miércoles, 12 de febrero de 2014

Las sirenas cantan en sueco


Volvía a hacer una mañana de perros, y por eso me propuso ir a Ikea. Me debatí sólo un poco, por seguir nuestro particular protocolo. Está como a ochenta kilómetros. ¿Y qué? Mucho coche para comprar un colchón, ¿no te parece?. Para eso sirven los coches, no para que te eches la siesta en la parcela de tu padre. Pero he quedado a las cinco en La Almoraima. Tienes tiempo de sobra.

Pues a Ikea que nos fuimos. Total, la borrasca nos había desahuciado de las playas y montes. Y leer sin meternos en nuestros respectivos huevos de luz amarilla, cada uno al abrigo de una lámpara de pie, y sin la perspectiva todavía mejor de entregarnos al sol, daba bastante pereza. Así demostrábamos una vez más nuestra contemporaneidad: si no sabes qué hacer, refúgiate en la incubadora de un centro comercial. Ahora se me ocurre que esa opción está levemente pasada de moda. Hace tiempo que las alegrías salvajes del consumismo dejaron de ser verdaderamente modernas. Lo que toca desde que empezamos la década es prepararte para guardar toda tu vida en una maleta. Por si te echan de tu casa. Por si tienes que abandonar el país.

Pero nosotros siempre hemos sido un poco anacrónicos. Y tenemos suficientes excusas para creer que tenemos el control de nuestros apetitos y gastos. Yo Necesitaba Un Colchón. Un colchón Caro. Cada mañana a eso de las seis me lo suplican mis omóplatos. Todos los músculos de mi cuerpo, de rabadilla hacia el norte, suspiran porque les apañe un matrimonio con la espuma viscoelástica y el látex. Llevo unos meses tratando de asimilar el hecho de que ya no soy joven. Digo yo que, al menos y a cambio, podré disfrutar de los caprichos de la madurez.

Ikea es un lugar raro. Algo codiciado y artificial como Los Ángeles. Peor aún: como Dubai. Ikea está repleta de espejismos, de paraísos ficticios. Con esas simulaciones de hogar donde cabe de todo, salvo la inutilidad. Ese orden alérgico al polvo de la vida diaria; esa incapacidad obtusa para entender que la entropía es el verdadero canon del Universo. Es inevitable quedarse boquiabierto ante el mecanismo perfecto de sus viviendas expuestas en canal. Como no encandilarte con ellas, si tienen el encanto del Primer Mundo contemplado vía parabólica desde una chabola. ¿Sería posible una vida así para ti, capaz de purificar tus pequeños vicios domésticos? Como extraditar una pelusa bajo el sofá con la punta de la zapatilla, para no tener que barrer. O echar un jersey con demasiada premura al cesto de la ropa sucia, para no enfrentarte a un armario superado por la falta de espacio. O seguir tolerando con una mezcla de desdén y nostalgia las viejas fotos colgadas sin marco en las paredes, como en un piso de estudiante. Ikea te lleva a soñar con una versión más esmerada de ti.

Ikea demanda que tus trastos y tus tapicerías expresen bien lo que eres. Siembra esa honestidad intransigente de las casas de Amsterdam: esto es lo que soy, y me siento tan a gusto con ello que mis ventanas no necesitan cortinas. Ikea, al igual que la moda, exige que escojas y demuestres una determinada personalidad: eres creativo, eres discreto, eres desenfadado, eres natural. Eres un adjetivo que se traduce al mundo exterior con el nombre en sueco de una butaca.

Ikea te arrastra y levanta en su ola - tsunami de cosas asequiblemente bonitas. Te desafía a mantenerte firme en tus razonables posturas de austeridad. Te nubla la vista a fuerza de cantidad, precio y diseño amable. Te esconde los costurones de la producción masiva y la cultura del usar y tirar. Te embriaga igual que el whatsapp.

Salí de Ikea con mi Colchón, por supuesto. También con una tabla de cortar, un ramillete de flores de tela, y una funda nórdica con dos fundas para almohadones que nunca usaré, porque los suecos no se enteran de que en estas latitudes somos muy de agarrarse a la almohada. Mi casita tiene la vocación pero no la aptitud necesaria para convertirse en un impecable piso-piloto. Lo que allí es pulcritud, aquí es pura acumulación. Y lo más turbador es que, si la policía me obligara a desalojarla, no me llevaría nada conmigo. Quizás solamente un cepillo de dientes y el ordenador.

En un Mundo Ikea no hay compromiso ni amor verdadero hacia unos pocos y buenos objetos. Sólo antojos y muescas en tu revólver. Un encapricharse incesante, seguido de un aquí te pillo, aquí te mato y un olvidar.

4 comentarios:

  1. Pobres muebles y objetos del hogar... utilizados a nuestro antojo, sin no si quiera dedicarles un te quiero aunque sea falso!
    A mí Ikea me encanta, mini-pisos-super-funcionales-y-bonitos-y-preciosos... aix, se me eriza la piel.
    Un besín

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    1. A mí también me encanta, y entro con un ansia de devorador de azúcar. Luego siempre salgo empachada. Es lo que tiene ser un poco más disfuncional que sus pisitos de muestra.

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  2. Gratis deberían salirte, de ahora en adelante, tus compras en Ikea.

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    1. Yo juraría que todo lo contrario, ¿no? Que si la tribu de los ikeos sabe leer cosas no tan consonánticas como el sueco me prohibirá la entrada a su reino.

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