domingo, 31 de marzo de 2013

La memoria de todos

 
A la hora de la siesta el viento se puso otra vez tan energúmeno, que a mi mente gelatinosa no paraban de ocurrírsele ideas de ultratumba. Usaba el viento la garganta de la chimenea, y yo pensaba en el perro de Baskerville. La persiana de la terraza no dejaba de llamar a la puerta, asustada, y poco me faltó para inventarme algún cuento gótico ambientado en un páramo. Tal vez si me aficionase al windsurf, al kitesurf o a cualquier otra chorrada en la que la calma chicha sea una muerte por inanición, conseguiría superar esta tirria a las neurosis del aire. Sería estupendo: estar enganchada a las páginas de meteorología, y ponerme cachonda cada vez que la fuerza del viento pasara de 4. Y sería enriquecedor: lograría corregir mi equilibrio de borracha; se me pondrían los brazos como a Popeye; me lanzaría de cabeza a la erótica del neopreno; y aprendería a comportarme como una rubia sobrevenida. Hasta entonces, el viento y yo, enemigos.

Pero estábamos los dos en el sofá, jugando de nuevo a mamá y bebé koalas, casi desbordándonos del cauce. Y hacía ese calorcito glorioso de los cuerpos; y la chimenea ululando, la persiana batiendo, mi padre pasando las hojas de la revista, todo eso componía una pieza de música experimental tan rara; y la combinación de ternura y vendaval era tan desconcertante, que me dio por pensar que si me hubiese muerto de repente, ahí, en el sofá, no sé, si hubiera sufrido un derrame cerebral fulminante, y la película completa de mi vida hubiera tenido que rebobinarse en un segundo, tal vez mi conciencia no habría sido capaz de reconocer ni un fotograma. Por qué no. Me muero, todo es súbito y desacostumbrado; casi sigo escuchando el mismo viento, uh, uh, todavía no me he enfriado; pero mi memoria ya se ha disuelto, a lo mejor demasiado deprisa, y se ha confundido con los recuerdos de otros que, como yo, acaban de morirse.

Me veo afeitándome. No las piernas. La cara. Un resto de mi antigua conciencia se aferra todavía a su condición femenina, y se espanta. Qué está pasando. El problema es que todo pasa demasiado rápido, y que se ha acabado ya el tiempo de analizar. Me veo rugiendo de dolor en una sala de partos. Eso me da idea de que había cierta información oculta en el mito de que, cuando te mueres, tu vida te pasa por delante. Veo cajas embaladas en la nave de un polígono industrial, y sé que en ellas están los restos del naufragio de la librería que acabo de desmantelar. Veo a un niño regordete comerse media tableta de chocolate, ávido y ausente como un bulímico, y me doy cuenta fríamente de que soy una madre que aborrece a su hijo. Me veo esnifando cocaína.

Ahora estoy en un restaurante chupando patas de cangrejo. Suena un bum, un bum bastante mediocre, la verdad, y si dejo de comer y miro hacia mi derecha, tres mesas más allá, es porque alguien ha gritado. Y allí veo a un hombre con la cabeza sobre su plato, la chaqueta blanca de su pareja salpicada de una salsa que no es tomate, y yo pienso con flema que Moscú se ha convertido en un lugar malsano. Ahora sobrevuelo Australia, y en media hora cuento cuarenta y tres incendios. Ahora mi marido me acaba de dar una hostia con la palma abierta, en la cara, y el estupor es todavía más grande que el dolor o el miedo. Ahora pronuncio un “sí, quiero” que suena tan contundente, que me da la impresión de que en mi promesa hay gato encerrado. Ahora me caigo de una litera por querer darle por saco a mi hermano. Ahora le digo a una chica con flequillo, de cuyo nombre no me acuerdo, que haga el favor de borrar mi número de su agenda.

Veo el váter verde hospital de un apartamento en Benidorm. Veo las manos de reptil de mi abuela trenzando esparto. Veo el taller donde le pusieron un alerón dorado a mi coche. Veo un gato apedreado por los niños de mi calle, y una piedra en mi mano. La marca de la liga de novia sobre la piel de mi muslo. La trompeta de plástico que me compró mi padre en una verbena de verano. El muñón empaquetado de mi pierna recién cortada. Un cielo amarillento sobre Berlín. Los calcetines calados de la chica a la que quise en sexto. La casa sola, muda, después del funeral de mi marido.

Veo tantas cosas. Antes de que la luz se apague definitivamente, me veo a mí mamando, y la extrañeza que no ha dejado de acompañarme en toda la proyección se disipa. Ese bebé sí soy yo. Porque yo soy cualquiera. Y me voy en paz, sabiendo que al final todos somos uno, y nos terminamos fundiendo en un mar de recuerdos comunitarios.

sábado, 30 de marzo de 2013

La última plegaria

 
Y yo, que no soy religiosa, despierto hoy con un ramalazo de devoción. A las siete mondas de la mañana me sorprendo muy quieta bajo las mantas, como una huerfanita asustada. Escucho a esos pájaros que han vuelto a tomarme el pelo, haciéndome creer con su jaleo que era una hora decente para que los cristianos se levantasen. Y, en vez de maldecirlos, me da por unirme a ellos. Se dan los buenos días, cotillean, agradecen a su dios que, tras el viento feroz de esta noche, les haya sido concedido un nuevo amanecer. Algunos pían todavía asustados, otros vociferan; los hay, me parece, que rezan. También yo tengo ganas de sumarme a los rezos. Por favor, Señor de las criaturas, regálanos un día sin monzón ni huracanes. Por favor, que la intemperie deje de odiar a los seres humanos. Por favor, que las orejas de mi padre no pierdan nunca su tacto de peluche. Que siga ronroneando cada vez que me cebe con ellas. Que sea siempre el primero en levantarse para abrir la cancela del porche. Que no pierda las ganas de bajar al huerto. Por favor, que a nosotros nunca nos llegue a parecer idiotas los toc, toc, toques en el tabique con que nos saludamos al despertarnos. Que no nos cansemos. Que conservemos para siempre la vocación de señalarnos lo bonito.

Un sopor celestial me está venciendo cuando, efectivamente, mi padre se levanta, e inaugura oficialmente el día al abrir la cancela. Me gusta lo medieval de ese gesto. Me asomo a mi ventana, y más que ver, porque sin gafas no soy nadie, compruebo en la vibración educada del aire que las ramas de los árboles están quietas. Las nubes se abren y cierran como un acordeón, y en la luz de sol fileteada que se cuela entre medias me estiro. Mientras bajo las escaleras, remolcada hacia la cocina por el olor del café, recuerdo mi última plegaria. Por favor, que la conformidad no me parezca un estado debilitado del carácter. Que no pretenda yo que las cosas permanezcan. Que se me olvide rezar.

Y a lo largo de la jornada, se me olvida, vaya que sí. La letanía que sólo sabe expresar deseos es sustituida por un himno de gratitud. Escalamos la calzada que conduce al escénico castillo de Castellar, y el sudor que me humedece el canalillo me parece agua bendita. El monte huele a miel, a mí me sobra ropa, y mis árboles favoritos acaban de cambiar sus armarios, y se visten ahora con un verde recién nacido que me arranca gemidos de ternura. Mi padre se queja de la cuesta asesina, de la humedad camboyana, de la suela traicionera de sus zapatillas, pero el acento con el que cecea es una especie de risa. Yo voy unos metros por delante de él y de Jose, porque mi cintura no soporta la parsimonia.

Y entonces empiezo a hacer asociaciones inverosímiles. Me acuerdo de una frase del libro de Don DeLillo que me traigo entre manos, El hombre del salto: una mujer que consiguió salir de una de las Torres Gemelas tambaleantes declara después que, aunque viviera cien años, seguiría en aquellas escaleras infinitas de la evacuación. Y me acuerdo también de una conversación telefónica que mantuve con mi amigo sobre el enamoramiento, entendido como ese estado obnubilado de la mente, opuesto al deseo, que se basta a sí mismo para embriagarse, y que por tanto, no precisa necesariamente de correspondencia o resolución. Y ato mi nudo diciéndome que, aunque viviera doscientos años, siempre querría volver a estos lugares, y respirar el aire de estos árboles. Y que debo de estar verdaderamente enamorada, porque siempre seré capaz de marcharme, pero mi arrebato durará.

