lunes, 30 de septiembre de 2013

Gimnasio grande, ande o no ande

 
En mi gimnasio nuevo se ve el cielo. Están todas esas máquinas por las que desfila la gente como en una cadena de montaje, y está el olor animal, elegantemente camuflado pero olfateable. Están las televisiones sin sonido donde se desarrollan dramas de encuentro y desencuentro, falsos sueños cumplidos y pena de niños que ya no se acuerdan de cuando en casa había merienda. Todo aséptico, todo mudo y recubierto por una música que incita a la sangre a correr por las venas. Están las medias miradas desganadas al prójimo, y el entrechocar de planchas metálicas, y los mugidos de toro, y más que nada, el ensimismamiento de cada uno trabajando por la idea de un cuerpo correcto. Pero en vez de fachadas ciegas hay cristaleras, y uno puede ver volar a los pájaros urbanos mientras pedalea.

No es lo mismo que hacerlo por el campo, claro, rodando, avanzando, gozando de comprobar cómo tu cuerpo es un vehículo capaz de llevarte lejos, subiendo y bajando por los caminos como en un caballito clavado en el tiovivo del paisaje. Pero el cielo es el cielo, aquí en la ciudad como en Groenlandia, y las nubes también pedalean contigo, como miembros disciplinados de una peña. Una mujer sacude una colcha en una terraza lejana. Un día alguien se empecina en tomar el sol junto a la piscina exterior recién clausurada. Al siguiente los jugadores de pádel son barridos de la pista por un chaparrón repentino. Palomas surcan el aire como si se las cronometrara. Los coches desfilan como ñus en migración. Pedaleas, y pese al aire individualista y fabril de la sala, te sientes parte de un ecosistema.

Mi gimnasio nuevo tiene artilugios extraños en la zona de duchas y vestuarios. Hay una cabina de rayos UVA arrumbada en una esquina discreta, una especie de huevo cromado que parece el atrezzo de una película de astronautas de los años setenta. Hay una secadora de bañadores que promete tenerme embelesada como un niño que descubre el mecanismo de un grifo. Y, sin embargo, hay tantas mujeres que se pasean desnudas sin darse importancia, atareadas con sus geles y sus toallas y sus chanclas, que aquello tiene un aire antiguo de fresco pompeyano o de harén. Recuerda a tiempos tal vez nunca ocurridos en los que el cuerpo femenino no era una zona de maniobras estratégicas.

En mi gimnasio nuevo hay comerciales que te llaman cariño y te apuntan su número de teléfono particular en una tarjeta. Si los miras con atención puedes adivinar casi el número de calorías que gastan en el intento de aprenderse tu nombre. Te hacen ofertas que caducarán en pocas horas, para pescarte, y te hablan de proximidad y confianza como si tú no llevaras las leyes del marketing encriptadas en el ADN. A la que a mí me atiende el oficio le asoma con tanto descaro como tirantes de sujetador pseudotransparentes. Pero se descompone cuando estamos a punto de pisar un bicho salido de quién sabe qué boquete de su Olimpo limpísimo, y gime de envidia cuando pegamos la nariz al cristal que nos separa de una clase de danza del vientre, y hace pucheros confesándome lo torpe y descoordinada que es ella para seguir una coreografía. A mí me gana la ternura, y casi quiero pasarle un brazo por los hombros, como si yo fuera su caballero andante y ella, mi damisela. Le digo tan tranquila que la coordinación mejora mucho en un gimnasio, que lo sé por experiencia. Así es cómo descubro a la vez que he ganado en aplomo, y que le estoy pisando su trabajo.

En mi nuevo gimnasio los monitores rellenan una ficha con tus datos, y te preguntan cuáles son tus objetivos con mucha seriedad, dando por sentado que eres una persona estructurada que sabe de sobra de dónde venimos y adónde vamos. Clavan su tercer ojo en el tuyo cuando les respondes que tu objetivo básico es disfrutar, como si estuvieras usando una clave de espías. Como me da la impresión de que ese objetivo no tiene la suficiente enjundia, improviso diciendo que me gustaría ponerme fuerte como una becerrita. El entrecejo del monitor de turno se relaja. Esta sí era una respuesta válida.

En mi nuevo gimnasio hay un buffet libre de actividades que te permiten hacerte una idea de en qué estación de la vida te encuentras. Apenas sin tiempo para secarte el sudor con la camiseta, puedes pasar de darle puñetazos y patadas al aire, como un niño hiperactivo ciego de anfetaminas, a pulir tu postura del cadáver. Yo soy incapaz de completar la hora de bodycombat, no sólo porque se me hayan puesto los brazos rojos como sobrasadas, sino porque no hallo dentro de mí ni una gota de agresividad a la que aferrarme para no sentirme una mema. En cambio, en clase de bodybalance se me olvida echar una sola mirada al reloj de pared, porque en esa urna diáfana encuentro un reflejo de la exploración en la que últimamente me hallo enfrascada. Ya sé que allí podré practicar con mi cuerpo lo que quiero para mi psique. Consciencia. Equilibrio. Fluidez. Ligereza. Y robustez en las piernas para poder sostener la cabeza con gracia.


sábado, 28 de septiembre de 2013

Adonde vamos a parar

 
Sólo se oye el viento, y alguna que otra queja. Muy pocas, en realidad. Ni siquiera queremos abrir la boca para dejarles paso. Él cierra la suya al vacío. Yo me parapeto detrás de un portafolios. Pero el olor y la escoria encuentran vías alternativas para invadirnos. Los ojos secos, la garganta irritada, la piel bastante pesimista. Y mira que me esfuerzo por no trazar proyecciones negativas sobre su estado. Seguro que también en Chernóbil, muy al principio, hubo quien pensó que las margaritas se habían puesto lacias por falta de riego. Salvando las distancias.

Deambulamos de acá para allá, intoxicados. Pero más por la tristeza que por el aire agrio. Un golpeteo como de pasos rompe el monólogo del viento. Es una botella de agua, vacía y milagrosamente intacta, que huye con bastante sensatez del lugar donde hemos decidido hacer un alto. Interrumpe su marcha, da unas cuantas volteretas, y luego se para para no volver a moverse. Bastante agónico, la verdad. Me ha recordado a los cardos rodantes de las películas del Oeste. Cómo no, si en este paisaje se rodaron unas cuantas. Llanura inflexible, montañas traslúcidas al fondo, una importante tacañería de verdes. Sensación de acabamiento, pero quizás es que me estoy dejando llevar por el desagrado.

Y ahí está, lo poco que sobrevivió al incendio, amontonado en fardos bien ceñidos por esos alambres que hemos visto abrasados hace un rato, asomando entre la ceniza como esquirlas de hueso en una urna de incineración. Aquí sí que hay variedad de tonos verdes. Verde-Sprite. Verde-Ajax. Verde-bandejita de porexpan. Y blancos y azules y amarillos y naranjas. Un arcoiris tan alegre como la risa pintada de un payaso. Y ahí estamos todos. Tú, yo, tu prima la ecologista y tus vecinos. Ahí está nuestro aliento plástico. La botella de zumo que elegiste porque en su etiqueta estaba escrita la palabra antioxidante. Cientos de envases de esa mortadela que acapara tus cenas desde que a tu marido lo echaron del trabajo. La cocacola que aplaca a tus niños como a un enfermo renal la diálisis. Tu pasta de dientes; el agua que echas a la mochila cuando quieres olvidarte de la civilización en el bosque; la lejía que gastas casi a hectolitros con el convencimiento de que podrás mantener a raya la infección en un mundo sucio; los blísteres de todas las pastillas que quizás te devuelvan la salud o quizás te terminen de desequilibrar; esas fundas de tampones que no se atascan tanto como las de cartón; tantas cosas híbridas que no sabes a qué contenedor arrojar, y que acaban en el amarillo porque es el más tolerante. 

¿Estará ahí el cepillo de dientes que no encuentro por ningún sitio?
 
Cada vez que te tomas la molestia de tirar un vasito de yogur, y hasta una bola de papel de aluminio a su cubo correspondiente, sientes que estás cumpliendo bien tu papel en la función de salvar el planeta. Y, escúchame, no dejes de hacerlo. Es tu obligación. Gracias a tu gesto, el yogur, el champú y el suavizante se reencarnarán tal vez en un chándal bastante chulo, en una botella de esa leche fresca que te parece más sana que la ultrapasteurizada, en otro cubo con el que reemplazar a aquel en el que sigues tirando tus envases, lleno ya de churretes. Seguiremos así comiendo plástico y en plásticos, nos vestiremos con plástico, follaremos gracias al plástico, nos taparemos con plástico en las noches frías, y nos arreglarán el cuerpo con plástico. Porque el plástico es impermanente e intercambiable como cualquier criatura viva. Nace, crece, se reproduce, muere, y luego, en cambio, resucita. Encadenado para siempre a la rueda del samsara. Versátil, ligero, dúctil, tal y como ahora se pide que sean nuestra psicología y nuestro trabajo. Pesa poco y flota plácidamente en los mares; puede teñirse con colores puros apenas vistos en la naturaleza, y sacia nuestra avidez de cambio.

