sábado, 18 de enero de 2014

Chapotear


Eran sin duda mis pies, y ni siquiera en sueños me podía creer tan osada como para andar descalza por aceras y asfalto. Iba pisando grasa, hojas más viscosas ya que crujientes, un folleto del Telepizza. Leía la rutina urbana con la piel. Un poco intimidada, he de decirlo. Ninguno de los dos hogares que en mi vida me han incluido ha sido amigo de la huella desnuda. Mi madre protestaba porque dejaba marcas en el suelo. Jose, por su fe en la ubicuidad de la infección. Yo, soñando, llevaba impresa en mi mente la huella infecciosa e indeleble de sus sermones. Sabía que estaba haciendo algo inconveniente, y precisamente por eso, me derretía de placer. Había charcos que reflejaban la luz de letreros luminosos y semáforos, y mis pies se teñían de verde, de rojo, cada vez que chapoteaba gloriosamente en cada uno de ellos.

Detesto la narración de los sueños, pero había tal redención en esa viñeta, que no puedo dejar de recordarla para ver si mi vida consciente es capaz de contagiarse. Oh, sería tan bueno andar siempre de esa manera, sin miedo a que la realidad te ensucie, desprevenida de ir dejando huellas. Sorda por un momento ante lo apropiado.

Tan bueno, chupar la salsa de los platos en un restaurante, con rendido agradecimiento de fetichista.

Reconciliarme con mi naturaleza zoológica, y no volver a depilarme.

Comer chocolate hasta que el hígado dijera basta.

Dejar de separar la basura. Ya bastante odioso es tener que esconder en la cocina un solo cubo inasequible a la higiene perfecta.

Levantarme un día curada de la necesidad infantil de ser atendida.

Canturrear de viva voz. En los probadores de las tiendas, en la oficina, en los pasos de peatones, esperando mi turno en la frutería, en los vestuarios del gimnasio.

No responder a las provocaciones de charla de las peluqueras. En general, no verme obligada a mantener una sola conversación de conveniencia. Compartir una ceremonia del silencio de ecos japoneses con alguien no demasiado íntimo.

Pero, también, ser flagrantemente amistosa en los encuentros casuales. No atragantarme nunca con mis mejores palabras. No desplazar a la imaginación los diálogos que debiera haber mantenido. Ser un agente activo en la promoción de la cercanía. Extirpar una parte del tejido maligno de la cautela. Qué rematadamente bueno sería no tener pudor para decirle a ciertas personas cuánto me gustan.

Qué bueno, permitir que la libertad personal se alimentara de vez en cuando con chucherías como estas.

4 comentarios:

  1. Que bueno, dejar de preocuparme por lo que piensen los demás de mi.
    Que mi interlocutor supiera con qué intención lo dije, para no temer una mala interpretación
    Y más más.

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    1. En tus ejemplos estás colocando tu libertad en manos de los demás. La cuestión era lo que cada uno puede llegar a hacer para saberse más suelto de conveniencias.

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  2. Uff, ¡qué así me siento yo también!. Qué certeza de que existe otro estado libérrimo... poquito a poco se llegará. Ejercicios como el tuyo, lo invoca y acerca.
    Besos mil

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    1. Siempre me ha encantado esa imagen de una yo misma mucho más conseguida que vive una vida serena en paralelo a la mía. Que me la paso trazando perpendiculares a la suya.

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