Y ellos, que siguen unos pasos por detrás, no me ven sonreír. Me he dado cuenta de que admirando, agradeciendo, escapándome del afán de atrapar lo que amo, se me ha olvidado rezar. Se ha cumplido así mi última plegaria. Los cielos volverán a cubrirse, el viento soplará aunque a mí me apetezca ponerme el biquini. Llegará el momento en que mi padre no pueda cavar ni seguir arrancando hierbas, y yo tendré que alejarme. Habrá encuentros, habrá pérdidas. Y, a pesar de ello, todas las mañanas, sabré seguir cantando.


viernes, 29 de marzo de 2013

Levanto el corralito

 
Vuelvo a sentarme en el sillón del copiloto, pensando en lo pertinente que sería sustituir el Durmiendo por un Viviendo, en el nombre del blog. Cuánta pobre gente tiembla a la hora de cuadrar la cuenta de los gastos domésticos. Yo, más afortunada, prefiero no sumar la cantidad de kilómetros que le estoy echando de pienso a mis vértebras. Pero no hay miedo. Llevamos libros y cepillos de dientes en nuestro equipaje; llevamos nuestra ropa para las excursiones, en un alarde de optimismo que ignora las previsiones bíblicas de la AEMET. Llevamos hasta impermeables. Tenemos el depósito lleno, y ganas de comer paisajes.

El piloto me sorprende pidiendo que ponga música. A la hora de entretener la marcha, y la vida, diría también, si esa coletilla de y la vida no estuviera tan gastada, nuestra especialización es brutal: él es hombre de radio, de charla y corrillo, de boletín en las señales horarias; yo soy mujer de discos. Sólo por imperativo laboral logro agarrar un volante sin contar con el bálsamo de la música. En el zulo de mi guantera sobreviven todavía restos de la banda sonora de mi pasado. Los voy sacando de uno en uno, a ciegas, como en aquellos viejos concursos de la tele en los que la mano inocente elegía una carta al azar de entre las muchas que había en la urna. Están tan rayados, mis discos de viaje, tan castigados, que parecen víctimas liberadas de un largo secuestro. Cada disco con su historia de vehemencia; copias de discos descargados de internet, que no necesitan ahora otra carátula que la memoria que guardo del tiempo en que los escuché. Música de cuando fantaseaba con llegar a dominar la técnica de la danza del vientre, por si acaso me servía para pagarme un cuarto en Lisboa. Música para cantar a gritos, sola, mis particulares himnos a los árboles y las fábricas del camino. Música para quitarme de encima el polvo de la rutina. Para llegar con la garganta agarrotada de emoción al destino.

Escojo el último disco que compré, hace tres años, en un periodo de mi vida en el que mis principios respecto a la autoría intelectual eran menos hipócritas y acomodaticios. Es el único que conserva su funda, y no se ve tan menesteroso. The XX. Bien. Echo para atrás la butaca. Cierro los ojos, sólo para llevarme otra vez el susto de ver la parda tierra granadina convertida en un póster de Irlanda. Suenan los primeros disparos del intro instrumental; las palmadas marcando unas ganas de boxear, y a la vez esa melodía que de alguna manera percibo como un augurio en blanco y negro. El disco avanza, el paisaje es irreal; el cielo se va desabrigando de nubes conforme nos acercamos a la costa. Y llega así el turno de la canción que prefiero del disco, al menos esta tarde. Venga, escuchadla conmigo.



Me gusta ese comienzo juguetón, la voz masculina como tomando apuntes, la femenina mucho más suelta, y el contraste siguiente entre el ritmo a paso rápido y el tono discretamente esperanzado de las frases. No tengo ni pajolera idea de qué va la letra, porque mi oído es mucho menos anglófilo que mi ojo, pero me da igual. Yo pienso en gente que trata de expresar entre líneas que se muere por echar la siesta con otra gente. Pienso en superficies frágiles que a duras penas ocultan un núcleo exaltado. Pienso en mi blog.

Y entonces es cuando me digo que hasta aquí hemos llegado. Jubilosa y con las ganas de pegar que me prestó el intro, todavía intactas. Es la hora de que vuelva a hacer las cosas como las había elegido. Es la hora de descorrer los cerrojos para reabrir de las puertas de mi casa. Me han sugerido que me limite a dar de leer lo que escribo al círculo de mis íntimos. Pero yo me resisto a seguir ese consejo bienintencionado, porque atenta contra el espíritu que hasta la semana pasada me animaba a escribir. Siempre aspiré, además de a construirme mediante la expresión, o a darme la oportunidad de crear algo donde antes sólo había vaguedad, a la comunión. Me encandilaba la posibilidad de ensanchar aquel círculo restringido, de destaparlo para que no se tornara vicioso. Me ilusionaban, me han hecho ver arco iris cada vez que han ocurrido, el contacto imprevisto, las corrientes de aire de los grandes espacios, el juego de afinidades descubiertas. El modo en que ese círculo de intimidad que apenas si me circunscribía a mí misma empieza a ramificarse. Privatizar el blog ha sido un pequeño golpe a mi orgullo. Era dar a entender que me avergüenzo de lo que escribo.

miércoles, 27 de marzo de 2013

Instrucciones para entender una privatización



Querido lector:

Esta entrada ha sido clasificada por los servicios secretos. Si tienes interés en leerla, pídemela por correo a durmiendoenloscoches@gmail.com, y te la enviaré. Pero no te mosquees, si luego te parece que no valía la pena tanto misterio. La expectativa incumplida no será culpa mía, sino de tu afición al morbo.

Disculpa las molestias.

martes, 26 de marzo de 2013

El primer día de Claudia


Y esa explicación que os debo, os la voy a pagar. Porque como bloguera vuestra que soy...

(Vale. En el post anterior dije que “mañana”, y me refería a ayer. En este, mañana significará mañana. Con todas las de la ley. ¿OK, amiguitas Laura y Ficticia, que vivís en la inopia todavía?)

Porque esta madrugada se ha puesto en marcha el tic tac de una nueva criatura. Claudia acaba de cumplir doce horas, y ya sabe de sobra lo que es el amor. Ahora repaso mentalmente todos los mensajes que la familia hemos ido dejando en el grupo de whatsapp; vuelvo a ver, con un nudo de ternura en la garganta, la cara cansada y a la vez impávida que su madre luce en la foto que otro de mis primos ha colgado. Y me resulta tan curioso: todos venimos al mundo bajo ese bendito paraguas del cariño y la esperanza, y todos vamos olvidando con el paso de los años lo amados y lo esperados que fuimos un día. Y es también un poco desmoralizador, que esa primera experiencia en el juego de las emociones humanas no nos marque de manera tan indeleble como debería.

Claudia, este es tu primer día de vida, y no voy a ser yo quien lo salpique con explicaciones sobre mis propios, ficticios, dramas triviales. Eres todavía un lienzo inmaculado, una preciosa página en blanco sobre la que cualquiera aspiraría a escribir la más hermosa de las historias, a pintar con unos colores que no vayan a amarillear jamás. A mí me gustaría adornar tu página con unas cuantas frases decorativas y bienintencionadas, de esas que se escriben en los libros de visitas. Me gustaría prometerte que la historia que hoy comienzas tendrá una trama clara y un final feliz. Pero, créme, yo ya conozco este negocio desde hace más de treinta años, y sé de lo que hablo. Un poco, al menos, porque es verdad que hay días en los que me siento tan sobrepasada como tú debes de sentirte en este mundo de ruido y aire acre, lleno de una gente grande que tus ojos acostumbrados a la penumbra submarina no saben todavía distinguir.

Todo el mundo va a usarte hoy, Claudia. Todos vamos a depositar en ti nuestro anhelo de nuevos comienzos, nuestra propia vocación de inocencia. Todos vamos a confiar ciegamente en tu buena suerte. Todos vamos a admirar lo limpia de historia que estás. Y por eso todo el mundo se hará el loco en la hora en que correspondería hacerte entrega del contrato de tu vida. Nadie, en este principio de las felicitaciones y los apretones de manos, querrá explicarte las cláusulas más problemáticas. Dejaremos que te des cuenta tú sola, más adelante, de las contrapartidas de esto que ni siquiera te han dejado firmar. Y en ese momento puede que ninguno de nosotros esté ahí para confortarte.

Pero no te asustes, Claudia, hija de mi prima tan querida. Ahora mismo todo es tan nuevo y tan chocante que no podrás creerlo – aunque quién sabe; tal vez tú conozcas todavía secretos que los demás hemos olvidado –, pero vas a terminar desarrollando fuerzas y talentos que te permitirán afrontar esa letra pequeña de la que te hablo. Entonces te darás cuenta de que la vida no es tan diferente del día en que naciste.