Sí, bueno, quizás cada uno de nuestros prácticos envases se lo curra como un pequeño camello con nuestra adicción al petróleo. Quizás ya apenas si nos acordamos por su culpa del tacto del papel, del metal o de la madera. Quizás al quemarse exhala un aire primo hermano del Infierno de Dante, y quizás mis pulmones y la grasa de mi cuerpo estén aliñados con su hálito. Pero reconozcámoslo, es uno de los nuestros. Plástico somos, y en plástico nos convertiremos.

jueves, 26 de septiembre de 2013

Anti-instrucciones para blogueros novatos (II)


Pipiolillo, amigo mío, hoy te quiero hablar de un asunto aún más peliagudo que el que te endilgué en el primer fascículo de este coleccionable.

Qué escribir para que el público te lea. Ajajá.

Ya habrás comprobado que la cuestión de cuándo escribir es pan sin sal comparada con la del qué. No te lo tomes a mal, pero permíteme recordarle al público felizmente desprovisto de ínfulas creativas que llevas escribiendo diarios y cuentos secretos desde la adolescencia, y que, por tanto, eres una especie de hemofílico de las palabras: a poco que te rasques la piel del corazón o del recuerdo, ya estás sangrando como un marrano colgado boca abajo. Y resulta que estás acostumbrado a ejercer un libre albedrío que raramente te concedes fuera de las fronteras de tu libreta. Escribes sobre lo que te da la gana, o no, espera, escribes todo eso que se desvive por ser escrito, como si estuvieras infectado por un virus que utilizara tus células para propagarse. Escribes como si tu conciencia fuera un particular código genético que necesitase fervientemente ser descodificado. Lo escribes todo, vamos.

Y ahora que empiezas a exponerte, te das cuentas de que has vivido demasiado tiempo sin reglas. Eres Tarzán en medio de Manhattan. Eres Leonardo DiCaprio en el altar. Hay ojos que te miran y que esperan que sepas comportarte. Hay ciertas normas de etiqueta y convivencia que tendrás que asimilar. Haz memoria ahora conmigo: ¿cuántas veces has leído que debes desarrollar una empatía radical con tus lectores? La Madre de Todas las Instrucciones, ¿verdad?. Debes sentarte, o como yo, arrodillarte, con todos esos ojos amigos pululando alrededor de la pantalla. Debes tener puntualmente en cuenta sus apetencias y sus necesidades. El lector es el pueblo romano. Es una criatura voluble y ávida, y tú tienes que alimentarla. Conquistarla. Domesticarla. Apresarla. Desposarte con ella hasta que el punto final os separe. Tienes que darle a ese lector glotón y exquisito lo que le gusta. Tienes que escribir para él.

¿Y qué esperas que te diga, que eso no es cierto, que sigas escribiendo lo que te salga de los genitales? No, amiguito, no nos engañemos. Si estás publicando tus textos es porque aspiras a que alguien los lea. Si no, no estarías convirtiendo tu bonito y verboso diario en un vertedero de ideas que acabarán recicladas en forma de post. No te arriesgarías a que la gente que te conoce levante dedo índice y ceja y te diga a la cara vaya, vaya, qué guardadito te lo tenías. No abandonarías la blanda comodidad del sigilo, por donde te has estado paseando tan ricamente en pijama. Así que si quieres compartir tus vivencias, y abrir la puerta de la casa de tus lectores, tendrás que echar mano de llaves maestras. Deberás, y en eso estamos de acuerdo criatianos, judíos y mahometanos, respetar los Santos Mandamientos de la Inteligibilidad. No farfullarás. No derraparás. No usarás el idioma como un consolador. No te masturbarás ni vomitarás delante de gente bieneducada. Eso no está bonito, de verdad.

¿Quiere eso decir que has de tratar al que te lee como al cliente que siempre lleva la razón? Yo quiero entender que no. Y quiero también que pruebes a fabricar tus propias reglas, en lugar de confiar ciegamente en las que otros escritores te ofrecen con generosidad. Cuando te dicten que le des al lector exclusivamente lo que él quiere, ándate con cierto cuidado. Si te instan a crear un producto que te haga único y deseable, una marca personal que cotice a la alza, haz un par de respiraciones profundas y pregúntate qué es lo que esperas tú de la escritura. ¿La consideras un menester expresivo o una especie de operación de finanzas? ¿Estás dispuesto entonces a estudiar el mercado de intereses, y a invertir todo tu capital de emoción y tiempo en acciones de tu lector? ¿Serás capaz de sobrellevar la ansiedad de tener que estar siempre encandilando?

Mira, voy a contarte la conclusión a la que hasta ahora he llegado, y luego tú haz lo que se te antoje con ella: el que escribe tiene que ser ante todo digno del material que se trae entre manos. Es ahí adonde debe destinar toda su intención y su vitalidad. Debe dirigir el foco sobre el tema que ha elegido, y dejar momentáneamente en penumbra a un lector hipotético, y por supuesto, a lo que éste pueda reflejar de manera indirecta sobre su ego.

La difícil pregunta del qué es en realidad lo de menos. Da igual si es la escarcha sucia de un callejón de Praga singularmente desprovisto de encanto. O las uñas encarnadas de los pies de tu abuelo. O el tierno patán con el que perdiste la virginidad, por decir algo, porque la puso tan a la vista que no te costó nada volverla a recuperar. No importa de lo que se trate. Si respetas su verdad, terminará por interesarle a alguien. Así que procura gustarles más bien a ellos, a los taciturnos habitantes de una ciudad donde no conoces a nadie; a tu abuelo que no toleraba unos domingos en los que no se podía trabajar; al patán que sabía menos que tú todavía; a la persona sin hacer que fuiste alguna vez. Si cuentas lo tuyo, todo lo que has vivido, esperado o fabulado, de una manera vigorosa, honesta e inteligible; si pones lo mejor de tu humanidad en ello, sin pretender venderle la burra a nadie, al final ese material vivo saltará de ti como una pulga y encontrará a quien habitar. Él solo, con sus propios y arrebatados medios, sabrá cómo y con quién conectar.











martes, 24 de septiembre de 2013

Nunca dos veces

Lo sé nada más levantarme, sólo que aún no sé lo qué es. Una especie de componente inédito en el aire, o una de esas combinaciones del clima que no percibe la piel pero sí las rodillas reumáticas. Lo voy notando a cada rato. Pasa algo incierto, y entonces suena la alarma en una región de mi cerebro que se expresa de una forma más críptica que con palabras.

La noche empieza a deshacerse justo en el tejado de la casa-molino que hay frente a mi ventana, y es como si en un simple papel empapado en líquido se estuviera revelando la primera fotografía que vieron unos ojos humanos.

La mermelada de mango de la tostada sabe como si yo fuera mi abuela y viviera en un tiempo que no pudiera quitarse de encima el olor a tocino y ajo.

La cara que me mira en el espejo está sonriendo, a pesar de las ojeras. Creo que me alienta.

Cada árbol cien veces podado de la calle parece la selva.

Las botas sobre el adoquinado, pom, pom, pom, retumban como las campanas de una iglesia en la que cada feligrés conociera los nombres de los abuelos de todos los demás congregados.

Criaturas a las que todavía no se les puede llamar chicas, pero que ya tampoco son niñas, esperan a otra que se bajará sin una adiós del coche de su padre, para hacer juntas el último tramo del camino a la escuela. Huelen a colacao y magdalenas, a sueño, y a un deseo de ser miradas mucho más viejo que ellas.

Unos novios muy jóvenes se acurrucan en un portal, tan nuevos como Adán y Eva.

Me quito las gafas, y la circunvalación colapsada de coches se ve enteramente como un río de lava.

Y luego, por los pasillos del Edificio, toda esa gente que hace su vida junta sin apenas darse cuenta, contándose chascarrillos y achaques, o cruzándose por los pasillos estrechos, sin saber qué hacer con los ojos hasta el momento justo de saludarse. Gente que a veces te encuentras en otro lugar de la ciudad y en otro contexto, saliendo de una heladería con un cucurucho en la mano, o absortos en la sección de frutos secos del Corte Inglés, y que de pronto te parecen embajadores de un país muy lejano.

