Terminar las vacaciones significa decir
adiós al atracón de lectura. El tiempo se achucha, ceñido por la
faja del horario laboral, y como no puedo renunciar al ejercicio
físico ni a la escritura, se me hace obligatorio podar buenos ratos
del tiempo que dedico a leer. Podría decirse que, de vuelta a la
rutina, leo bonsais. Por suerte, el libro que he elegido para
comenzar el año permite esta dedicación veleidosa. La vida
simple no está alegremente compuesto de frases simples, sino de
fogonazos. No es un libro aquejado de verborrea. No se deja leer de
corrido. Cada sucesión de palabras acotada entre puntos tiene pleno
sentido y revienta en imágenes como una piñata. No hay prosa
apenas, ni discurso vacío. El tono es austero y cada cosa que se
dice, necesaria. Uno piensa que está leyendo poemas, o escuchando
cómo le hablan los árboles. Es un tratamiento de choque contra el
ruido de fondo y la atención dispersa por la contaminación de
mensajes.
En uno de esos momentos de entrega
intensa a las palabras de otro, doy con lo que sigue:
Hacerle un guiño a un pequeño
servidor de la belleza: un copo de nieve, un liquen, un arrendajo.
Leo eso, y ya no puedo dejar de mirar
debajo de las alfombras del mundo ni de rastrear mi memoria en busca
de algo a lo que guiñarle. Lees belleza, y quieres devolver
belleza a cambio.
El nacimiento de un helecho: ese erizo
tímido, blandito y forrado de fieltro, que más que vegetal parece
una criatura marciana; concentrado en sí mismo como un embalaje de
Ikea, portando ya, a escala reducida, todos los elementos de su
futuro esplendor.
Una nariz adulta salpicada de pecas.
Rastros físicos de una infancia que no terminó de pasar.
Los mochuelos, plantados en una tapia a
última hora del día, con sus ojillos redondos y sus cejas
autoritarias y blancas. Parece que te están reprochando algo, a lo
mejor todo el ruido que montas, pero en realidad yo creo que juegan a
ver quién se ríe el primero.
La noche en las carreteras terciarias,
esas que ni siquiera tienen líneas reflectantes, cuando están
flanqueadas por árboles. Aparecen con la luz de los faros, le echan
un vistazo al interior de tu coche, desaparecen de la misma manera.
Si no hubiera más, te sentirías desamparado, pero siempre hay más.
Podrías pasarte la vida conduciendo así, iluminando presencias,
compartiendo el silencio con árboles de tronco encalado y un
copiloto de confianza.
Más sobre luces. Le guiño a las
cadenetas de farolas que hacen de la circunvalación un lugar algo
menos hostil. A las luces intermitentes que señalan la presencia
de molinos eólicos: constelaciones efímeras. Mensajes a pueblos
de otros planetas.
Entre Tarifa y Barbate, los molinos de
viento tampoco es que necesiten un alumbrado publicitario para
ofrecerte cápsulas de belleza. Un día que se acaba, un coche a no
mucha velocidad, es todo lo que hace falta para ver bailar a esas
criaturas timidotas y desgarbadas.
A la misma hora, en el mismo sitio,
hincos de acebuche sosteniendo las mallas de alambre de espino. Se
vuelven negros contra el cielo mucho más claro, y parecen recién
salidos del taller de un escultor con tormentas internas.
Los terrones rojos a punto de ser
sembrados. Granada es pálida, por la nieve y la escarcha, pero
también por el color enfermizo de sus tierras de cultivo. Es un
placer y un alivio encontrar un trozo un poco más subido de tono,
como esas mejillas después del ejercicio a las que con gusto darías
un mordisco.
La escarcha también, por supuesto, esa
piel rutilante.
Las manchas de óxido en los portones de chapa. A mí me gustan. Y qué. También las placas antiguas para el número de las casas.
El morro de un becerrito, húmedo,
desvalido.
Y los albaricoques. Nada que añadir a
ese regalo definitivo de los primeros días de verano.
Podría seguir toda la tarde, pero mi
libro me espera. Ahora, si quieres, sigue tú el ejercicio. Te darás
cuenta de que, así de atendida por tantos sirvientes minúsculos, nunca
nos faltará la belleza.
La tela tejida por una araña, cuando nos la descubre un rayo de sol.
ResponderEliminarEeh, una de las cosas que me dejé en el tintero era esa. Pero ni siquiera una tela de araña completa, sino sólo hilos de seda que parecen conectar todo el monte, como esos rayos láser que aparecen como medida de seguridad en las películas de atracos.
EliminarVes? A esto es a lo que me refiero siempre... Eres tan encantadora...
ResponderEliminarUn besito.
Loviu, Ficti
Eliminar¿Y no es la propia palabra escarcha uno de esos guiños? La oyes y da frío, cruje y brilla.
ResponderEliminarTengo una amiga a la que la cámara de fotos se le dispara sola cuando ve una mancha de óxido, en portones de chapa o casi en cualquier sitio.
Añado obviedades, pero es que no puedo evitarlo, es lo que tengo más cercano, guiños constantes: los ojos de un gato mirándote, las graciosas almohadillas rosadas o negras de sus patas, a veces el dibujo de su piel (¡la de la barriguilla de Nico!)...
Oh-sí-oh-sí, las almohadillitas, sí. Los gatos no son pequeños servidores en absoluto. Son monumentos.
EliminarEl hombro izquierdo de "Bonito del Norte" por las mañanas, cuando se deslizan un poco las sábanas y se queda medio destapado... ¡que hombre tan fornido!.
ResponderEliminarEl paisaje de montaña por las noches de luna llena en invierno. El reflejo de la luna hace que parezca de día.
El primer atardecer de otoño desde el Salto de Roldán.
Y así podría seguir, pero creo que llego tarde.