Porque hoy, allá donde estás, y aquí también, pequeña, la mañana amaneció ventosa, nublada y llena aún de almendros en flor. A lo mejor te parece que hace frío, y que este clima feo no hace juego con el equipaje que te has traido de la barriga de mamá. Pero de verdad, este es un buen día para nacer. La primavera incipiente, ambigua todavía, es una buena época para nacer. Es un mensaje en clave de lo que te espera, una especie de sumario. La vida es arisca, pero siempre rebrota. A veces te confundirá con su alternancia loca de templanza y frío, y entonces no sabrás qué ropa ponerte. A veces soplará un viento parecido al de hoy. A veces deberás mantenerte bien firme sobre el suelo para que no te arrastre. Otras, sabrás que lo más sensato es dejarse llevar. A veces no tendrás un impermeable a mano, y una lluvia de sentimiento te calará. Otras, contemplarás la lluvia caer detrás de los cristales de tu casa, y te servirá de excusa para recordar cuánto amor ha habido en tu vida. A veces te meterás en charcos, o un amasijo compacto de nubes cargará de peso tu alma. Y muchas, muchas veces te sorprenderán con regalos sin que sea tu cumpleaños. Habrá una ternura imprevista igual a la de la hierba que hoy se pavonea por estos campos hambrientos, por los descampados, hasta por los escalones gastados de una ciudad. Habrá milagros efímeros, como las flores dulzonas que esos árboles que se hacían los muertos estan ofreciendo a manos llenas. Habrá idas, vueltas y estaciones de paso, y ciclos que se cierran y que inmediatamente vuelven a rodar. Días como este en que has nacido te enseñarán que nada permanece y que nada cambia. Que la vida no es que sea una cosa muy seria, sino que juega contigo a eso de a ver quién se ríe antes. Este es mi único consejo para tu primer día, Claudia ya tan querida: cuando estéis frente a frente, tú y tu vida, mirándoos fijamente, tan serias ambas, sé lo bastante valiente como para dejarte perder en el juego. Ríete tú siempre antes, y verás cómo la vida se te une en la risa.

domingo, 24 de marzo de 2013

Al fin. Y al Cabo.

Queridos lectores, como bloguera vuestra que soy, os debo una explicación, y esa explicación que os debo, os la voy a dar.

Mañana.

Al fin y al cabo, de los siete gatos literales que hemos quedado tras la ventolera de la privatización, creo que sólo dos no tendréis ni idea de qué narices ha pasado. Así que, Ficticia, Laura, cuando mañana me ponga delante del ordenador, veré vuestras caras asomándose por encima de mi hombro, reflejadas en la pantalla. Un adelanto, para crear tensión narrativa: hasta el pasado jueves yo era una articulista cándida que se entretenía haciendo juegos malabares con las palabras. Hoy sé que a veces el juego colapsa, y que las palabras que tan graciosamente hacían molinillos y pasaban de mano en mano pueden caerse y rodar y descontrolarse, las muy traviesas, escondiéndose por entre los muebles, rodando debajo de los coches, haciendo tropezar a la gente, poniéndose a tiro para que cualquier desaprensivo las cace y te las devuelva directamente y con saña a la cabeza. Hoy soy por lo menos diez libros más vieja. Y he tenido que refugiarme en el Cabo de Gata para que este proceso de maduración no me avinagrase.

Al fin. Al fin lo conseguí. El sábado por la mañana todavía tenía una capa de grasa en la mirada, y una necesidad patológica de suspirar. Escuchaba la verborrea sin piedad del recepcionista del Centro de Visitantes, adonde nos habíamos detenido con la única intención de comprar agua. No imaginábamos que íbamos a ser víctimas de minutos infinitos de sermón sobre unos senderos que conocemos ya como el camino que va de nuestro dormitorio al cuarto de baño. Escuchaba el énfasis admirativo de Jose, su celebración adorable de cada pita, cada embrión de duna, cada avispa. Y las palabras me repelían. Tanto como ver el plato de turrones en los días que van de Nochevieja a Reyes. Tenía un Chernóbil de frases y opiniones y discursos tóxicos en la cabeza, y sólo quería descansar de lenguaje. Quería un tipo de comunicación más inocuo, menos zafio, que las palabras. Y lo encontré de nuevo en la mecánica de las olas del mar. En realidad no fue tan fácil. Luego siguió habiendo empachos de palabras, ardores, recuerdos que volvían como eructos. Pero yo prefiero resumir, por economía, diciendo que me bastó pasear por la orilla, admirar sus guijarros exageradamente bonitos (en serio, deberían aparecer en las guías turísticas, o en el catálogo de Tiffany's, los guijarros litorales de este lugar), todos parecidos, todos únicos; me bastó coger el compás de las olas al respirar, para que un hueco higiénico de silencio se fuera abriendo en mis entrañas.

Al Cabo. Comprendedme, mis queridos, mis exclusivos seis gatos: no quiero enturbiar aún ese hueco. No quiero volver de allí. Ni mirar hacia el balcón, y comprobar que los días de sol fueron sólo un espejismo. Quiero seguir donde esta mañana, después de un desayuno buffet en el hotel tan escandalosamente opíparo que hemos estado a punto de ser declaradas personas non gratas. Estoy sentada en el tranco de acceso de nuestra magnífica habitación a su terracita privada. He sacado el libro, e intentado el simulacro de pasar las páginas, pero leer me parece una traición. Entonces se me ocurre que puedo tomar unas notas para escribir este post tan torpe, pero eso también me parece una traición a la majestuosidad discreta del paisaje. Cerrar los ojos, tomar el sol, burlarme por lo bajini del mal tiempo del resto del mundo, todo son formas menores de matar el cuadro que tengo delante. Un cielo bordado de nubes – drama, tan brillante, que parece una fotografía revelada sobre cristal. El reflejo solar en un mar que anda. Los dos volcanes gemelos que, por alguna misteriosa inversión mental, a Jose le recuerdan a un camello, y a mí un sujetador cónico de los años cincuenta. La memoria de un viejo fuego solidificado. Una pita que clama al cielo. Chumberas agitanadas. Los palmitos disfrazados de erizos marinos. 

Mi alma con agujetas se merecía una habitación con esta vista

Y sólo escucho al viento presumido y la cháchara de los pájaros y, de vez en cuando, algo que recuerda a un coche por la carretera. Pero es tan regresivo este paisaje, que el rodar de las ruedas bien podría interpretarse como el rugido tímido, soltado casi por compromiso, de un dinosaurio. Tengo un escándalo en las tripas que parece querer sumarse a esta reunión sonidos básicos. Tengo además tres o cuatro casitas cúbicas, un par de trigales de verde estentóreo, y la intuición de ese lugar loquísimo, ese delirio de piedra alveolada que son Los Escullos. Tengo las primeras amapolas del año, y las espigas silvestres meciéndose como címbalos. Tengo la cara caliente, y la piel chorreante de tanta luz diáfana. Tengo tan poca borrasca.

Y ya en Granada, aguantando de nuevo el repiqueteo minero de la lluvia en mis cristales, tengo la aguda conciencia de que la luz limpia. A lo mejor imprimo este mensaje en una camiseta.


jueves, 21 de marzo de 2013

Esto (el resurgir de una etiqueta)

 
La lana empieza a intuir que pronto será desterrada de la ciudad. El calendario se alinea de forma benevolente con la edad que cada uno cree tener en su interior. Y en las ramas desnudas y en los troncos casi se puede escuchar un jaleo tenso de savia parecido al de las puertas cerradas del Corte Inglés, el primer día de rebajas. El arranque de la primavera es un tópico, un almibarado y necesario tópico que me sirve de excusa para resucitar una etiqueta, la de las Metatonterías, que hace tiempo me empezó a resultar sospechosa. Escribir sobre el propio acto de la escritura, con ser una propensión maníaca propia de los que nos dedicamos con más o menos furia a esto, no deja de ser tampoco una demostración de autocomplacencia. Mamá, mira lo que hago, parece que gritamos, cada vez que nos dejamos arrastrar por la perplejidad, o el embeleso, o la vanidad de nuestra propia dedicación (¡y hasta hablo en plural, mamá!). Cuando en realidad no es raro que, mientras escribimos de que escribimos, o de por qué y cómo y contra qué y para qué escribimos, nos asalte la sospecha de que no estamos sólo celebrando el milagro, sino también disimulando que ese día la atención consciente o la inventiva andan cortas de existencias. La metaliteratura es justificación, y vive puerta con puerta con el onanismo. Y, sin embargo, qué demonios. Qué viva el amor propio. Mamá, yo he venido aquí a hablar de mi blog.

Hace unas entradas hice una alusión de pasada a lo que esta criaturita mía no es. Es algo que tengo bastante claro. No es una cátedra desde la que pontifico sobre una especialidad en particular. No es un púlpito para ningún credo. No es un escaparate, aunque a veces puede que me exhiba un poco. No es un confesionario. En cambio, me cuesta más definir lo que es este blog. No es enteramente yo, ni es un espejo nítido y fiel del ser humano que soy. En mí hay mucho más desorden, más ruido, más desconcentración, puñados de nebulosas, automatismos, embriones de sensación que a veces nacen y a veces se quedan en abortos.