La cesta metálica que empieza a rapelar por fuera de uno de los ventanales, cuando voy al cuarto de baño, e inmediatamente, las manos atareadas del limpiacristales. Otra de esas presencias invisibles que colaboran sutilmente con el transcurso de nuestras vidas: éste que nos permite levantar la vista del ordenador y contemplar los árboles de la calle o las nubes como si estuvieran dentro del despacho. La que llega a su casa oliendo a rayos para que en tu lata de atún no encuentres ni un pellejo ni una espina. El que traslada al laboratorio unos tubos con tu sangre un poco asustada. El que conduce la cosechadora del trigo que acabará convirtiéndose en tu barra de pan.

Y no hace falta que el sueño se evapore del todo, ni que la mañana deje de tirar de mí hasta el mediodía como si yo fuera un carrito de supermercado con las ruedas bizcas. No hace falta que pase nada nuevo y estrepitoso para descubrir por fin qué era aquello que llevaba presentiendo: que nuestra vida dura demasiado poco como para que pueda caer en la rutina.

domingo, 22 de septiembre de 2013

Sobre la envidia

Hace unos días, el cuadradito que Blogger ofrece para insertar comentarios se me quedó pequeño, al querer responder a uno en el que Lectoradicta envidiaba mis andanzas en la casa de campo de mi padre. Un poquito más abajo, casualmente, Laura también mencionaba la envidia en su comentario, afirmando que no la había sana. Y yo, que me empeño en trazar esquemas bastos aunque comprensibles de la realidad, como ser atado a una mente que soy, no puedo dejar ya de pensar que la envidia, como el love, está en el aire.

Así que, de acuerdo, hablemos de la envidia.

Para empezar, debo decir que siento cierta debilidad por algunos rasgos de carácter habitualmente considerados como reprochables. La envidia misma, la soberbia, la autocompasión o la exhibición del propio desamparo. No quiero decir en absoluto que los lleve a gala, con ánimo de cultivar una imagen estudiada de inconformismo. A mí los malditos, las mujeres fatales, los lobos solitarios y demás aspirantes a diablo me aburren todavía más que la carrera musical de José Luís Perales. Pero, no sé, su carga de censura me resulta hasta simpática. Son como las malas hierbas del corazón: en gran cantidad pueden invadir una cosecha y arruinarla, pero vistas de una en una, no son más que seres de tallo endeble y una nefasta reputación no tan justificada. Para combatirlas, los agricultores gastan toneladas de hebicidas que condenan al campo a una extrema homogeneización, de modo que sólo en los bordes a los que no llega la química puede sobrevivir un resto de diversidad y hasta de hermosura. También las personas gastamos una cantidad ingente de energía psíquica reprimiendo nuestras taras, cuando lo cierto es que si las deshojáramos de la envoltura de negatividad que han ido acumulando tras su paso por refranes, catequesis y aulas, tal vez podríamos usarlas en nuestro beneficio, o al menos aprender a tolerarlas.

¿Son bonitas o no? La foto tiene dueño, y no soy yo.


Por eso creo en la posibilidad de una envidia sana. Claro que también tiene el poder de convertir tu mente en un estercolero, o peor aún, en un terreno yermo. Pero cuando no va ligada a la mala sangre, ni tan siquiera a ese condicional admirativo tan peligroso, a todos los cómo me gustaría ser como X dichos entre suspiros, que nos ponen a hacer equilibrios sobre el filo de la resignación, la envidia puede llegar a ser una buena herramienta de auto-conciencia e impulso.

Cada envidia informa de un deseo que hasta que no se ha topado con un modelo externo, no había tenido oportunidad de materializarse. Y cada uno de estos deseos brota de un aspecto de lapersonalidad que quizás necesita espacio y expresión. Sabiendo una perogrullada semejante, uno no tiene más que sentir curiosidad por lo que envidia, y por la frecuencia específica con la que se pone a vibrar. ¿Por qué me ha asaltado esa especie de nostalgia ávida cuando X me ha dicho que se va de viaje a Nicaragua? ¿ Por qué tú envidias la placidez con la que una de mis zapatillas se balancea en mi pie mientra leo en el porche de una casa de campo? ¿Por qué yo envidio los logros sociales de otros blogs?

Se trata de explorar qué parte de ti está envidiando en ese momento, y si el deseo expresado tiene enjundia o sólo es un vahído de romanticismo que no tiene nada que ver con lo que para ti es importante. ¿Es sincera la envidia que me asalta al visitar alguna aldea idílica perdida entre montañas, o al leer relatos sobre vueltas al mundo? ¿O son arrebatos volátiles de fantasía? ¿Envidias con ahínco bastante como para pararte a pensar en ello? Si es así, bravo. Ahí tienes un buen pedazo de arcilla para modelar. Ahora te toca echarle un vistazo a tus limitaciones y a tus habilidades, a tu haber y a tu debe. ¿En serio que no puedes disponer de esa casa con huerto donde coger moras como una Heidi trotoncilla? ¿Tampoco de alternativas razonables que de alguna manera satisfagan la parte de ti que siente esa envidia? ¿No hay huertos urbanos en la ciudad donde vives, ni espacios libres de cemento; no puedes llevarte un termo de café y un croasán calentito a la playa y disfrutar cuando quieras de un desayuno con vistas? ¿Hay algo que me impida pedir un mes de excedencia y buscarme un vuelo al Tíbet, si me da por ahí, o escribir una novela? Bueno, sí, tal vez la falta de imaginación y de talento, pero si mi envidia generara suficiente bilis, tal vez sabría encontrar alguna manera de compensarlo.

Así que cómo no va a poder ser sana la envidia, si tiene músculo como para ponerte en marcha, ágil o lenta, directa o zigzagueante, hacia alguna meta que empieces a plantearte con seriedad. Al fin y al cabo, y por acabar con un tonillo rijoso de autoayuda, envidia y esperanza se pintan del mismo color. 
 

viernes, 20 de septiembre de 2013

Empapela, que algo queda


Pongo el paquete sobre el pliego y le tomo medidas con la mirada. Es un papel con un fondo alegre de color naranja, donde se pavonean unas ratonas muy arregladitas, con sus vestidos de peto floreados. También yo estoy alegre, el ordenador ronroneando canciones, los dos balcones de mi casa abiertos a la brisa buena del fin del verano. Corto el trozo que necesito exactamente, con un ris continuo de tijeras que me embelesa desde que era pequeña y acompañaba a mi madre a comprar tela a Tejidos El Kilo de Málaga. La cosa marcha. Otras veces he cortado papel como para envolver el Taj Mahal entero, o bien me ha quedado un trozo de dimensiones tan tacañas como las de una cartilla de racionamiento. Ahora hago acopio de unas cuantas tiras de celo, y las prendo en el borde de la mesa. Bien. La fase de los preparativos ha sido completada con éxito. Así que tomo aire y lo expulso con decisión. Comienza la prueba reina del decatlón de los manazas.

La primera parte no tiene mucho misterio. Basta con montar los extremos del papel sobre el paquete y encasquetarles un trozo de celo. Que es un material que carga siempre el diablo, pero que hoy está dispuesto a colaborar, parece. Alehop, paquete arropado. Ahora viene lo arduo: el plegado de los laterales. Analizo el conjunto con el entrecejo fruncido como Napoleón. ¿Había que doblar hacia fuera, o hacia adentro? ¿A ras del paquete o formando solapas? ¿Cuánto tiempo llevo sin hacer esto? Observo, hago flores en el aire con los dedos, espero. Y luego arremeto. De manera un tanto temeraria.

Esto, no contaba con que las cosas cobraran vida. Escucho al papel gruñir, ggrrg, ffrff, cuando yo más bien esperaba arrancarle un preciso zis, zas, zis. Parece que se obstina en conservar su bidimensionalidad. Y como no lo consigue, opta por engurruñirse, como si quisiera que mi paquete tuviera nudillos con artrosis en lugar de esquinas. El celo se suma de manera oportunista a la rebelión. Ataca como más le gusta: enrollándose sobre sí mismo con artes de planta carnívora, pegándose a mis dedos de manera parasitaria. Que lo sepa todo el mundo: a mí un rollo de celo me da la misma cosica que a una polilla la tela de una araña.

La radio de Spotify lleva un rato encadenando canciones con un vapuleo de guitarras que desquiciaría al mismo Buda, y mi alegría ha declinado al compás de la tarde. Conozco este estado de ánimo. Es un abigarrado cóctel de bochorno y empecinamiento y frustración. Pero seguimos batiéndonos en duelo, celo y papel y yo. Me doy cuenta de que al vestidito de las ratonas empieza a hacerle falta un planchado. Despues de mucho plegar y desplegar, consigo imponer sobre las cosas un aceptable dominio de Homo sapiens. Contemplo mi lamentable y asimétrica obra. Ni un ápice de limpieza ni rigurosidad. Mi paquete tiene la piel descolgada de una abuela centenaria. Menos mal que sólo tenía que envolver un simple paralelepípedo.

