viernes, 28 de febrero de 2014

Ava

 
La veo suspendida de la mitad de las farolas de la ciudad, capaz todavía de hacerle sombra a las bombillas. El blanco de la piel aquilatado por el vestido negro, la arquitectura insuperable de sus cejas y de sus huesos. El pelo, claro, ese tipo de pelo que tan fácilmente descarrila hacia la greña. Ella es perfecta de todas las maneras, pero como más me gusta es así, con el pelo largo y suelto, más que con el sofisticado corte en aureola que redobló su estatus de producto de lujo, su destino de icono. La veo en folletos y en cartelones, apropiándose de las fachadas de un hotel y un teatro tan rancios como las películas que se comió. 

No sé cómo no hay más accidentes de tráfico

De camino al gimnasio me topo con ella al menos un par de veces, y en cada una estoy tentada a pararme. Stop. Que se detengan reloj y rutina. Que cese el trasiego. Uno no puede dedicarle un vistazo y pasar luego de largo. Pero es lo que hago, porque a estas alturas de civilización audiovisual quedaría rarito que me parase a admirar el cartel de una estrella de hace mil años. Tan sabida, tan emblemática, tan inevitable como un refrán. Así que busco con mis ojos su ojo casi escondido tras la melena. Como excusándome. Es que se me hace muy tarde. Es que da susto mirarte. La gente después me parece demasiado simiesca. Como si todos nosotros fuéramos un esbozo en una servilleta y tú, sólo tú, la obra firmada de Dios.

Yo siempre estuve enamorada de Ava. No voy a cambiar de palabra. Enamorada. Crecí en una época en la que la tele era una cosa distinta a la de ahora. Los sábados, tras la paella o el cocido de sopa y pringá, solían poner películas viejas, y entonces era cuando el puente hacia la purpurina y la ficción desbocada de Hollywood se restauraba. En los ochenta, ese museo de estrellas polvorientas e historias risibles todavía tenía poder para encandilarnos. Anidábamos en el sofá y nos tapábamos con una manta o, si nos hacían poco caso, nos tumbábamos boca abajo en el suelo fresquito. Y volvíamos a ver películas que ya habíamos visto antes, que ya eran viejas cuando nuestros padres las conocieron, que podrían haber sido estrenos para nuestros abuelos, si no hubieran vivido en un país de ocios raquíticos. Nos pasaba como a los griegos y su teatro: las historias de siempre tenían aún cierta vigencia, el esplendor de una estrella muerta hace eones en una remota galaxia. El imperativo de la novedad radical no era aún dictadura: había dos canales de televisión, y una menor presión por parte de lo inmediato. Así que el technicolor y los doblajes pomposos no eran algo de lo que tuviéramos que avergonzarnos. No los admirábamos mordazmente como se admira a lo camp o a lo kitsch. No conocíamos el sentido de la palabra bizarro. Tan sólo nos dejábamos arrastrar por la sensiblería y el boato, por aquellos rostros y cuerpos que no iban a pudrirse jamás.

Y el de Ava menos que ninguno. Una era un cachorrito inmune a cosas extravagantes como el deseo o la sexualidad y, sin embargo, cuando ella aparecía en la pantalla, podía notar el cortocircuito, era tan sensible como cualquiera al poder de ese imán. ¿Qué podía ser? ¿Qué era lo que te envolvía y hacía que te pusieras serio como un perro que oye ecos que tú no distingues? No lo sé. Yo, como cualquiera, sabía de eso tan poco como para resumir el arrobo pensando madre de dios, qué cosa tan guapa.

Ahora miro imágenes suyas, las estudio en parte para satisfacer esa curiosidad, y en parte para que me perdone por no plantarme ante sus carteles. Y sigo sin saber qué hay detrás, allá a lo lejos, donde suenan los ecos. Está la perfección física, por supuesto, alcanzada a golpe de genes, foco y pincel, y en algunas fotos, una fiereza estudiada, la conocida sensualidad de escaparate. Y luego está esa mirada que a veces, en fotos como las de abajo, ya no puede esconder, y que no es melancolía ni tristeza, pero que se les parece. Una especie de intuición de que eso que encandila a la cámara y al ojo es una pura ficción, no porque sea postizo, sino porque está yéndose, como se va siempre el tiempo: justo en el momento de la captura, ya se ha esfumado. Ava nunca será tan hermosa como la que acaba de escapar. Contemplo su rostro y no sé por qué, me vienen a la mente recuerdos de una plenitud que, cuando tocó vivirlos, pasó desapercibida. Cosas muy tontas: una toalla de playa, mi nuca contra un abdomen moreno, una risa cualquiera, la vieja película de sobremesa, Mogambo. Instantes triviales que, sólo por haber pasado, se han convertido en mitos. 


Añadir leyenda
 

5 comentarios:

  1. Mi debilidad fue la Hayworth pero desde luego Ava ocupa un lugar importante en mi corazón.
    Si esos carteles los han estado exhibiendo en la vía pública son de un peligro manifiesto.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. En el cine me dieron un cartelito del tamaño de una pantalla de portátil. ¿Lo quieres?

      Rita era tan preciosa, pero tan triste también.

      Eliminar
    2. Creo tener alguna en casa. Y por su puesto guardo como oro en paño un póster gigante que me trajo hace la pila de años un amigo de Londres.

      Eliminar
  2. Hija mía ( ponle tú el acento mancheguzo) que guardaico tuviste ese enamoramiento. Y todos los demás..

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Mujer, enamoramiento.. Ya sé que he puesto yo esa palabra, pero llámalo arrobo mejor. Dicho con ese acento parece otra cosa más seria y continua.

      Eliminar