Podría decir que esto es una especie de plagio algo retocado de mí misma. Un extracto puesto en orden de mi propia experiencia. De las cosas que aprendí y sigo aprendiendo. De las instrucciones que me voy dando para vivir cada vez con más soltura. De mi deambular. De mucho de lo que me aprieta la garganta o me masajea los tobillos. De trastos de anticuario. De cicatrices y paisajes. De manías. De chorradas. De todos los planos de luz, y todos los asombros, y toda la belleza aguda que voy recolectando y que tengo que compartir, porque a veces duele tener tanto, y porque a lo mejor queda alguien que necesita ejemplos concretos y detalles para darse cuenta de la cosa inconcebible que es estar vivo, y tener un par de ojos y un par de piernas, y la capacidad para reconocer los nombres de las cosas.

Aunque sepa que cualquiera podría echarme en cara que mi experiencia no es tan interesante ni mucho menos tan decisiva como quizás yo me crea (no porque viva mi vida como un marmolillo mediocre, sino porque nadie es en realidad tan fundamental para nadie) a mí me colma regalarla. Tengo una conciencia aguda del amor y del absurdo y de la suerte. He conocido la decepción. Me he dejado colonizar por la soledad. Conozco unos cuantos sobrenombres para el desamparo. He estado aletargada. Me ha devorado la pena. He intuido que la vida es un timo de la estampita. El dolor me ha dejado muda. Quiero, he querido, no he sido capaz de querer, me han dejado de querer, no me han correspondido. Voy tirando. Voy aprendiendo. Voy bailando. Me gustan los juegos. Siempre quiero mejorarme. Me adiestro. Me educo. Compito conmigo misma. A veces me daba miedo pensar que carecía de dirección. Muchas más intenté olvidar el hecho de que, por muy abultada que esté nuestra agenda de contactos, vivimos solos, y moriremos en una soledad tan vasta como para aniquilar las palabras. Pero siempre seré un animal gregario. Siempre querré volver a sentirme en comunión con otras personas. Siempre querré sentirme menos sola.

Y lo más seguro es que a ti te pase lo mismo. Cómo no, si todos venimos al mundo con esa programación de serie. A lo mejor te sigue picando un enamoramiento que no llegó a resolverse hace mil años. O vas por la calle, y el juego de reflejos en los escaparates de las tiendas de repente te parece lo más bonito que has visto en tu vida. O tienes una espina clavada en la garganta, y no sabes cómo sacarla. O sientes una masa en el pecho que no logras nombrar. A lo mejor te gusta reunir pruebas de que lo que a ti te pasa le pasa también a todo el mundo. A lo mejor simplemente te gusta comer acompañado.

A mí me pasa, y por esa razón leo, y por eso también escribo. Porque me gusta compartir mi mesa: abrir mi casa, servir una comida preparada con todo el amor y toda la atención de los que soy capaz, compartir un rato de comprensión y juerga con mis amigos. Y así es como me gusta entender este blog. Como una oportunidad para brindar hospitalidad.

martes, 19 de marzo de 2013

Zumbaasana

 
Hasta el viernes pasado, zumba sólo era para mí la tercera persona del singular del verbo que le aplicaría al Ben Affleck de Argo (B.A. lampiño = puaj; B.A. con barba = mmm). Desde entonces, la zumba es mi destino. Porque me veo. Colgando mi uniforme de color mortecino al que le sobran yardas de tela, y sustituyéndolo por microshorts fluorados tan elásticos como un globo. Comprándome un montón de cadenas de oro. Pintándome mariposas y palmeras en unas uñas extralargas. Dejándome el pelo a lo afro, para conseguir ese toque entre modernito y lascivo. Mudándome a Florida. Poniéndome unas buenas domingas de plástico. Yo me veo. Tras un par de clases nada más, la zumba me ha reconfigurado las conexiones cerebrales. Ya cuento las horas que me separan del siguiente chute de perreo y sudor.

No os voy a ilustrar sobre lo que es la zumba, porque los señores de Wikipedia están esperando como guácharos hambrientos a que os deis un paseo por sus entradas. Sólo añadiré que, aparte de una coreografía de ejercicios aeróbicos acompasada a un puñado de ritmos latinos de dudosa virtud, la zumba es algo así como el equivalente contemporáneo de las experiencias orgiásticas ligadas al culto del dios Diónisos (Llevaba queriendo perpetrar una frase de esta calaña desde que inauguré el blog). Veréis. Un montón de mujeres de todas las edades, representantes de todos los modelos fisionómicos, jirafa junto a hipopótama, pera junto a manzana, pandereta junto a guitarra, atestan una sala rodeada de espejos. Hablan entre ellas, chismorrean, se estudian las unas a las otras, establecen una despiadada competencia por el espacio. Entonces entra en la sala un muchacho de espalda hipertrofiada, alegre y ambiguo, dando pasos resueltos hasta el rincón donde se disimula un aparato de música.

Y empiezan a sonar los tambores. Po pom pom po, po pom pom po. Y, sin transición, las amables tías abuelas, las maledicentes amas de casa, las estudiantes, las que en una hora estarán devorando tostadas blandas de margarina y mojadas en un café artificalmente edulcorado, se convierten en bacantes. Se disuelven en el grupo y en la música. Olvidan su torpeza. Obvian su poca gracia. Son tantas, y la música tiene un compás tan primitivo, que la timidez resulta superflua. Las hay que llevan los pasos en negativo, y que a pesar de ello siguen bailando. Las hay que sonríen como dementes mientras baten las palmas. Si por la distancia y el barullo no alcanzan a distinguir los pasos de Baco, sus discípulas se imitan entre sí, admirándose. Y se mueven de una manera que las obligaría a taparse los ojos con los dedos entreabiertos de una mano, si acaso se viesen en un vídeo grabado con cámara oculta. Mueven lo que en sus tiempos sólo movían las muy putas. Aparte de María Jiménez. Porque se han vuelto inmunes a la cohibición. Se han desprendido de sus roles de trabajadora, esposa, madre, amiga. Se han escapado. ¿Que cómo lo sé? Bueno, porque yo era una de esas bacantes. Y también yo bailé, patosa y con gracia, como sólo lo hago a oscuras en el salón de mi casa.

Al acabar la clase salgo con la nuca sudada y las mejillas encendidas como después de. No necesito mirarme a un espejo para saber que mi sonrisa de embriaguez me vuelve más guapa. Emito calor. Ahí está la clave. Ya os he dicho alguna vez que la generación de calor orgánico me parece un milagro. Uno come, digiere, respira y se mueve, y en el proceso va funcionando como un reactor. Si yo creyese en divinidades monoteístas o paganas, ese calor sería para mí una huella del dios.

La misma huella asomó en mi piel también tras la primera clase de yoga. Bueno, desde aquí te lo digo, Laura, el día en que consiga acompasar esas posturas demenciales con una alternancia de respiraciones que mi monitora considera innecesario explicar, ese día alcanzaré el nirvana. Y entonces dejaré de escribir y de depilarme y de respetar los códigos legales. ¿Me gustó? ¡Pardiez, por supuesto que me gustó! Tanto, que al final hasta conseguí vencer mi proverbial, mi altanera timidez, y sumar un vacilante aunque sonoro om al que salía de otras ocho gargantas. Y no fue una chorrada ridícula, como en cualquier otro momento hubiera estado dispuesta a firmar, sino un modesto acto de comunión. Mi voz dejó de ser mi voz, y unida a las demás, se convirtió en un instrumento impersonal.

Esa misma sensación de arrobo me llevé a mi casa, después de la clase de yoga, después de la zumba bravía. El gozo de volver a mí, después de dejar de tener absolutamente presente mi papel en el mundo durante una hora escasa. Volver, y darme cuenta de que por debajo de mis juicios y de la calibración continua de mí misma, y de mis expectativas y mis exigencias, late un precioso calor vivo.

lunes, 18 de marzo de 2013

La piraña y otros símiles lamentables

 
Bajo al gimnasio con la esperanza de que la piraña hambrienta que se ha alojado en mi estómago se maree a fuerza de giros y botes, y decida buscarse otro lugar donde alimentarse. Sudaré este nervio, me digo, y después me ducharé, y me echaré tantos potingues aromáticos en cuerpo y pelo, y me quedaré tan rematadamente suave, que el primer paso que ponga fuera del cuarto de baño será como patinar, y cuando me siente, tendré que tener cuidado para no resbalarme de la silla, y si alguien me toca, pensará que estoy hecha de aire primaveral, o de mármol templado, o de raso. Así de suave me voy a quedar. Y entonces me colocaré el portátil sobre las piernas, y retomaré el post que empecé ayer sobre mi regreso parcialmente triunfal al gimnasio (triunfal porque aquí sigo todavía, respirando; jodida, pero contenta. Parcialmente, porque esos semidioses a los que tiempo ha bauticé como Cuarentón Jamón y Hombre de Chocolate parece que han abandonado la tierra de los mortales)

Y bien, estoy limpia, estoy suave, fuera hace un sol despampanante, pero la piraña sigue ahí, revitalizada por el ejercicio. Deseando liarse a dentelladas con mi estómago, igual que yo estoy deseando pillar la merienda. Somos una, mi piraña y yo. Pero a su pesar, me siento, enciendo el portátil, vuelvo a enhebrar el cabo de frase que dejé ayer suelto, y... Se me sale de la aguja, una y otra vez. La piraña roe, y yo ya sé que no voy a poder escribir lo que tenía proyectado. No me va a salir, sencillamente. Porque tengo un abceso de emociones confusas ahí adentro, que claman por ser explicadas, y entonces expulsadas. Esa es la verdadera naturaleza de la piraña. Es un tapón, una mucosidad que envuelve los motivos externos – el gimnasio; la alegría porque hoy, después de muchas semanas, me he despojado en la calle de una primera prenda sobrante -, y los convierte en temas triviales. No puedo hablar de la zumba, como pretendía, teniendo Eso ahí.