Estos son los hechos. Y este su corolario: la abajo firmante tiene pezuñas en lugar de manos. Pues mira tú qué interesante, podría replicárseme, con toda la razón. Maldita la falta que le hace al atareado lector desperdiciar su precioso tiempo con una anécdota tan irrisoria como la de envolver malamente un regalo. De verdad que la mayor ilusión de mi vida no es llegar a concursar en Gran Hermano. En absoluto pienso que cada uno de mis actos sea interesante.

Pero sí creo que a veces es mucho más sencillo llegar a entender la naturaleza de las cosas y las personas a través de su textura característica. Mi manera de encarar la muerte, de dosificar la intimidad, de agarrar al miedo por los cuernos o de esconderlo debajo de la cama, de hacer equilibrios entre la aceptación y la esperanza, de dar, todo eso forma la estructura básica de mi vida. Lee por encima lo que escribo sobre ello, y adquirirás un conocimiento cabal y discreto del tipo genérico de ser humano que soy. Es mi pliego de condiciones, el conjunto de pilares y paredes de carga que sostienen el edificio de mi personalidad. Pero no bastan para explicarme, como no basta un esqueleto para adivinar la gracia con la que podía desenvolverse en vida su dueño.

Es el comportamiento ínfimo, creo, las respuestas que vamos dando a las preguntas más prosaicas, lo que ofrece una visión más ajustada de nuestro verdadero aspecto. El aplomo con que uno agarra ese instrumento perverso que es el compás. La manera de colocar los brazos mientra se espera en un paso de cebra. La reacción pacífica o fatalista a un bote de miel que se derrama como magma por el suelo de la cocina recién fregada. Cómo se las apaña uno para abrir la tapa de un frasco de cristal que parece haber sido sellada con plomo fundido.

O, en este caso, cómo me enfrento a una torpeza casi más vieja que yo. Mi micromomento empapelador revela mucho de lo que soy, igual que unos centímetros cúbicos de sangre informan sobre el estado general de la salud. Habla, por ejemplo de una vocación insatisfecha de esmero. Y de la velocidad fullera con la que a veces hago las cosas. Recuerda tardes enteras gastadas sin éxito en el intento de cerrar círculos perfectos o de recortar figuras por su mismo filo riguroso. Permite olfatear un nota de autocompasión ante mi propia incapacidad, o adivinar la persona solvente y pulcra que me gustaría ser y no soy. Apunta que a lo mejor soy capaz de manejar cada mínima traba personal como un desafío, y que mejor o peor, siempre termino haciendo lo que me propongo. Y entre líneas, sugiere también que prefiero las obras mal hechas antes que las abandonadas por vergüenza, o las no empezadas por perfeccionismo o indecisión.







miércoles, 18 de septiembre de 2013

Últimas veces

 
Cuatro de la tarde. La autovía, tal vez por nostalgia de agosto, reverbera, aunque no hace ni chispa de calor. El cielo está tan blanco como cuando en Estepona sopla sin ganas el Levante, y se genera una luz que no admite distinciones secas. Las siluetas se difuminan, el verde y el azul pierden garra, las formas casi se convierten en manchas. A tu mente disoluta le entran ganas de mecerse en una hamaca, y por eso se entrega a la evocación, a la indolencia y a todo tipo de fantasías no demasiado claras. Por allí el Levante es humedo: echa a perder las obras de peluquería, vuelve pegajosa la piel, y ablanda un poco el alma.

Así que tal vez es por efecto de este cielo blanco de la hora de la siesta, primo no tan lejano de aquél, o por el tembleque marino del asfalto. O a lo mejor es que simplemente me he quitado las gafas de topo para ponerme las de sol, y por un instante me he vuelto capaz de ver cualquier cosa que se me antoje. Vete tú a saber. El caso es que de pronto, y mientras mis ojos recuperan cordura y cristales, me falta poco para afirmar que hoy hace un precioso día de playa*.

Y no es por nostalgia, creo, ni por melancolía, porque yo cada vez estoy menos entrenada para esas disciplinas. Pero no puedo evitar acordarme de que este lunes pasé con mi coche a pocos metros de la orilla donde suelo plantar la tumbona, con el maletero cargado de comida suficiente como para sobrevivir con elegancia unas dos semanas, y la cabeza llena de tareas post-vacacionales. Giré la cabeza automáticamente para comprobar el color de la bandera - semáforo. No hacáa falta: no soplaba viento, y el mar estaba más plano aún que esta autovía. El trapo verde se abrazaba a su mástil, lacio como ya sabéis qué. Uno de esos días en los que no se puede concebir placer más glorioso que el de hacer el muerto durante unos minutos laaargos. Devolví la cabeza a su sitio, e intuí con el rabillo del ojo a todos los desconocidos habituales que durante diez días de septiembre han formado parte de mi cofradía de bañistas. Y seguí mi camino tan pancha, sin darme cuenta en absoluto de que el domingo había sido mi último día de playa del año. O lo que es lo mismo, el último día de auténtico verano. Que empiece a sonar ya el Duo Dinámico.

Y, claro, quién puede resistirse a establecer cierto tipo de paralelismos. Quién no se acuerda de todos los momentos que, sin que uno lo supiera, o sin querer saberlo, fueron la última vez de algo. La última vez que saliste de aquella casa; la última frase que se dijo aquella última vez que viste a alguien. Luego la conciencia tiene que darse atracones para recuperar el tiempo perdido, como un mal estudiante. Elucubra, pega los trozos rescatados por la memoria con unas gotas de invención, se ancla a unos pocos detalles que entonces pasó por alto y que, con el tiempo, se han convertido en fetiches. El trozo de tarta de chocolate que compartiste en una última merienda. El cartel que anunciaba un concierto de Franz Ferdinad, tres de sus esquinas al viento, pegado en una de las últimas fachadas que viste al marcharte de la ciudad donde vivía alguien. La camiseta de un rosa descolorido que llevaba mientras decía cuídate con indolencia. Tu forma de rastrillarte el flequillo con los dedos de la mano.

Casas que abandonaste. Ciudades a las que nunca volviste. Rostros que ya son ceniza. Besos que también. Amistades que languidecieron hasta la extenuación porque los años son gregarios, y donde tenías dos, de repente te encuentras veinte. Y a otra escala, la última vez que enjuagaste el salitre del biquini.

Pero al fin y al cabo, en Granada los vientos no tienen nombres propios, y en realidad no hay manera de confundir el mar con el asfalto, y después de un verano siempre llega otro verano. Y quién sabe cuántos momentos de ahora no estarán siendo, sin que aún nos demos cuenta, la primera vez de algo.


*Nota para los improbables visitantes humanos de este blog criados en Indonesia o Ucrania: Granada es una ciudad interior que no tiene playa. Vaya.

lunes, 16 de septiembre de 2013

Tangible, todavía


Hice referencia en el post anterior al mundo de las cosas tangibles, y de manera tal vez demasiado tajante lo divorcié del territorio que la escritura ocupa en mi vida. Ahora esa división me recuerda al tipo de pensamientos deterministas que uno formula cuando tiene las ideas menos asentadas de lo que quiere exhibir. Estoy de nuevo en Granada, y la pantalla de mi portátil por fin cargado se recorta contra un fondo de cipreses, de nubes con forma de sierra o sierras con aspecto de nube, de los pétalos multicolores de mi colcha de verano. Tecleo en una postura que un día de estos tendré que patentar para que no me la robe ningún monitor de yoga iluminado. Contra-culocarpet-asana: codos clavados en la cama y rodillas a punto de enraizar en la espuma claramente insuficiente de un cojín. Me duelen el cuello y los párpados adictos a la siesta y las ganas de tirarme en la cama para calibrar, con precisión de entomólogo, si esta brisa que entra por el balcón suma más o menos años de vida que la de la última punta de la Costa del Sol. Un melón espera en la cocina a que lo convierta en sopa fría, como un preso que se va haciendo viejo en el corredor de la muerte. Quiero escribir, pero hoy no tengo una confianza sobrenatural en que mi cerebro destile algo digno. Pocas cosas son más tangibles para mí.

Y tangible como los volcanes que una horda de desalmados mosquitos me ha sembrado en la piel es la sensación recurrente de que el material de la vida adelgaza demasiado rápido. Mis vacaciones ya son historia, apenas cinco horas después de salir de la casa de mi padre. Y todo lo que era concreto, jugoso e inmediato, todo lo que secuestraba mi atención, todo lo que estaba en su sitio, empieza a marchitarse. Todos esos detalles que dan verosimilitud a la peripecia de un personaje, y que los malos novelistas, digo, los malos escritores, se olvidan siempre de consignar. Ya sé que no es muy sensato lamentarse por instantes que inevitablemente se van sustituyendo unos a otros y difuminando, ni mucho menos apegarse a ellos tanto como para querer embalsamarlos. Pero si resolviéramos definitivamente esa cuestión, la escritura dejaría de tener sentido. Así que aquí están, algunas de las cosas tangibles que hasta hace poco, muy, muy poco, eran lo bastante robustas como para desbaratar cualquier vocación.

