp.
Salí de Ikea con mi Colchón, por
supuesto. También con una tabla de cortar, un ramillete de flores de
tela, y una funda nórdica con dos fundas para almohadones que nunca
usaré, porque los suecos no se enteran de que en estas latitudes
somos muy de agarrarse a la almohada. Mi casita tiene la vocación
pero no la aptitud necesaria para convertirse en un impecable
piso-piloto. Lo que allí es pulcritud, aquí es pura acumulación. Y
lo más turbador es que, si la policía me obligara a desalojarla, no
me llevaría nada conmigo. Quizás solamente un cepillo de dientes y
el ordenador.
En un Mundo Ikea no hay compromiso ni amor verdadero
hacia unos pocos y buenos objetos. Sólo antojos y muescas en tu revólver. Un encapricharse incesante, seguido de un aquí te pillo,
aquí te mato y un olvidar.
Pobres muebles y objetos del hogar... utilizados a nuestro antojo, sin no si quiera dedicarles un te quiero aunque sea falso!
ResponderEliminarA mí Ikea me encanta, mini-pisos-super-funcionales-y-bonitos-y-preciosos... aix, se me eriza la piel.
Un besín
A mí también me encanta, y entro con un ansia de devorador de azúcar. Luego siempre salgo empachada. Es lo que tiene ser un poco más disfuncional que sus pisitos de muestra.
EliminarGratis deberían salirte, de ahora en adelante, tus compras en Ikea.
ResponderEliminarYo juraría que todo lo contrario, ¿no? Que si la tribu de los ikeos sabe leer cosas no tan consonánticas como el sueco me prohibirá la entrada a su reino.
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