Eso. Lleva en mí desde ayer, y todavía no sé cómo nombrarlo. Por eso invento comparaciones estúpidas. Tenemos ya la piraña; tenemos el abceso de pus. Tenemos también la avenida. Para ir al gimnasio sólo tengo que seguir la orilla del río y, después de estos días bíblicos de borrasca, el río viene marrón y bravo. De hecho, hasta parece un río de verdad, y no el reguero famélico y encorsetado que realmente es. Todas las aguas que surcan la provincia tienen ese mismo aspecto, esa misma densidad cruel de sedimento, porque todas los paisajes de la provincia han sido más o menos decapitados, y todas las tierras sueltas se precipitan ladera abajo, arrastradas por la lluvia. Y todos los cauces están llenos de troncos podridos y de malezas invasoras, porque la vegetación de las riberas ha sido igualmente desahuciada, y por aquí y por allá hay obstrucciones, y por eso el agua achocolatada inunda tantos campos, y entonces se queja todo el mundo.

Bueno, yo hace mucho que desbrocé un bosque entero de sentimiento, y me obligué a reponerme de dolores inventados y del desamparo. Y, ahora, a poco que llueva – y aquí la lluvia es una cara que me recuerda a otra cara; o el olor del champú de este tío que amenaza con dejar el Mercadona tieso de flanes de huevo; o un burlón virus informático que me llega desde uno de esos contactos que me resisto a borrar de mi agenda virtual, invitándome a unirme a él en un chat de ligues – con dos o tres gotas que caigan, la tierra que sobrevivió al desmonte sentimental se viene abajo y lo inunda todo.

Y cuando eso pasa, me sorprendo fantaseando de nuevo, reescribiendo de nuevo en mi cabeza historias de falso amor que nunca llegaron a nada, o que llegaron adonde nunca imaginé que llegarían, adornándolas de la manera que más le conviene a mi ego. Me veo en habitaciones de hotel, o dentro de un coche, o en una cafetería, escuchando palabras de arrepentimiento y deseo, admirando paisajes ilimitados a través del balcón, o de la ventanilla, o del escaparate. E inmediatamente me avergüenzo, y me reprendo. No debería ser tan condescendiente conmigo misma. No debería malcriarme con estas escenas de diva. No debería descomponerme en tantos planos. No debería despegarme de mi hermosa realidad. No debería tener una muchedumbre insidiosa dentro de mí. No debería albergar tanta materia en descomposición en las entrañas. Debería reciclar esas fantasías y transformarlas en ficción. Debería ser una, grande y libre. Debería poder matar pirañas con un par de ciclos de inhalación, exhalación, inhalación.

Justo en ese momento me doy cuenta de algo. Ya no hay piraña. El brote de una frase gloriosamente payasa sobre mi descoordinación gimnástica asoma por entre la ristra de deberías, lo que significa que el tapón de viejos sentimientos infectados se ha desinflado. Y las aguas del presente vuelven a correr cristalinas. Ha pasado otra vez. La escritura se ha convertido en mi más eficaz ejercicio de respiración. Le ha abierto hueco a todo Eso que no sabía nombrar. Y me ha cambiado toda la verborrea de obligaciones morales por una cordial libertad.


domingo, 17 de marzo de 2013

Encontrar un águila


Salgo del coche baldada, como si toda la sangre del cuerpo se me hubiera vuelto morcilla. Llevamos toda la mañana haciendo eso, saliendo del coche, entrando de nuevo, y entre medias, recorriendo las riberas de un par de ríos, por si acaso hubiera pescadores furtivos. Mi compañero se ha levantado hoy coercitivo, y se ha propuesto denunciar todo lo que se desvíe mínimamente de la legalidad. Yo me he levantado medio muerta, y me conformo con la propuesta mucho más humilde de conseguir respirar sin que me duela.

En realidad las agujetas son una especie de guía espiritual, o el equivalente amable, en contraste con las enfermedades, a ese siervo que se colocaba a la vera del general romano que entraba victorioso en la ciudad, y le ponía un cenizo memento mori en una oreja reblandecida ya por las alabanzas. Las agujetas generalizadas, por los hombros, por las corvas, por la planta del pie, por las pestañas, por el músculo de escribir también, estas regias agujetas que me han regalado a modo de bienvenida en el gimnasio, me recuerdan, todavía más, que ya puedo tener yo santos o asesinos viviendo dentro de mi cabeza; ya puedo soñar con oler las hierbas de Mongolia o la nuca morena de un hombre al que quise mucho y no he vuelto a ver jamás; ya puedo adornar como quiera mis paisajes mentales, que sin cuerpo, sin este cuerpo que hoy se expresa a través del dolor punzante, no soy nadie. Son una puta sinfonía de gatos maullantes, mis agujetas.

Pero salgo del coche, intentando aplacar mis instintos homicidas, porque lo único que quiero es quedarme un ratito dentro, dormida. Hace mucho que eso no pasa, y entonces, a santo de qué el nombre de este blog. Salgo, porque no quiero que a mi compañero le empiece a picar en las sienes su aura de incomparable profesionalidad. Y aunque el simple gesto de abrir la puerta del coche ya me hace sentir una campeona paralímpica, echo el resto montando el catalejo. Sé qué cara tengo mientras lo hago: soy Gary Cooper en la escena más famosa de Solo ante el peligro. Elegante, impertérrita, ocultando virtuosamente mis ganas de dormir y de matar. Extiendo las patas de mantis del soporte, coloco encima el aparato, y pego a la lente un ojo también acosado por las agujetas. Me tapo el otro ojo, porque ya es un clásico el hecho de que no sé guiñar, y como una heroína de la ornitología, me las apaño para desplazar, con no sé bien qué muñón, mi campo de visión a lo largo de la pared rocosa. A veces, y más que nunca cuando he dormido tan mal como lo hice anoche, todo me importa tan poquísimo que me conformo con cualquier cosa.

La pared oxidada, abollada, encrespada, no se ve bonita con tantos aumentos. A mí siempre me recuerda a una de esas imágenes poco pudorosas que muestran los entresijos de las válvulas del estómago abriéndose y cerrándose, las vellosidades intestinales, la pleura hecha unos andrajos, qué guarrería, la pleura. Todo eso que funciona perfectamente a oscuras y que no debería ser enseñado. Paseo mi ojo por la roca, como un ingeniero de Cabo Cañaveral que siguiese, comodón y envidioso, las evoluciones del astronauta en su nave. Como si la cosa no fuera del todo conmigo. Como si en vez de en lugar bello y sereno del campo, reventón ya de jaramagos, estuviese en las tripas del metro a la hora punta, viendo pasar apenas fogonazos de gente corriendo, una orgía de figuras desdibujadas.

Y entonces la veo, individualizándose contra la masa de piedra, al águila posada. Está muy lejos, lo que no me impide imaginar que ella me devuelve la mirada que le dirijo a través del catalejo. Es un flechazo en toda regla. Y cuando uno se enamora de esa manera ciega y gratuita, al principio siempre se cree que la cosa funciona en las dos direcciones. Nos miramos. Ella me abarca. Yo me maravillo. Cuánto tiempo llevaba ahí plantada, a lo mejor observando socarronamente mis movimientos de robot encasquillado. Cuántos esferas de vitalidad que pasan desapercibidas. Yo miraba y miraba la pared, con los ojos desnudos, con el catalejo, y no había nada. Y ahora veo al águila, y todo un poema épico de migraciones y merodeos y vuelos nupciales y presas desgarradas y crías imperiosas, empìeza a desplegarse sobre el telón de piedra, como en uno de esos espectáculos modernos de luz y sonido que se proyectan sobre la fachada de un edificio.