La playa, claro. El agua perturbando la vista igual que un holograma. Los raíles oleosos que va dejando un barquito pesquero que siempre me hace de anfitrión. Hundirme hasta los tobillos en un tramo de orilla no demasiado firme. Echarme el sombrero de paja en la cara e imaginar que contemplo el cielo a través del techo de una barraca en el oasis. Las parejas, oh, sí, todo ese catálogo de parejas. El moreno y la morena despampanantes, frutos soberbios del verano, pidiéndose casi permiso con los ojos para acariciarse los antebrazos, presos todavía de la timidez que sigue al primer revolcón salvaje. O Gertrude y Rufus, pongamos, dos guiris septuagenarios que, día tras día, y después de discutir acaloradamente sobre el ángulo de colocación de la sombrilla, acaban siempre jugando a las cartas, tan civilizados. El hambre de las doce y cuarto de la mañana, exactamente. Apartar el libro, cerrar los ojos, estudiar el sonido del mar como si al día siguiente un tribunal fuera a examinarme.

El huerto. Mi padre engarza un número poco acostumbrando de frases cuando me habla de la preparación que necesitan las uvas para convertirse en pasas. Coge un racimo, lo voltea como a un diamante en bruto, va cortando con sus tijeras uvas pasadas y rabitos, y a mí me recuerda a un relojero. Yo le pregunto, él me responde, una y otra vez, como si fuera la cosa más simple del mundo, cuándo sacaremos los boniatos, cómo se sabe si los aguacates se han acabado de hacer en el árbol, cómo se llama ese bicho. Luego bajamos adonde están las moras, y me enseña que hay que coger sólo las que se vienen a la mano, porque esas son las maduras; si tienes que tirar de ellas, es que les falta un punto, aunque parezcan misses de la fruta. A mí esa me parece una manera impecable de desenvolverse en el mundo. Mientras, nos pican los mosquitos, y él me dice vámonos, hija, que aquí no se puede bajar con esas piernas tan apetitosas, y por un momento ese hija me vuelve gelatina.

El porche. Vito, el gato erudito, me despierta de un sopor momentáneo, oliéndome la punta del dedo gordo del pie. La perra Bola resopla como un existencialista francés. Ando descalza sobre las losas de barro. Dedico media hora a odiar profundamente a los modelos de las fotos que ilustran un pequeño manual de yoga que compré hace, yo qué sé, siete años. Comparo su postura del perro que mira hacia abajo con una figura de mí misma que sólo puedo denominar cactus borracho. Sobre todo leemos juntos, hamaca junto a hamaca, como en la cubierta de un viejo trasatlántico, tan callados, tan modestos, incluidos los tres en una especie de bóveda literaria, formando parte de un mismo átomo cuántico de palabras. Quién sabe si el tono de su historia de aventuras no estará impregnando mi ensayo sobre la atención plena. Y entonces vuelvo a apartar el libro, y casi se me corta la respiración, porque el atardecer está haciendo de las suyas, y hay una luz como de incendio en el subsuelo, y la palmera que está a dos pasos parece una estatua de bronce, y todo lo que tiene forma en el mundo está plenamente justificado y hasta redimido de su precariedad. Todo es elocuente y tangible. Todo permanece para siempre antes de fugarse.

sábado, 14 de septiembre de 2013

Anti-instrucciones para blogueros novatos (I)

 
Tienes algo dentro. Demasiado, quizás, y demasiado estancado. Tienes un corazón parecido a uno de esos armarios llenos de bolsos viejos y apuntes a los que nunca terminas de meter en vereda. A lo mejor escribes un diario desde que tenías catorce años. A veces relees esa libreta a la que sólo tú tienes acceso y te parece como si unos duendecillos la rellenasen por ti durante la noche, como en los cuentos. Hay ahí una voz que a duras penas reconoces, si la comparas con la que te oyes pronunciar cuando desayunas junto a tu marido o tu novia; cuando el lunes comentas las vicisitudes de tu fin de semana con los compañeros de trabajo; cuando intentas hacerle comprender a una tutora que en casa tu retoño sí que ordena sus trastos cada vez que se lo solicitas con buenas palabras. Te pasas el día explotando la dimensión instrumental del lenguaje. Y mientras, las vivencias se acumulan en tu interior como el lodo en el fondo de un embalse. Desordenadas, inexpresadas. Cargadas todavía de energía emocional, igual que bombas oxidadas de una guerra sucedida hace ochenta años. Tratas de usar tu libretita como un plano para saber dónde encontrarlas. Y a veces das con una de esas vivencias enterradas en tu mente o en tu carne, o tu día te trae otra especialmente memorable, un encuentro de sólo dos frases que viviste como el meollo de una novela, o la manera en que la luz de la tarde reventaba sobre el retrovisor de tu coche, y te das cuenta de que el embalse se ha colmado definitivamente, y de que necesitas cantar, gritar, proclamar todo el dolor y la belleza del mundo, y de que a tu lado no hay nadie.

Entonces es cuando decides empezar a escribir un blog. Por qué no. Lees dos o tres habitualmente; participas incluso con algún que otro comentario que siempre es bienvenido, cosa que te hace sentir un calorcillo de fraternidad en tu corazón solitario como el de todo humano. Observas como un voyeur ese tipo de interacción entre gente que se comprende, y se completa y se hace coros y se retroalimenta. Eso es lo que tú quieres. Eso, y abrir la espita de la pasión. Pero ¿por dónde empezar? ¿Cómo aprender a manejar a potenciales lectores como si fueran tu rebaño? ¿Has intentado alguna vez meter en un corral a un puñado de gallinas insurrectas? ¿Y qué se puede decir, o qué no, hasta dónde puedes llegar? ¿Cuál es el entrenamiento más adecuado para no empezar muy fuerte y abandonar demasiado rápido, mortificado por las agujetas? ¿Qué puedes hacer para que todo lo que escribas no te huela a mierda?

Las respuestas a estas y otras preguntas las buscas en los mismos blogs que admiras, en manuales de escritura creativa, en los casi lujuriosos discursos que algunos de tus escritores favoritos componen sobre su oficio, en la barrita del Google. Así es como vas cosechando instrucciones. Un montón de normas y consejos y recomendaciones que apuntas en otra flamante libreta comprada al efecto, y que incorporas a tu sangre como una transfusión. Pues bien, yo no voy a sumar ni una instrucción más a tu lista. En cambio, me propongo para sopesar contigo algunas de las que has aprendido ya a dar por sentadas. Esta que viene te sonará. Tanto como el Amarás a Dios sobre todas las cosas.

Verás, te dirán que escribas todos los días. Es un buen consejo, desde luego. Un pilar maestro sobre el que edificar el lazo inquebrantable entre tu experiencia y la palabra. Te dirán que no se llega a correr una maratón sin gastar suelas a diario. Que el camino se hace andando y que la virtud requiere práctica, práctica y más práctica. Este precepto se grabará a fuego en tu mente. Y yo, por experiencia, sólo te digo: ten cuidado. Si te lo tomas al pie de la letra, corres el peligro de darte de bruces con una necesidad impuesta, con la vocación salvaje de alguien con el que tal vez no tengas mucho en común. Como si se tratase de cualquier otro mandamiento religioso, quebrantarlo te parecerá un pecado. Hará que te sientas un fraude, si un día no encuentras material digno, o aliento suficiente, o si la vida cruda llama insistentemente a tu puerta. Sentirás que estás abortando. Que eres un diletante o un blando. Que no eres nada serio. Que, por más que lo desees, nunca vas a convertirte en escritor.

Así que, antes de confiar ciegamente en un credo ajeno, procura encontrar el ritmo que mejor se adecua a tu naturaleza. Eso sí, siempre que tu intención de escribir no se convierta en algo errático. Es sano y útil convertir la escritura en un hábito tan regular como el de la ducha, pero mira lo que te digo, tu olor personal no va a tirar a nadie de espaldas si no te duchas a diario. A mí, por ejemplo, me viene bien un día sí, un día no. Me da espacio para seguir viviendo en el mundo de las cosas tangibles, pero no supone una ruptura en mi compromiso. Otras veces encadeno dos o tres o más días de ejercicio, seguido de otro de descanso. Más que descanso, es una manera de salir a respirar en superficie, como las ballenas. Procuro no pasar más de un día sin escribir, no porque tema que vaya a anquilosarme o porque la conveniencia del oficio así lo demande, sino porque soy demasiado glotona como para privarme de un alimento tan rico como el de ordenar las emociones propias en frases. Mantengo con la escritura una amistad íntima, más que una férrea y monolítica relación matrimonial.

