sábado, 15 de febrero de 2014

En cualquiera de sus versiones es rara la siesta

 
No es echar la siesta. Yo creo que pasados los treinta, y aunque toooda mi familia me contradiga, no hay tiempo ya para dormirse cuando al día le quedan horas de luz. Sólo es un instante de capitulación. El libro sigue muy cerca de mí en la almohada, adormilado como un amante. Hace un momento estábamos todavía el uno dentro del otro. Ahora toca refugiarse en algo que, como siempre después del amor, no es compañía, pero tampoco la soledad.

Tengo imágenes en la mente que no sé si he leído, vivido o imaginado. Bendición del letargo. He hecho entrega de mi voluntad de control. Oigo pájaros amortiguados, como si el aire fuera agua y mi habitación, una bañera. Noto tras los párpados cerrados un sol que, entre tanta borrasca, parece recién estrenado. Pero dentro todo se funde. Se expande lento como miel derramada. Un chute de anestesia al núcleo de mi personalidad. Casi dejo de estar en este o en cualquier otro sitio, y lo mejor es que me doy perfecta cuenta de ello. Adiós, adiós, hasta luego.

Entonces, en el naufragio, un pedacito de memoria se prende desesperadamente a mi conciencia. Cualquier cosa vale, sobre todo si no viene a cuento. Una clase de química en el instituto; la pila de folios usados en el escritorio de la oficina; toda la porquería de apuntes y bolsos sucios y abrigos que nunca volveré a ponerme y que acumulo en el armario de la casa paterna: un museo arqueológico pasado de moda, un contenedor de derribo. Cualquier alusión a mi historia basta para que el gustillo erótico del sopor se transforme en otra cosa.

Y es que veo esos rastros de lo que he sido o estoy siendo, y de repente me cuesta demasiado establecer vínculos con ello. ¿Qué tienen que ver con la persona que está tumbada sobre el edredón y que apenas recuerda su edad y su nombre? ¿A quién pertenece esa carga monumental de recuerdos? Es como si la cadena evolutiva que me ha conducido hasta esta cama se hubiera desintegrado radicalmente. Como si hubiera nacido ahora mismo y con plena consciencia. Extraño. No sé si desolador o reconfortante.

Y no es sólo eso, no ocurre sólo con el pasado. Hay más polizones: propósitos y deseo, y también dudas y coordenadas que no terminan de estar claras. Escribir, qué demonios es ese anhelo. Querer conocer la textura de la vida ajena, ¿de dónde ha salido esa avidez? ¿Quién ha encapsulado todo eso y lo ha colado de contrabando en mi mente?

Pasa también con los personajes que impulsan mi trama, los que me dan réplica en una historia que ahora mismo aún tengo que aprender a reconocer como mía. Gente con la que, al parecer, paso tantas horas que deberían figurar en la foto de mi DNI. Gente que, fíjate, por fortuna o capricho, quiero en mi vida. Gente cuyas mitocondrias se parecen sospechosamente a las mías. En esta hora en que las cañerías de la duermevela están todavía por desatascar, todos ellos podrían haber sido inventados.

Bajo una manta azul que tiene también tanta historia y ADN míos, eso es precisamente lo que me inquieta: que las imágenes, y las emociones y las personas sean sólo un producto mental. Por eso tengo que aferrarme a los pájaros, a las agujetas en mi culo y mis hombros, a la blandura del edredón bajo mi costado, para recuperar el contacto con lo real. Si presto una atención aguda, todo lo demás podrá salir de su hechizo. Volverá a pertenecerme y a liberarse de mí al mismo tiempo.


(¿Que a qué viene el nombre de esta etiqueta? 
Es un hecho probado que en fin de semana la blogosfera es el desierto de los tártaros, y por eso, habrá sábados en los que me daré permiso para desbarrar)

3 comentarios:

  1. Hablando de ese armario, hija mía, cuando le vas a dedicar un ratico?.

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  2. Los fines de semana son el momento idóneo para el desvarío porque, como no hay nadie, las entradas pasan desapercibidas (casi siempre).
    Besitititos.

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