Y esa sorpresa de intuir de repente un mundo que antes ni siquiera existía, y de sentirme incluida en el mismo, me recuerda que en algún rincón remoto de mi cerebro debe de conservarse todavía el olvidado arrebato de cuando entendí la primera palabra de mi vida. Y me arregla así una jornada que estaba marcada por los tahures del sopor y la apatía.

viernes, 15 de marzo de 2013

Este blog se está haciendo mayor


En las musarañas debías estar durante el simposio. A alguno de los aludidos nos gusta la forma en la que escribes pero no tanto la forma en que nos describes. Tienes que ser más cortés, máxime con los que te tienen cortesía. Tenías que haber compensado lo de la barriga, los dientes mal conjuntados y demás detalles con una referencia a la nobleza de quienes te invitan a su casa. Saludos”.

Querido Anónimo:

¿Sabe una cosa? Me siento un poco abrumada. Como Miss Ceuta, si recibiera la corona de la más guapa de España. O Miss Albacete, o Miss Lugo, lo mismo me vale. Que a ver si va a ser usted de Ceuta, y a suponer consecuentemente que tengo algo contra la Siempre Noble, Leal y Fidelísima ciudad. Para nada. Cada vez que, en días bienaventurados de Poniente, intuyo sus formas desde el Mirador del Estrecho, me entran ganas de derramar sangre por la Patria.

El caso es que así me siento: como cualquier miss periférica que esperase un poco en las nubes, admirando su manicura francesa, a que el jurado nombre reina de la belleza a la representante de alguna provincia más vistosa, y que de pronto, en sordina, escuchase su propio nombre. Una mosqueada Miss Las Palmas, que posa de perfil a su lado y finge una sonrisa casi azul de tan blanca, le da a nuestra despistada amiga un codazo en las costillas. Entonces Miss Ceuta, o Albacete, o Lugo, vuelve de su trance, y se obliga a reconocer que sí, que ese nombre que ha escuchado es el mismo que el suyo, y que la miss España saliente viene realmente a su encuentro a colocarle la corona en la cabeza, y que las rosas que le acaban de colocar en los brazos no huelen a nada. ¿Y qué pasa cuando llega el esperado momento de que Miss Ceuta, o Albacete, o Lugo, pronuncie unas palabras de agradecimiento? Pues que a la pobre no le sale por la boca ni una sola palabra.

¿Tiene que ver este símil conmigo? Tiene. Porque a mí me parece que el momento de darle la réplica a un anónimo inaugura una nueva etapa en el desarrollo de un blog. Estoy harta de verlo. En blogs cuya cantidad de seguidores, en relación a la del mío, puede compararse al volumen de negocio de Amancio Ortega, también en relación al mío. Blogs a los que me gustaría arrimarme con la mano extendida, a ver si por caridad me dan una limosnita de comentarios. En esos blogs populares pasa que alguien que no tiene a bien identificarse hace cierto comentario que deja perplejo al autor, y entonces es cuando a este le da un arrebato, y decide dirigirle una respuesta al Anónimo en forma de post. Semejante coyuntura es nueva para mí, porque este blog, de tan minoritario, es prácticamente subterráneo, y porque su autora conoce las caras y los nombres y la guasa de casi todas las personas, salvo honrosas excepciones, que le alegran el día con su participación. Así que el suyo, Señor Anónimo, es como un premio para mí, un galón, si me permite la bromita. Significa que mi criatura ha crecido, y ya camina sola por ahí, a su aire, sin que yo pueda controlar adónde va y con quién habla. Significa que, al responderle públicamente, ya estoy haciendo cosas como las que hace Javier Marías en sus columnas de El País. Le estoy agradecida, en verdad, y como Miss Ceuta, o Albacete, o Lugo, no sé muy bien cómo expresárselo.

Y bien, después de esta muestra de lo que espero que usted entienda como cortesía, iré al grano. En primer lugar, Señor Anónimo, si no se refugiara usted en tal anonimato, servidora podría llegar a entender la razón por la que se sintió aludido en este post. Si se da cuenta, en ningún lugar del mismo se atribuyen a quienes me invitaron a su casa las características físicas que tanto le han desagradado. La escena a que se refiere tuvo lugar en un sala en la que se reunieron miembros de hasta tres colectivos profesionales bien diferenciados. Qué digo tres, hasta cinco, si contamos también a cetreros y a técnicos de la Administración.

Y, en segundo lugar, si así hubiera sido, si aquellos rasgos sueltos que cacé como con cazamariposas los hubiera encontrado en ese cuerpo al que usted parece pertenecer, ¿qué querría decir eso? ¿Que todos sus miembros están pasados de kilitos, y que necesitan imperiosamente que el Ministerio de Interior les pague una buena ortodoncia? Y si lee usted el post siguiente, ¿infiere que todos sus compañeros son unos hercúleos mocetones? Permítame que le diga, y por favor, no se me enfade, que si usted entiende tal cosa de esas pocas referencias mías, es que a lo mejor no le vendría mal una clase de lectura comprensiva. Porque, precisamente, lo que yo quería expresar en mi post es la asombrosa, abusiva, salvaje, exultante, riqueza que la realidad ofrece al ojo de quien sabe permanecer atento. A mí me pasa que a veces, muchas veces, salgo al mundo y la especificidad de lo que observo me fascina y me emborracha. Todo es distinto a todo; todo tiene un relieve agudo y un perfil característico; todo ostenta una huella propia e irrepetible, recogida al azar de la bolsa de las infinitas combinaciones espacio-temporales; todo tiene una historia que contar. Y por eso, cuando mi mirada se enfoca hacia lo microscópico, me vuelvo ciega para la generalidad. Soy incapaz de agrupar, o de trazar líneas generales, en caso de que estas existan más allá del comportamiento comodón del cerebro humano. Así que cuando me topo con un ejemplo de generalización tan virtuoso como el que usted demuestra en su comentario, no puedo dejar de admirarme.

Y déjeme decirle también, para terminar, que el día en el que el colectivo de ebanistas, o de canteros, o de paracaidistas, o de podólogos, se ofrezca a pagarme una buena suma a cambio de una serie de artículos laudatorios, entonces yo procuraré compensar los detalles supuestamente escabrosos que sobre ellos observe con un ramillete de apuntes sobre la nobleza de su gremio. Hasta entonces, todo lo que siga escribiendo sin patrocinios será una pura y simple expresión de la manera particular que tengo de interpretar mi propia experiencia.

Mis más sinceros saludos a usted y al resto de aludidos.

jueves, 14 de marzo de 2013

La Brasilia que seré

De vez en cuando me desdoblo. Mi parte cínica se acerca a mi parte cándida, dilata mucho las fosas nasales y pone cara de oler a pescado blanco. Y se aparta de ella, con una sonrisita condescendiente de capo. Es más mala, mi parte cínica, tan rubia, tan pagada de su talla noventa y cinco, tan chica popular de instituto americano. Disfruta lanzando una sola mirada diagonal a la bobita ilusionada y voluntariosa que soy últimamente, dándome la espalda al instante, con una ceja doblada a lo Zapatero, una nada más, como si incluso hacer una mofa fuera una inmensa pérdida de tiempo. Si acaso se digna a silbar una palabra, que sale de su boca en mayúsculas. Pava. Una de sus insultos favoritos. Pero pasa que mi parte cándida lo es hasta el delirio, y está implicada de tal modo en su empeño de mejorarme, que su piel se ha vuelto cuero. Es lerda e inquebrantable. Como un amish.

E igualmente crédula. Mi parte ingenua es una criatura capaz de tragarse que el viento Bóreas podría seguir fecundando a las yeguas. Que los pajaritos brotaron del eructo de un Dios indispuesto tras un atracón de sus plátanos recién creados. Y que si uno se marca un plan de acción compuesto de tareas muy simples y muy concretas, la ciudad interna que sueña como hábitat para la mejor versión de sí mismo se levantará tarde o temprano, con la misma diligencia con que fue construida Brasilia. En tal sentido, es optimista como un promotor en los años del pelotazo. Eso, o que su talento mimético es comparable al de Don Quijote. Porque últimamente mi parte cándida se ha paseado por demasiados blogs de realización personal, quizás.