Y dime tú si no tienes alguno de esos amigos a los que no precisas ver o hablar todos los días para que entre vosotros fluya la simpatía o el humor o la comunicación.

jueves, 12 de septiembre de 2013

Y venga a andar

 
Sigo andando. Tomando la medida con las piernas a ríos y montañas. Como una bulímica del movimiento: no puedo parar. Sólo que después del atracón nunca me arrepiento. Admito estar poniéndome pesada, y ya es la segunda vez que lo hago en lo que va de semana. Pero esto es lo que hay, y esto es lo que soy, y al menos a mí me vale. Me seduce la idea de identificarme por completo con una actividad. Porque es cierto que todavía me cuesta decirme escritora sin escuchar en mi cabeza una voz que me tacha de farsante.

En cambio soy perfectamente capaz de abordar el propósito de llegar a convertirme en una persona que camina como un virtuoso. Voy subiendo un repecho, o bajando una pendiente tan empinada como una escalera de mano, y apenas si quedan huecos entre yo y el paisaje que puedan ser invadidos por otro tipo de intención. Estoy donde estoy, y poco más. Vale, es posible que haya momentos breves durante la marcha en los que mi firme intención de habitar el presente se disipe. Entonces me lanzo al vacío de proyectos vagos, me distraigo, emprendo viajes astrales hacia otras hipótesis de lo que podría ser mi vida. Se me doblan las rodillas de deseo: por unos instantes deseo estar aquí, allí o allá. En otro instante preocupantemente largo mi imaginación se entrega a ciertos abrazos. Debe de ser que reboso energía física. Pero en general, voy avanzando, y a veces me asalta la impresión de formar parte de una de esas fotografías en las que la modelo es pintada y vestida de manera que no se distinga del fondo. Mis pisadas suenan sobre la hojarasca, no tan silenciosas como quisiera, pero al menos completamente verificables. Es más de lo que se puede decir de la mayoría de avances.

Recorro algunas de las veredas más bellas de Andalucía, y compruebo que las articulaciones y los músculos también guardan memoria. Todavía se acuerdan con nitidez de los pasos que en el último mes han dado por aquí, o a lo ancho de Ordesa, o por las montañas de Loja. Tan distintas unas de otras. En estas alturas suaves donde puedo decir sin empacho que comenzó mi maduración, los caminos son amarillos como en Oz, y no es raro acabar el día con la cara encendida. Como si el poco sol que consigue atravesar la cúpula imperial del ramaje se concentrase en el suelo y una lo fuera pisando como a un avispero. Por aquí y por allá se ven bloques dispersos de arenisca, fantasmagóricos entre los árboles, tapizados como ellos de musgo. Parecen inanimados sólo por una reciente casualidad, restos de alguna ciudad engullida por el verde, gigantes que parecen dormir, pero quién sabe.

Ordesa... Me acuerdo de una tarde en Torla, al final de una jornada de borrachera caminante. Llevábamos en el cuerpo no sé qué salvajada de kilómetros, y antes siquiera de llegar al hotel para desprendernos de la capa de mugre, cosa que necesitaba tanto como un refugiado, nos sentamos en la terraza de un bar. Era un premio beber por fin algo que no fuera transparente ni insípido, derrumbarme en una silla antes de seguir trajinando con la bolsa de aseo y la ropa sucia. Desde nuestra mesa más o menos asentada sobre el césped había vistas de las montañas que acabábamos de surcar. Y me costó encontrar un correlato entre los pies que se movían como dedos de pianista dentro de mis botas, y aquellas moles casi incorpóreas. Las contemplaba anonadada, y sólo por conveniencia mi mente las creía de piedra. Tan regias, tan imposibles. Puse los pies en la silla opuesta y me figuré que habían estado pisando algún escondido reino psíquico.

Si esto es una montaña. No es Torla, sino Bielsa, pero es una mentirijilla similar.


La Sierra Gorda de Loja es prácticamente lo contrario. De mis bosques, de aquellas montañas del alma. Es pura y agresiva materialidad, una especie de escombrera de cráneos, un pedregal sin sombra donde cuesta plantar un pie sin riesgo de esguince. Hay que ir haciendo operaciones trigonométricas continuas para encadenar paso tras paso. Y fue aquí, hace unos diez días, cuando me di cuenta de cuánto ha cambiado mi manera de andar, y todavía más, de desenvolverme por la vida. Porque yo antes andaba como si se me fuera a caer, ups, el chocho al suelo. Tanto en el monte como en la calle. Daba pasos cortos y tartamudos, pegando muslo contra muslo para no revelar ni perder por el camino algo demasiado íntimo. Vacilaba un poco antes de alcanzar la siguiente posición. Me asustaba caerme y por tanto me caía.

Ahora he trasladado el mando de operaciones de la mente a mis pies, y gracias a eso voy avanzando. Ellos solos saben dónde ponerse, qué orientación tomar, cómo pedir impulso a la pierna entera, cómo leer cada obstáculo. Pongo un pie aquí, y el siguiente un poco más adelante, sin que lleguen a juntarse. Progreso, caiga de mí lo que caiga al suelo. Practico la resistencia y la liviandad. Así que en días como hoy siento que son estas trochas apenas visibles entre la hojarasca de los alcornocales, y las escaleras hacia el cielo del norte, y aquellos eriales lunares de piedra los que me están tallando. Cómo no escribir sobre ello.

martes, 10 de septiembre de 2013

Retener lo verde

 
Me tumbo cuando un melocotón tamaño globo terráqueo está medio asentado ya en mi interior. La piedra tiene el color y la forma de una mesa de quirófano, y yo acomodo en ella la espalda de manera que no quede hueco entre su plano y mis curvas. Miro hacia la copa, de manera inevitable. He reproducido tantas veces este ritual de cortejo que me da apuro volver a transcribirlo, y entendería si alguien se saltase estos párrafos en busca de algo nuevo o medianamente excitante. Es verdad que podría lanzar el anzuelo y pescar cualquier detalle que me permitiera montar una viñeta o, con suerte y sudor, hasta alguna narración. Pero tengo la cara caliente del camino, los pies descalzos palpitando contra el suelo, arañazos en las piernas y la sufrida mano derecha hinchada por el aguijonazo de un bicho que no he llegado a identificar. Mi química vital y mi materia están ancladas en lo silvestre. Todo mi ser resuena todavía al son del verde, y la frase que no huela a tronco, liquen, arroyo o arenisca parecerá una pequeña traición.

Así que levanto hacia la copa unos ojos que son puros corazones, como en ese muñequito del whatsapp. Miro. Sigo mirando. Miro. No sé cómo, pero de repente parece que mi campo de visión se estrecha. Miro, a duras penas. Pugno por mirar. Y ya no hay manera de seguir mirando. No me he dormido, pero tampoco soy yo, con mi paisaje mental abigarrado y mi carnet de identidad. Ya no hay más que rumor, piedra suave, y el olor afrutado de la hojarasca. Si no fuera porque tampoco me encuentro a mí por ninguna parte, buscaría algún rastro de conciencia. Y si algún experto en hipnosis preguntara mi nombre, yo respondería que árbol. Debo de haber experimentado una regresión hasta el tiempo en que estaba viva sin lenguaje, cuando era tan pequeña que no había aprendido todavía a diferenciar entre tú y yo. Queda sólo la persistencia del placer o de la molestia. Siento una brasa minúscula en la corva izquierda, donde hace un rato me atrapó una zarza. Aquí se está bien. Aquí se está tan bien.

Entonces suenan unos graznidos. Salgo de mi ensueño. Así es cómo se crece, diciendo yo a partir de la desconfianza. Pero deben de ser sólo unos buitres, peleándose por un puesto en alguno de sus balcones privilegiados. Los vimos hace ya un par de horas, cuando no había empezado todavía la ascensión, revoloteando contra un cielo que parecía caer tan lejos como Marte. Ahora nuestra nariz está casi a la altura de su colonia. Los cielos a veces no son tan inabordables. Mi espalda deshace su matrimonio con la piedra. Se me ha quedado fría. Una hormiga me explora la clavícula, sigue la pasarela del esternón, se descuelga intrépida hasta la región del ombligo. La dejo hacer, porque el bosque me vuelve realmente amable. Y por fin recupero el control de mis ojos. Vuelven a adoptar su forma de corazón.

Dónde están las caritas amarillas cuando se las necesita.


