Eran sin duda mis pies, y ni siquiera en
sueños me podía creer tan osada como para andar descalza por aceras
y asfalto. Iba pisando grasa, hojas más viscosas ya que crujientes,
un folleto del Telepizza. Leía la rutina urbana con la piel. Un poco
intimidada, he de decirlo. Ninguno de los dos hogares que en mi vida
me han incluido ha sido amigo de la huella desnuda. Mi madre
protestaba porque dejaba marcas en el suelo. Jose, por su fe en la
ubicuidad de la infección. Yo, soñando, llevaba impresa en mi mente
la huella infecciosa e indeleble de sus sermones. Sabía que estaba
haciendo algo inconveniente, y precisamente por eso, me derretía de
placer. Había charcos que reflejaban la luz de letreros luminosos y
semáforos, y mis pies se teñían de verde, de rojo, cada vez que
chapoteaba gloriosamente en cada uno de ellos.
Detesto la narración de los sueños, pero
había tal redención en esa viñeta, que no puedo dejar de
recordarla para ver si mi vida consciente es capaz de
contagiarse. Oh, sería tan bueno andar siempre de esa manera, sin
miedo a que la realidad te ensucie, desprevenida de ir dejando
huellas. Sorda por un momento ante lo apropiado.
Tan bueno, chupar la salsa de los platos
en un restaurante, con rendido agradecimiento de fetichista.
Reconciliarme con mi naturaleza
zoológica, y no volver a depilarme.
Comer chocolate hasta que el hígado
dijera basta.
Dejar de separar la basura. Ya bastante
odioso es tener que esconder en la cocina un solo cubo inasequible a
la higiene perfecta.
Levantarme un día curada de la necesidad infantil de ser atendida.
Canturrear de viva voz. En los probadores
de las tiendas, en la oficina, en los pasos de peatones, esperando mi
turno en la frutería, en los vestuarios del gimnasio.
No responder a las provocaciones de
charla de las peluqueras. En general, no verme obligada a mantener
una sola conversación de conveniencia. Compartir una ceremonia del
silencio de ecos japoneses con alguien no demasiado íntimo.
Pero, también, ser flagrantemente
amistosa en los encuentros casuales. No atragantarme nunca con mis
mejores palabras. No desplazar a la imaginación los diálogos que
debiera haber mantenido. Ser un agente activo en la promoción de la
cercanía. Extirpar una parte del tejido maligno de la cautela. Qué
rematadamente bueno sería no tener pudor para decirle a ciertas
personas cuánto me gustan.
Qué bueno, permitir que la libertad
personal se alimentara de vez en cuando con chucherías como estas.
Que bueno, dejar de preocuparme por lo que piensen los demás de mi.
ResponderEliminarQue mi interlocutor supiera con qué intención lo dije, para no temer una mala interpretación
Y más más.
En tus ejemplos estás colocando tu libertad en manos de los demás. La cuestión era lo que cada uno puede llegar a hacer para saberse más suelto de conveniencias.
EliminarUff, ¡qué así me siento yo también!. Qué certeza de que existe otro estado libérrimo... poquito a poco se llegará. Ejercicios como el tuyo, lo invoca y acerca.
ResponderEliminarBesos mil
Siempre me ha encantado esa imagen de una yo misma mucho más conseguida que vive una vida serena en paralelo a la mía. Que me la paso trazando perpendiculares a la suya.
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