Así que, por su culpa, mis días están empezando a parecerse a un milhojas de proyectos superpuestos, entre cuyas capas se desparraman cientos de tareas minúsculas. Los llamo así, en efecto: proyectos. Para convencerme de que detento el poder de remodelar activamente mi propia naturaleza. Qué pava. Y no hay día en que no se me ocurra alguno, y hasta unos cuantos. Hoy, por ejemplo, tengo en mente los siguientes:

El Proyecto “Entremetía”

(Porque hay palabras que, pronunciadas a la andaluza, concentran su significado)

Empezó a gestarse este proyecto en el descanso de la jornada sobre cetrería. El momento, un mediodía en el que la lluvia no era nieve por pura pereza. El lugar, un vestíbulo cualquiera en el laberinto infinito de la Comandancia de la Benemérita. Que de pronto es atravesado por un ejemplar calzado con chanclas de tirillas, y dueño de unas piernas como robles embutidas en un maillot de ciclista. El ejemplar tiene la robusta espalda llena de unos músculos que yo no he visto ni en Érase una vez la vida, y unos brazos capace de machacar cráneos sarracenos. Y a la vez es ligero y aerodinámico. En definitiva, uno de esos que consiguen que las uñas retráctiles se me disparen. El ejemplar se nos acerca a mí y a mi compañero, abre la puerta que tenemos a nuestra vera. Los dos miramos por la rendija. Oh, un rocódromo casero. Oh, qué interesante. Así que nuestro ejemplar es un hombre araña. Con lo que a mí me molan los hombres araña. Con las ganas lánguidas que tengo de convertirme en una mujer de su especie. Mi compañero, que es un auténtico entremetío, me mira con los ojos chinos, y se cuela por la rendija. Y se pasa todo lo que queda de descanso dándole palique al ejemplar que, me parece vislumbrar, anda ya colgado de las paredes como un bebé koala de su mamá. Mientras yo me quedo fuera, mirando con perversa nostalgia las gruesas colchonetas tendidas sobre el suelo del garito. Sin decidirme a entrar. Quedándome con las ganas de preguntarle al ejemplar si estaría dispuesto a adiestrarme en el arañismo. O al menos, de preguntarle por el modo de iniciarme por mi triste cuenta. O al menos, dónde tendría que perderme para que el grupo de montaña del que debe de formar parte acuda en mi rescate.

Y eso me recuerda la cantidad de veces que me he quedado con las ganas de entablar palique. La cantidad de sabrosa información sobre las costumbres del bicho bípedo que me he perdido, por pacata. La de conexiones que no han llegado a dar luz. La de soberbios accidentes que habré evitado. Las tres o cuatro vidas que no he llegado a utilizar por culpa de mi timidez. Eso tiene que acabarse. Tengo que dejar de quedarme con las ganas de ensuciarme con el material humano. Y para ello voy a entrenarme. Cómo, no lo tengo todavía muy claro, o sí, pero este post está quedando largo cual discurso de Fidel Castro. Acepto sugerencias sobre minúsculas tareas.

El Proyecto Espalda.

Vale que una como la del ejemplar arriba descrito en absoluto pegaría con el resto de mi anatomía. Pero es que esta espalda de nonagenaria que me estoy descubriendo tampoco lo hace. Así que también he decidido ponerme fuertota. Eso está mucho más definido. En un par de horas me recibirán cual hija pródiga en mi antiguo gimnasio. A la hora siguiente empezaré a enredarme con mis propios miembros en mi primera clase de yoga. Esta noche estudiaré precios en internet para comprarme un colchón de auténtico taco. A medio plazo, volveré al líquido elemento. Y si nada de eso funciona, pondré mis morenas carnes en manos de cualquier mago de Oriente o de Occidente, y me tiraré el tiempo que sea preciso en el taller de reparaciones.

El Proyecto 24 – A.

Tal día de abril me requiere la Justicia para asistir a una Sala de lo Penal, como testigo de un incendio que investigué, atención, hace ocho años. A mí, que necesito al menos un minuto para recordar lo que comí ayer. Y soy tímida, bla, bla, bla. Pero no me preocupa demasiado, porque no será la primera vez que lo haga. Lo que realmente me hace temblar las piernas es el juicio paralelo en el que yo seré la procesada, y mi juez, un mito personal al que voy a volver a ver después de otros tantos años. Y yo no quiero que me sigan temblando las piernas. No. Quiero ser una mujer sólida y cabal, y no una maldita fan. Y para entrenar mi seguridad, entre otras chorradas: le recomendaré a mi vecina que arregle el mando a distancia de su tele, y baje el volumen operístico de la misma a partir de las diez de la noche. Llevaré los carteles caseros que diseñé en enero a que me los impriman en un lugar verdaderamente modernito y snob. Devolveré llamadas incómodas en lugar de andar preparándome la excusa de que el teléfono se me rompió. Y no volveré a disculpar a mi parte cándida en ningún otro post.

martes, 12 de marzo de 2013

Días rapaces

 
Hay días en los que parece que la realidad prolifera. Es como si el espejo en el que te estás mirando de repente estallase en diez mil fragmentos que siguen reflejándote, a ti y al estampado de círculos multicolores de la cortina de ducha que hay a tu espalda, y al estante de las toallas, y a las manchas incurables del suelo de mármol. Y te quedas medio hipnotizada observando todas esas esquirlas y esos guijarros de vidrio, asustada de ver tu cara asustada y diminuta, repetida un número de veces que a ti te parece el infinito. Lo mismo pasa en días como hoy, en los que ningún detalle resulta superfluo. Hay demasiadas historias, demasiadas facetas, demasiados planos de realidad dispuestos a parasitar mi atención, hasta el punto de que presiento que de un momento a otro mi individualidad va a ser engullida.

Miro esto, escucho las historias de violencia o desamparo de la radio. Presto tanto interés a todo sobre lo que mis ojos ayer resbalaban, que al rato casi tengo que apretar fuerte los ojos y decir basta. A las siete y media de la mañana la circunvalación está apretada de unos coches que nos conceden la fantasía de que la lluvia no tiene por qué mojarnos. Y en cada coche hay una persona, a veces hasta dos y tres personas, y en cada persona hay un par de ojeras, y un empeño en que las cosas se mantengan igual que ayer; y la nostalgia sorda de un tiempo en que no hacía falta cuidar de nadie, ni cuidarse a uno mismo, porque lo único que se tenía que hacer era practicar el idioma de la reclamación y el llanto, para que alguien cuidara en todo momento de uno. En el Parque de la Salud se ven todavía edificios abiertos, impúdicos como una ecografía, erizados de grúas, iluminados sus esqueletos con luces que recuerdan a un faro. Y hoy es un día de esos en los que no puedo evitar preguntarme si el albañil que se afana ya en la planta segunda habrá desayunado antes de salir de casa, o si tendrá que esperar hasta las once de la mañana para comerse un bocadillo de tortilla o de lomo con ajos, cuatro horas avergonzado por el rugido de sus tripas.

Y después, en la sala donde una cincuentena larga de guardias civiles y agentes de medio ambiente atienden con más o menos afán a lo que se dice en un simposio sobre cetrería, el demasiado se rebasa sí mismo. Son tantos rostros, tantos mapas de arrugas o rictus; hay tal muestrario de arquitecturas de hueso y músculo y grasa, que parece como si estuviera recorriendo las calles de una exposición universal. El malagueño dicharachero que te abre los brazos uniformados tal y como si te estuviera recibiendo en el salón de bodas donde se casa su hija. El que sigue empeñado en cultivar la misma expresión torva y el corte de pelo de Harry el Sucio, a pesar de que su barriga es más bien comparable a la de Jesús Gil. El que lleva tanto galón en la solapa de su chaqueta que la piel de la cara se le ha puesto verde grisácea. El que se queda mirando mis uñas color cereza tan arrobado como si llevara puesto un triquini. El mismo que en todas y cada una de estas jornadas informativas se me acerca y, todo candidez y dientes mal conjuntados, vuelve a preguntarme si me acuerdo de él. De cada uno de estos hombres podría rescatar algo. Ninguno es hoy gris, anodino o desechable. Podría recorrer una a una las sillas, y cosechar viñetas de infancia; imaginarlos en el momento de meterse en la ducha, o recién despiertos, todavía con el pijama; o en el momento especialmente vulnerable de la cabezadita después de comer; o haciendo el amor, o pronunciando unos juramentos nupciales cuyas frases exactas más de uno ha olvidado; o haciéndose los fuertes en la consulta del especialista; o apretándole la mano a una mujer encima de cualquier mesa; o muriéndose, ya que estamos.

Podría hundirme de lleno en esta curiosidad maníaca, si no fuera porque lo que nos cuentan los ponentes es condenadamente interesante. Todas esas visiones de pasión desenfrenada hacia una afición que a cualquiera de nosotros nos resbala. Hombres que son capaces de conducir de Santiago de Compostela a una finca manchega para que su halcón, al que le han dedicado más horas de entrenamiento que las que necesita un marine, haga unos cuantos vuelos asesinos en pos de una liebre. Todos los apuntes sobre el comportamiento desviado de las aves amaestradas. Todo la corriente de amor que se establece entre los ojos del hombre que habla y los desmesurados de la lechuza que escucha a su lado. Todas las raíces hondas de acecho y comunión animal que nunca podrán ser extirpadas del corazón humano. Todo eso me acosa, me atrapa, me hinca las garras, y por un instante pienso que lo mejor sería que me quedase muy quieta, muy callada, para que semejante alud de realidad no acabe conmigo.