En ese momento en que mi mente maneja de nuevo conceptos, se me ocurre si sería posible llegar a enunciar la fórmula de un bosque. a+b elevado a la potencia de 2x+z igual a serenidad. No porque yo crea que tenga el más mínimo sentido resumir con un modelo matemático una realidad tan compleja y participada por lo subjetivo, sino porque me gustaría encontrar una manera obvia de expresar y poder compartir contigo esta belleza, esta capacidad para arrebatar la propia personalidad. Es uno de mis proyectos más viejos: decir el bosque, explicar su sociedad y su funcionamiento, hacer una fotografía nítida de su sutilidad. Siempre que ando por él me muerdo la cara interna de los carrillos preguntándome ah, cómo podría yo comprender y hacer comprender esto, cómo dedicar mi tiempo a esta otra forma de cultura, cómo volcarlo en un hermoso libro que a lo mejor hasta podría publicar; en definitiva, cómo atraparlo y llevármelo conmigo. Pero es inasable. O acaso es que yo estoy siempre de paso.
 
Ahora, sentada en mi viejo escritorio preñado de cachivaches escolares, escribiendo en mi viejo ordenador, porque se me olvidó echar el cargador del portátil al equipaje, rodeada de parte de mi arqueología personal, el bosque se me va escapando. Su coro de voces, su arquitectura precisa, la forma en la que luz y sombra se alternan como en una celosía fluida. Se me van del aliento y del cuerpo. Ojalá que algo de su aroma pudiera llegar a impregnar esto.


domingo, 8 de septiembre de 2013

Un sacrificio


Tendrías que haberla visto mientras se bajaba los tirantes. Qué aparición. Llevaba un vestido tan liviano que parecía su propio aliento hecho tela, o la banda sonora perfecta. Ella tenía que saber que caería completamente, sin aturullarse en las caderas, dejándola desnuda de manera irrevocable. Creo que era de seda, y creo que las mujeres rastrean a veces las tiendas en busca de tejidos con esa caída al mismo tiempo pura y lasciva, pensando más en el momento de desvestirse que en la imagen que ofrecerán vestidas. Sólo la he visto una vez hacerlo, pero algo me dice que en eso ella es una experta. Casi no necesitó tocar el tirante para que se deslizara hombro abajo. Como si se acariciara, y no para consolarse de un golpe, ya sabes. Me miraba al mismo tiempo, con los ojos bajos y al bies, como queriendo comprobar el efecto, y tal vez con cualquier otra no habría podido evitar reírme por dentro. Pero ella es ella, y tiene una barbaridad de pestañas, una muralla, una selva de pestañas, y tiene unas tetas que bailaban debajo de ese vestido. Era poesía contemplar los pliegues que se formaban en él cada vez que respiraba. Mi mente rebosaba de rimas obscenas.

Sólo que, antes de pasar al tirante de derecho, me di cuenta de que estaba llorando. No a mares, ¿vale?, ni siquiera se había formado una primera lágrima, pero sí que había humedad por debajo de la barbaridad de pestañas. Se le juntaban en ese tipo de mechoncitos que te dan ganas de pedirle matrimonio a todas las chicas recién salidas del agua que ves en la playa. Y fue entonces cuando me sentí por primera vez un miserable. Ya sabía que se había tragado mi cuento de pe a pa. Había admirado la manera en que su sorpresa, su espanto, su pena se propagaban en hermosos pliegues de seda hasta la región de las tetas. Pero de verdad que no calculaba que la hubiera afectado tanto. Me miré a mí mismo con esa misma cara que no se te va. Ella se desnudaba trágicamente, y yo tenía todavía una oportunidad para hacer que parara. Podía abrazarla, secarle la humedad de los ojos y confiar en que encontraría alguna manera de corregir o matizar todo lo que le había contado.

Pero entonces un detalle me salvó. Detrás de la selva y de la lágrima, ella se estaba mirando. No a través de mí, quiero decir, no a sí misma de rebote al mirarme a los ojos, sino descaradamente a sí misma en el espejo que quedaba a mi espalda. No niego que puede que mi vergüenza haya fabricado esta imagen para disculparse, pero yo juraría que en ese momento ella se veía fascinante. Como una sacerdotisa de Babilonia, o algo así. Me dio la impresión de que se estaba sacrificando, de que se desnudaba como una especie de víctima propiciatoria para aplacar la ira o el dolor de algún dios.  Y pensé que su ego debía de andar por las nubes, si creía que entregándose de esa manera compungida y generosa podría devolverle unos cuantos días de vida a un moribundo. Eso me ayudó a sentirme algo acompañado en mi miseria y a contemplar sin escrúpulos cómo el vestido caía al suelo, mudo.

Ahora, según los cálculos que le hice, ya debería estar muerto. Cada vez que cojo el teléfono para llamarla busco algún sitio donde darme con el codo. Es así. Tal vez podría haber conseguido una misma entrega de su parte si hubiera echado mano de algo menos tremendo, o por lo menos no tan fulminante. Esclerosis múltiple, quizás. Algo que me diera la oportunidad de volver a amanecer exhausto junto a ella. Pero tengo que apechugar con mi mentira. Eso, o humillarla un poco más si cabe. En vez de alargarme la vida me la está quitando de verdad.

viernes, 6 de septiembre de 2013

Eccema por contacto con la esperanza

Extiendo las manos delante de mí y llamo a gritos a X. 
 - ¡Oye, X, mira esto!
 Z deja de mirar el cielo y se adelanta. Me mira el dorso de las manos; me mira después a la cara, intentando encontrar la clave de la adivinanza.
 - ¿Qué?
 X se acerca con los pulgares metidos en los bolsillos, como si a estas alturas necesitase disimular que acaba de mear a menos de cinco metros de distancia.
 - Joder, tía, qué pasada. ¿Qué es lo que estás haciendo?
 Z empieza a pensar que le estamos gastando la bromita del traje nuevo del emperador.
 - Compara una con otra - le digo muy seria, con los ojos chorreando de risa.
 - Yo qué sé. El color de tus uñas es muy molón.

El pobrecito Z no me conoce aún lo bastante como para saber que el hecho de que mi mano derecha se vea igual a la izquierda se ha convertido en algo extraordinario. Su desconcierto me provoca ganas de corretear por el monte con los brazos en alto, de darme besitos del dedo gordo al meñique, de bajarme los pantalones para que, al contrario que el apóstol, comprueben que ya no tengo heridas en el culo ni en los muslos. Suerte que a veces logro controlar los excesos de mi alegría.

Ahora interrumpo cada poco el hormigueo de mis dedos sobre el teclado, y me maravillo de que lo único por lo que tengo que preocuparme respecto a mis manos sea arreglar los estragos que una semana de trabajo y cocina han causado en mi manicura. He dejado de escarbar en la piel maltrecha en busca de la palabra perfecta o de la construcción más clara de una frase. Ya no se llena el espacio entre las teclas de una nevada de escamas epidérmicas. Vale que podría solicitar al Gobierno la declaración de zona catastrófica para mis uñas, pero por debajo de ellas, tengo un par de manos morenas de aspecto perfectamente sano. Un par. Y tengo también una esperanza a la que no me atrevo a calificar como tal.

No sé muy bien qué hacer con ella, la verdad. He escuchado y leído muchas recomendaciones contra la esperanza. Dicen que es peligrosa y que es tóxica; que, como la penicilina, puede provocar alergias. Dicen que mantenerla a una distancia prudencial es propio de sabios. Yo digo que a lo mejor. Que la esperanza es como una costra que no puedes dejar de hurgar hasta que termina cayéndose y la herida queda otra vez en carne viva. Digo que tiene poderes narcóticos y amnésicos, y que induce una animación ficticia como la de la cocaína. Creo que he sido adicta a un tipo exacerbado de esperanza que, al derivar en expectativa, rayaba la patología. Sé que puede provocar un delirium tremens de frustración.

Pero yo no soy una persona demasiado sabia, y si tengo que elegir entre el apego al sufrimiento o el apego a la quimera, me quedo con el último. Prefiero las semillas que no fructifican de la esperanza al suelo estéril de la resignación, porque sembrando las primeras, al menos despliego mi modesto abanico de acción. Prefiero quemar energía empezando cosas que tal vez no sirvan para nada, que acumularla en forma de una pasividad adiposa. Prefiero dar pasos sin moverme del sitio antes que quedarme paralizada.

Y prefiero la química feroz al dolor de piel, a la erosión y la incandescencia, al escozor indiscriminado de cuerpo cada vez que me ducho. Esta vez, sí señor, me postro ante los corticoides orales y los antihistamínicos y las pomadas. Dejo en cuarentena mi resistencia a alterar con fármacos los equilibrios naturales. Quizás no haya nada en la naturaleza, actual y sucia o remota, que pueda considerarse perfectamente estable. Y si lo hay, puede que su semántica sea tan intrincada que resulte ilegible y, por supuesto, ingobernable. Al fin y al cabo, todo es química, dicen, todo está movido por los hilos de cadena larga de una proteína traducida del genoma o un neurotransmisor. Tu alegría, o tu melancolía o tu avidez de azúcar o tus ojos redondos o rasgados o tu generosidad o las ganas de abalanzarte sobre la persona que conduce un coche del que no puedes escapar.

