sábado, 1 de febrero de 2014

La fiebre se contagia

 
El que de lunes a viernes se queja amargamente por madrugar, y los fines de semana no necesita que el despertador lo saque de la cama cuando aún es de noche.

El que no le importa cosechar sabañones si su perdiz canta con un brío propio de Luis Mariano.

El que empeñaría la ortodoncia de sus criaturas para comprarse ese neopreno tan técnico que podrían haberlo patentado en la NASA.

El que hace oídos sordos al ultimátum de su mujer.

El que se echa la escopeta al hombro con el mismo suspiro rendido del que se inyecta heroína.

El que sale del trabajo zumbando y, antes de meterse el potaje entre pecho y espalda, le da de comer a su halcón.

El que conoce lo que se cuece en todas las ventas de carretera de España, a fuerza de encadenar una exhibición de cetrería tras otra.

El que programa sus vacaciones en función de las migraciones de la mariposa monarca.

El que ruge o se desentiende del mundo como un león en el zoo cuando la lluvia le impide engancharse a la roca.

El que sabe que correr pedregales arriba le dará un buen empujón a su candidatura a la rodilla artrítica.


A lo largo de una semana de trabajo es raro que no termine trabando contacto con alguno de estos apasionados. Gente que, como Supermán, parece llevar su verdadero uniforme por debajo de la ropa de calle. Los escucho, los admiro, los compadezco. Me pregunto cómo será mantener con tal terquedad una tensión semejante a la de los enamoramientos sin fruto. Veo cómo sus expresiones cambian de la apatía cotidiana a la epifanía. Me baño en ese sol repentino igual que cuando las nubes se abren.

Y en un pasillo tortuoso de mi corazón suelto una risita de hiena, también. Qué le vamos a hacer. A veces me da la impresión de que mi crianza tuvo lugar bajo una atmósfera donde el laconismo era virtud y las aficiones extremas, un síntoma de que la azotea no andaba muy limpia. Los quijotes siempre despertaron sorna y sospechas en la psicología mesetaria. Pero yo me recompongo sin mucho problema. La gotita de vinagre se diluye ágilmente en una corriente más dulce. Y entonces doy gracias por tener un trabajo que me permite viajar al núcleo cálido de la experiencia de los demás.

Siempre que me encuentro con alguien así, mido mi altura con respecto a la del que me habla. Me tomo la temperatura con el mercurio de su pasión. Y me doy cuenta de que en cierto modo soy afortunada, porque mis pasiones son ubicuas y poco exigentes. Escribir o leer son entusiasmos independientes de la meteorología, de la legislación, del espacio o la temporada. No tienen veda; no necesitan un viento propicio o un coto decente; no precisan de un equipo muy caro.

Tan generalistas son mis pasiones que a veces me cuesta entenderlas como tales, y entonces es cuando envidio el calor que propagan los apasionados profesionales. Pero si tuviera que hacer una lista de lo que me arrebata, sabría que en mí la pasión, más que una vocación hacia algo concreto, es un estado: una enfermedad crónica que el hecho de estar viva me ha provocado.


6 comentarios:

  1. Que bien, que alegría que sea así.
    Un beso.

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    1. Pienso que interesarse por qué calienta el corazoncillo de la gente también es una forma de canalizar la pasión.

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  2. Jajaja, ¡a mi también me encantan los apasionados de lo suyo! y me encanta preguntarles y que me cuenten. Las consecuencias son dos: a) a veces yo también añoro tener una pasión tan gorda por algo y b) lamentarme del atrevimiento, pues al apasionado en lo suyo lo separa una delgada línea del cansino que no sabe cuándo ha terminado una conversación.
    Besitos!

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    1. La Delgada Línea Cansina. Te pago los derechos de autor por esa perla.

      Besos para ti

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  3. Anónimo entre comillas05 febrero, 2014 19:16

    Qué graciosa Laura...
    Yo, que soy de la escuela de Silvia, del apasionamiento crónico, que no necesita enfocar una especial energía en un punto concreto, la envidio un poco por poder estar en contacto mientras trabaja, con gente que sí se engancha a una actividad distinta de ese trabajo; será porque si miro alrededor, en el mío, ese plus de interés y energía parece concentrarse precisamente en eludirlo, disimulada o descaradamente.

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    1. Pero ¿y esa persona X que tú y yo sabemos que se apasiona arrollando con su coche al resto de conductores?
      Yo absorbo como una esponja, a ti te toca emitir.

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