Pero entonces vuelvo a mirar a la lechuza, y al búho real, con sus ojazos redondos y naranjas como un sol recién amanecido, y los comparo con el pobre, el retraído azor cubierto con su caperuza. Y decido que prefiero quedarme ciega de ver tanto. Prefiero deslumbrarme.


Yo no robo ná

lunes, 11 de marzo de 2013

Si esto es un lunes

 
Entonces, sin que ningún síntoma preocupante la anuncie, se presenta en mi casa la euforia. Y no le importa en absoluto si resulta oportuna; si rima con el tiempo con que ha amanecido este día; si la circunstancia en la que me encuentra es la más adecuada. Sólo se cuela por alguna rendija que sin darme cuenta he dejado abierta, y empieza a crecer con un ruido de caracola puesta en la oreja, y crece y crece, y llega un momento en que parece que me va a estallar hasta el sujetador de tanto como crece. Pero ese momento pasa, y mi cuerpo aprende a convivir con ella, y de repente me encuentro haciendo ejercicios espirituales para no acostumbrarme demasiado a su presencia.

Hasta que advierto el rigor castellano de semejante tarea, y me digo a mí misma, o lo dice la voz seductora de la euforia a través de mi boca, que qué leches, si yo no me he caracterizado nunca por ser una estoica, precisamente. Y así es como decido transformarme en una antena parabólica receptora de ondas eufóricas. El cielo tiene hoy su día ciclotímico, y a ratos la pantalla de mi balcón se codifica como en los partidos del Canal +, y a ratos un tsunami de sol inunda mi casa y es como si alguien muy grande, alguien a quien llamaría Dios, si creyese, estuviera soltando una gran risotada. El jazmín crece desgarbado como un adolescente que, a pesar de la hosquedad y los granos, promete. El saltamontes que me ha subarrendado el gozne de los postigos sigue en su puesto, y juro que percibe mi presencia. Me acerco, le digo amablemente hola, Pepito G., porque soy capaz de cogerle cariño hasta a un imperdible, y él me devuelve el saludo estirando una de sus serradas patazas.

Y siguiendo la línea evolutiva llegamos hasta Jose, que no para de encadenar una faena minúscula tras otra, con la expectativa de que la suma de sus tareas compense el tiempo que paso en la cocina. Míralo, criatura, cómo llena de agua las botellas de vidrio, porque el plástico es el demonio globalizado, fucsia, la suya, azul turquesa, la mía. Cómo llena la aceitera, el salero, el azucarero. Es que hoy se ha levantado con furia rellenadora, igual que ayer se levantó con furia vaciadora, y dejó el piso sin un mala servilleta sucia, sin tapas traicioneras de latas de atún, sin vasitos de yogur relamidos, sin tarros pegajosos de cristal. A mí me enternece su ir y venir, y no puedo más que concluir que sí, que las cuentas hogareñas salen, y que puede que yo me sepa los trucos de magia culinaria, pero que es él el que mantiene a raya las fuerzas de la entropía en esta casa, y el que nunca se olvida de llevar a cabo todas esas tareas que, cuando vivía sola, no cumplía más que cuando me asustaba demasiado el síndrome de Diógenes.

A estas alturas he acumulado ya tanta euforia que amenaza con volverse tóxica. Si no la utilizo para algo provechoso, terminaré pintando las paredes con pintalabios, o convirtiendo mis jerseys en pajaritas. Es el momento de cocinar. Es el momento de rehabilitarme de la prodigiosa ineptitud que desplegué en las clases de Manualidades, o Pretecnología, o cualquiera que fuese el eufemismo con el que llamaran a esas horas de tortura. Es el momento de recortar círculos de polenta con uno de los aros metálicos que compré para conseguir el carnet de gastrónoma avanzada, y que ahora sólo me inspiran visiones perversas. El momento de tornear hamburguesas mullidas como los cojines del sofá de tu abuela; de plegar triangulitos de pasta brick rellena de calabacín; de quejarme amargamente ante el Creador por mis dedos hemipléjicos; de comerme todos los desbordamientos de relleno. Es el momento de que la esquizofrenia meteorológica me afecte, y de que mi garganta profunda combine fados con estribillos indecentes de Pitbull. Es el momento de que la polenta me recuerde el efecto especular y raro de la lluvia en Venecia, porque cuando estuve allí llovía a cubos, y me quedé con ganas de comerla; y los briouats, la tromba de agua que salió al paso del microbús con el que recorrí los eriales de Túnez; y la radio, lo mucho que llovió el invierno de los atentados de Madrid y de mi enamoramiento bombero.

Es el momento de parar, poner los brazos en jarras, mirar por la ventana y comprobar que ha vuelto a llover, y que a la vez brilla un sol demencial. El momento de adivinar por fin que la euforia no es más que un mensaje en clave de que hoy es lunes y yo estoy enamorada sin remedio hasta de las migajas más triviales de mi vida.

domingo, 10 de marzo de 2013

Es sangre. Es humano.

 
¿Que por qué cuento, Madrede, con que alguien no obligado por el ADN pueda interesarse por mis vicisitudes menstruales? Bueno, ¿por qué no? Este no es un blog especializado en trucos de bricolaje, ni en monas que se visten de seda, ni en dietas milagro. Aquí hablo de lo que me pasa, y de lo que, joder, no me pasa nunca; de lo que me pasó y de aquello por encima de lo que pasé; de lo que ojalá me pase y de lo que no, eso sí que nunca va a volver a pasarme. Y tengo la todavía trémula confianza de que si algunas personas hacen un huequito en su tiempo para colocar un ojo en esta mirilla de mi vida, es porque, de alguna manera que me sigue perturbando, les interesa las conjugaciones que hago del verbo “pasar”.

Y resulta que una de las cosas que me pasan es que soy un ser humano con fuerzas y flaquezas variables. Y también me pasa que soy un mamífero con instintos y hambre y necesidad de cobijo, y un ser vivo que intercambiará materia y gases con su medio hasta el mismo momento en que su cuerpo se deshaga, y todavía después. Porque tengo un cuerpo, Madrede. No, espera. Soy un cuerpo, este cuerpo, y aquello de lo que me alimento abastece tanto la fábrica de abstracciones como el resto de glándulas. La memoria de mis años de infancia y mi bienestar intestinal están al mismo nivel en mi escala de valores existenciales. Y todo está acoplado. Si alguna frustración me crispa, el engarce de las mandíbulas se encalla. Si la piel da uno de sus golpes de estado, bueno, entonces mi esfera de intereses se jibariza hasta alcanzar el tamaño de una cabeza de alfiler. Puede que te parezca una burrada escatológica, pero lo cierto es que la excreción me construye igual que la literatura. El trabajo de mis pulmones me explica. Mi musculatura me demuestra. Y la huelga de mis hormonas me trastorna aún más que su ritmo de trabajo habitual.

Así que, si mis ovarios o mi hipófisis o lo que sea que dirige mi ciclo menstrual, se toman unas vacaciones, a mí me atañe, no sólo como objeto pasivo y sufriente, sino también como corresponsal de una experiencia en la que pudiera verse reflejada, y entonces consolada, cualquiera. Cualquiera que sangre mes tras mes tras mes, y que de repente ya no, y entonces qué. Cualquiera que necesite leer lo que le va a pasar en el cuerpo si sigue al pie de la letra las instrucciones de su médico de cabecera. Cualquiera, tenga o no útero, que esté a punto de decidir que hasta aquí hemos llegado de medicamentos, y que todavía no se atreva. Cualquiera que se vea en la tesitura de tener que enfrentarse a un colapso físico. Cualquiera que se vea en la obligación de asimilar que las cosas del cuerpo funcionan hasta que dejan de funcionar. Cualquiera, achacoso o rebosante de salud, que se interese mínimamente por el catálogo completo de peripecias humanas.

Voy a acabar con una pequeño secreto. A mí el suceso de la menstruación me golpeó en mis partes psíquicas más blandas. No recuerdo muy bien aquello. Sólo sé que revelarte la llegada de mi primera regla no me costó tanto como adaptarme a la instauración definitiva de una rutina mensual que debía ceñirse al ámbito de la más absoluta intimidad. Cada mes sufría terrores de vergüenza. Cada vez que me cambiaba de compresa, escondía la sucia en lo más hondo del cubo de basura. Cada vez que el paquete se quedaba vacío y tenía que pedirte que compraras uno, me moría. Así que si ahora le cuento al lucero del alba lo que mis bragas cuentan de mi salud física y mental, imagina hasta qué punto ha sido provechoso mi largo proceso de maduración. E imagina también el bochorno que me hubiera ahorrado si no hubiera considerado tabú todo lo que pasa en el cuarto de baño.