Así que me rindo cual converso al evangelio de una dermatóloga que siempre me ha parecido un poco mesiánica. Si oh, oh, oh, tengo que dejarme el sueldo en bragas de seda, lo haré; si tengo que llevarlas de algodón y cuello alto como las de una abuela, me resignaré. Si tengo que estirar los límites de mi credulidad para confiar en que el enemigo de mi piel es el níquel, estiraré. Si tengo que padecer un continuado síndrome de abstinencia de chocolate, me sacrificaré. Si tengo que agotarme, devanarme los sesos, dejar que me abran las puertas para no tocar ni un picaporte metálico, pintar todas las llaves con esmalte de uñas, dar propinas salvajes para no rozar ni un solo euro redondo; decepcionarme, sentirme una mema, amargarme con el fiasco, lo haré. Puede que a veces el simple e ingenuo hacer sea lo que nos salve.

miércoles, 4 de septiembre de 2013

No tan anónimos


Hoy prefiero hablar sobre desconocidos. O sobre los conocidos fugaces: gente cuya trayectoria se cruza de forma azarosa con la tuya, sólo por unos instantes. Podrías no haber llegado a coincidir con ellos nunca, si justo al salir de casa te hubieras dado cuenta de que habías vuelto a ponerte del revés la camiseta, y adecendarte te hubiera retrasado quince segundos. O al contrario: te los podrías haber topado cien veces por la calle, compartiendo contigo el mismo aire una y otra vez reciclado, componiendo una misma melodía urbana, siendo empujados todos en un mismo paso de cebra por la misma corriente de intenciones individuales. Y seguro que tampoco en ese momento hubierais terminado saliendo de la piscina inmensa de indiferencia en la que todos andamos sumergidos. Porque si alguna vez se compara la importancia que nos damos a nosotros mismos, o el impacto real que tenemos sobre la vida de unas pocas personas, con todo el tiempo que pasamos no siendo más que atrezzo o, como mucho, figurantes, salen unas cuentas que asustan por lo desproporcionado.

Pero entonces uno de esos desconocidos hace un gesto, algo que no salvará de la soledad o de la tristeza a nadie, pero que ilumina con un fogonazo de reconocimiento esa parte ciega de nuestra existencia en que sólo somos masa. Luego el equilibrio de fuerzas se enmienda, y todo el mundo regresa a su segura condición de ser nadie. Pero un poso diminuto de calidez se ha depositado en algún rinconcito de tu consciencia, y quién sabe, tal vez unos cuantos de esos puedan ser usados como materia prima para hacerle a alguien la vida más agradable.

Por eso esta noche pienso en el chico del gorrito de tela anudado en la nuca a quien esta mañana pedí un trozo de queso, y en la inútil molestia que se tomó para no tocarlo ni siquiera con los guantes, utilizando como palanca un cuchillo de manera engorrosa y delicada. Recuerdo cómo bajó las pestañas, tímido como una novicia, cuando se dio cuenta de que yo sonreía mientras observaba toda la operacion. Y pienso en que a partir de entonces su expresion cambió lo suficiente como para que yo dejara de ser el número veintiseis marcado en la pantalla de turnos y me volviera humana.

Pienso también en el peluquero que después de lavarme la cabeza, volvió a coger la toalla con que me acababa de frotar para atrapar una gota díscola que me corría cuello abajo. Y en cómo me pasaba una borla muy suave por la cara cada vez que yo intentaba volarme algun pelillo con un soplido, automáticamente, como si estuviáramos conectados por algún neurotransmisor. Pienso en la dependienta de la frutería a la que con un poco de vergüenza le pedí sólo el pepino solitario que me faltaba para hacer un gazpacho de paraguayas, y que sabiendo que la venta no le iba a rendir más que unos quince céntimos, se afanó por entresacar del montón el más bonito y más firme de todos los que había. Pienso en la celadora de mi centro de salud que al pasarme una vez el papel con la cita para un especialista me dijo, en plural, que habíamos tenido suerte porque me había tocado el mejor. En el camarero del bar que ayer nos invitó a un chupito, porque se acordaba de que hace un par de meses le avisamos de que se había equivocado con la cuenta a nuestro favor. O en la bibliotecaria que siempre guarda tu resguardo con la fecha de devolución dentro de uno de los libros que vas a llevarte, para que no se te olvide en el mostrador. Pienso en la cara de sorpresa, primero, y luego de alegría, que ponen algunos peatones cuando empiezas a frenar tu coche a varios metros de distancia para cederles el paso. Pienso en la gente que intercambia una mirada directa de disculpa cuando choca contigo. Suelo conservar bastante tiempo en la memoria el rostro de los que me dieron una sonrisa gratuita.

Y pienso también que lo que cargaba de energía los primeros besos, más que la química del enamoramiento o el puro deseo, era la oportunidad milagrosa de que un desconocido rompiera mínimamente la brecha que separa la intimidad de cada cual. Y que cualquier contacto amable, por nimio o fugaz que sea, puede sumar unos pocos decimales a tu saldo de amistad. Y pienso que una de las razones que justifican tanto la lectura como la escritura es la posibilidad de que el desconocido que al fin y al cabo todos somos viva, por un instante, un poco menos solo.

lunes, 2 de septiembre de 2013

Ojo de pájaro


Faltan seis minutos, dos minutos, ninguno. Pasan ya tres de la hora prevista, y empezamos a impacientarnos. Hace rato que llevamos escuchando el rumor algo lúgubre de los helicópteros, pero ahora están justo sobre nuestra azotea. Se debe de estar acercando, ese montón de tíos en bicicleta cuyo rodar épico me la pelaría cantidad, si no fuera porque el ojo de buitre de la televisión lo viene siguiendo, y porque hoy precisamente se deslizarán con desapego olímpico por nuestro ecosistema. Y nos hace ilusión ver imágenes desde el cielo del escenario donde la película de nuestra vida se rueda. Cutre, ¿verdad? Puede que a los nacidos después de que a nosotros nos saliera pelo por ciertas partes les parezca que ser vistos por internet es la manera natural de alcanzar cierto estatus, pero para nosotros la tele, aunque ya nunca la veamos, tiene todavía capacidad para hermosear o dignificar de alguna manera los lugares que frecuentamos.

Como la galería frondosa del Paseo del Salón bajo la que también nosotros rodamos a veces con indiferencia, empujados por una motivación ciega, o que otras nos ampara, cuando nos sentamos a contemplar el espectáculo de gente que ayuda a crecer a otra gente, o de gente que se embelesa con su propio movimiento, sobre un par de ruedas o sobre sus propias piernas. Vista desde arriba, quizás se vea lujuriosa como una selva. Y el río, que se domestica de manera rastrera casi a la altura de nuestra calle, desde el helicóptero tal vez parezca vertebrar algo. Vista con perspectiva, nuestra vida puede que sea digna hasta de un documental.

Pero cuando se produce por fin la conexión televisiva, el pelotón ha abandonado ya la ciudad y circula por eso que con nostalgia aún llamamos Vega. Ya no podremos ver el contenedor para papel reciclado que viene siendo violado repetidamente, ni el bar minúsculo que debe de ser tapadera de algo, un negocio de novela negra, o una timba secreta, porque está siempre abierto, sin más clientes que el señor que limpia vasos que nadie mancha o que los protagonistas efímeros de España directo. No veremos esos cacharritos gimnásticos para abuelos en los que a veces nos gusta que casi se nos vuele el fémur de la articulación de la cadera, ni las líneas amarillas que nos aberran cuando muertos de hambre buscamos aparcamiento para el coche del trabajo. Bueno. Desde luego que nada de ello es importante.

Y las carreteras por las que ahora van los ciclistas también podemos reconocerlas. Atraviesan pueblos dormitorio, urbanizaciones sin sustancia y pelagartales, pero desde lo alto se ven, efectivamente, transfiguradas. Una maqueta del mundo donde la esterilidad de unas calles se equilibra con el verdor de alguna que otra huerta, y en la que casi se podría leer una historia en los espacios vacíos entre las casas. Todo se ve bonito, tierno, estructurado.

Por eso, aunque habrá momentos en que sólo los detalles podrán salvarnos, porque sin ellos la frase de nuestro día se acabaría demasiado rápido, tal vez no sea mala idea despegarnos un instante de nuestra vida, contemplarla desde arriba, y darnos cuenta de que a lo mejor tiene un plan más coherente del que pensábamos.