A Carmen le preocupaba moderadamente el
tema de la dignidad. Cada vez que volvía a quedarse sola, la palabra
merodeaba en torno a lo que estuviera haciendo, y terminaba por
incrustarse en su mente. Como un parásito que se hubiera aprovechado
de un lavado no demasiado pulcro de la lechuga para la cena. La
palabra dignidad tenía cara y tenía voz. Tres caras, concretamente.
Furiosas, estupefactas, de un tono bronceado que ni el prohibitivo
maquillaje lograba hacer pasar por natural. Podía imaginarse cómo
reaccionarían sus amigas si se enteraran de todo. Pero Carmen,
¿es que no tienes dignidad? Ella se obligaba a pensar que el
hecho de que considerara el asunto en esos términos indicaba que sí
la tenía. Pero muy en el fondo, en un lugar adonde no llegaban las
palabras ni los códigos de conducta ni los juicios ajenos, sabía
que la dignidad era una cosa muy secundaria.
Considerada friamente, la situación no
la denigraba tanto como hubiera pensado cualquiera, empezando por
ella misma. Y lo mejor es que ni siquiera tenía que echar mano de
una forzada reserva de imparcialidad. Le bastaba con escuchar a su
corazón, que era lo que cacareaban los libros y las revistas que
alimentaban la opinión de sus tres mejores amigas. Y su corazón le
decía que hacía tiempo que en casa no se respiraba una placidez
semejante. Fernando había vuelto a mirarla como si se estuvieran
conociendo de nuevo; a escuchar el resumen de lo que había hecho a
lo largo del día con un interés que ella notaba sincero. Poco
importaba que la culpa estuviera detrás de su cambio. Ni siquiera
Carmen se había dado cuenta de hasta qué punto había echado de
menos que su marido le prestase atención.
Y en realidad, tampoco le parecía que se
lo debieran todo a la culpa. Fernando se veía alegre de veras.
Rejuvenecido. Eso era. Volvía a ser el chico resuelto y un poco
cursi con el que había empezado a salir hacía más años de los que
se atrevía a contar. Tampoco es que hubiera empezado a hacerle
regalos sospechosamente caros, como en las películas. Esa manera de
comprarla sí que le hubiera parecido indigna. Carmen se conformaba
con que su mirada mortecina de los sábados por la mañana, cuando
las lavadoras en marcha y las colas en el Alcampo y la sopa de
almejas en casa de su madre, hubiera dejado de impregnar el salón
como el olor a fritanga en los bares. Ahora su marido se interesaba
por las cosas de nuevo. Hacía planes sobre pasar una quincena en
algún sitio verde y tranquilo del norte. Se peinaba antes de bajar
a desayunar. Escamondaba el jardín. Asistía con ella a las
reuniones de la AMPA. Había vuelto a mirarla a los ojos cuando
hacían el amor.
Y Carmen sabía que no pensaba en nadie
que no fuera ella en ese momento. Había en su mirada como una
sorpresa de tenerla a su lado. Una especie de brindis a la memoria de
todos los años de vida en común. Sin su presencia, la excitación
con que Fernando vivía su aventura probablemente no hubiera tenido
el mismo sentido. Sin el riesgo, se habría sentido sólo la mitad de
fresco. Ahora era ella la que recogía los frutos de esa frescura.
Fuera de temporada, además. Que su marido estuviera siéndole infiel
no parecía un trato tan malo para ninguna de las partes en juego.
¿Es que no tenía dignidad? Bueno, puede que no. Pero hasta sus
amigas habían envidiado lo bien que se llevaban los dos en los
últimos tiempos.
La dignidad y la moralidad supongo que van cogiditas de la mano y son algo muy subjetivo, aunque nos vengan impuestas en su mayor parte por el entorno (amigos, familia, largo etc...) creo que las transformamos o que deberíamos hacerlo, adaptándolas a nuestra vida y forma de ser.
ResponderEliminarYo pienso que, mientras no le haga daño a nadie, entonces está bien.
Un beso, S.
Lástima que en materia del corazón haya pocas cosas inocuas, ¿verdad? Y lástima que la moralidad que uno tunea sea tan difícil de compartir con los demás.
EliminarCien besos, F.
Me ha gustado mucho :) Original, tan bien escrito como siempre y enganchando hasta la última frase. Muy bonito, de verdad. Qué tiempos aquellos, cuando este blog acababa de comenzar... ¡ya estás hecha una bloguera mayor! ;) Un beso enorrrmeee!
ResponderEliminar¡Marina del Amor! Yo me sigo sintiendo pequeña. Pero eso no impide que vaya a pedirle a Pablo tu mano.
EliminarMás de esos para ti.
Peliagudo el asunto, si señora. Tanto ( el asunto depende tanto de los condicionantes), que no sé resumirlo.
ResponderEliminarSe resume en: los caminos del contento son inescrutables, y llevan mucho más lejos que los del orgullo.
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