Me preocupaba que la Gente Grande andara rarita desde hace unos días. No es que estén haciendo cosas
extravagantes, quiero decir, cosas más extravagantes de las que
acostumbran. Pero, no sé, me parecía que había algo que los traía de un lado para otro en oleadas imprevisibles. Últimamente
llenan las calles de una manera que ni siquiera en las noches
fresquitas del verano pensé que fuera posible. Corriendo como
siempre, oscuros y apenas distinguibles unos de otros con su pelaje
de invierno. Casi todos cargados con bultos. ¿Comida para sus crías,
algún material para adecentar esas madrigueras raras en las que se
apilan? Nunca llegaré a entenderlos del todo. Luego, en el tiempo
que dura un pasatiempo de vuelo, se esfuman. Dejan sola la calle, que
es algo que tampoco pensé que sucedería.
En fin. Biber me aclaró parte del
misterio. Me contó que los Gigantes pasan mucho tiempo estos días
encerrados en sus madrigueras, comiendo y bebiendo sin parar en
compañía de toda su descendencia, como si estuvieran a punto de
echarse a hibernar todos juntos. Y dijo que, puesto que la Gente
Grande se reunía y parecía alegrarse con ello, se le había
ocurrido escaparse unas horas y hacerme una visita. Y cuánto me
alegró a mí adivinar su silueta en el apostadero que solía usar
cuando rondaba todavía por la azotea, alejado un poquito de la bulla
que armaban los otros, espiando a su antojo los penosos aleteos en
tierra que yo ensayaba cuando creía que nadie me veía. Giré la
cabeza y allí estaba, impecable como siempre, pero quizás más
robusto. Menos...Menos disponible para esa vieja broma de Pit Bull
sobre la posibilidad de no llegar a encontrar una hembra y tener que
armar un nido con el delicado Biber de huesos tan finos.
Pero sus ojos eran los mismos de siempre.
Sagaces y un poco burlones. Como si todo lo que te carcome por dentro
se estuviera escribiendo en el aire. No sé cuánto tiempo llevaría
observándome, pero sabía que estaba asustado. Esa sombra que se
estiraba amenazadora sobre el tejadillo de la azotea, y que terminó
siendo la suya. El rojo tan perturbador de las luces que los Gigantes
colocaron hace un par de semanas sobre la calle, como si también
quisieran falsificar las estrellas. La misteriosa interrupción de su
ruido. Estaba más solo que la una en un mundo donde siempre hay
murmullos. O al menos eso creía. Quién me iba a decir a mí que la
aparición del gatuno de Biber iba a estar a punto de hacer reventar mi
frágil pechito.
Me consoló tanto su presencia, que
cuando al poco apareció mi Hermano también, apenas me sorprendí.
Lo recibí con la naturalidad con que se aceptan las cosas durante
los sueños. No tenía un aspecto tan soberbio como el de Biber. Le
faltaban un par de plumas aquí y allá, y tenía una uña astillada.
Pero no se daba importancia. Mi Hermano, mi hermanito. Lo miré mucho
a lo largo de toda la noche, y apenas pude reconocer en él a la
criatura eufórica y un poco boba que seguía a Pit Bull como una
sombra. Está más serio, ha aprendido por fin a controlar cuando le
toca hablar y cuando toca el silencio. Pero noto en él una especie
de contento secreto. Como si un rinconcito tibio de sí mismo, bien
protegido por la cara ceñuda, estuviera sonriendo. Echa mucho de
menos a su héroe, pero no sé, algo me dice que había en mi Hermano
una garra secreta que se liberó con la muerte de Pit Bull.
Vaya, no paramos de hablar, bajo aquella
rara luz roja que poco a poco me fue pareciendo más cálida. Mi
Hermano pintó con pocas palabras un mundo apenas poblado por
Gigantes, donde el frío es frío verdadero y los pájaros del cielo
no son tan confiados como los estorninos. Con serenidad nos dijo que
Pit Bull, tan listo y poderoso como creíamos, se había comportado
como un novato cuando se zampó aquel trozo de carne muerta y
negruzca que se encontró por ahí tirado. Dijo que la vida libre
requería de una conciencia totalmente distinta a aquella con la que
nos habíamos criado en esta misma azotea. Habló de escarcha y de
estrellas, de árboles y de espacios abiertos, fanfarroneó un poco
sobre las hembras bravías de los campos, y aunque no pronunciara la
palabra, habló también del miedo a todos los ecos revelados por las
asombrosas paredes de piedra.
Tenía mi Hermano un rayito de
condescendencia en los ojos cuando a Biber le tocó describirnos su
rutina de entrenamientos, y el ocio de príncipe de que disfruta
desde que fue adoptado por un Gigante. Yo era sincero al decirle que
daría unas cuantas plumas por ver una de sus madrigueras por dentro,
pero la verdad, ese teatrillo de las caperuzas de cuero y de cazar
sin ganas para darle gusto a un Gigante, cuando en ese momento quizás
preferiría estar contemplando pacíficamente o echando una
cabezadita... Biber rió sin que su risa sonara esta vez afectada.
No vas a cambiar nunca, Lentito.
Y yo me uní con ganas a sus risas. Ellos
no creyeron necesario interrogarme sobre mis novedades, y yo no pensé
que mis elucubraciones sobre los Gigantes pudiera interesarles ahora
más que antes. Y sin embargo, en ese momento, escuchando los
relatos de sus aventuras, tratando de imaginar todas esas otras vidas
interesantes, supe con alegría que intentar comprender el mundo
desde mi azotea tampoco era una opción tan cobarde.
Lentito ha resultado ser el más "rápido" de todos.
ResponderEliminarAl menos el más tolerante, espero. Si no, soy capaz de cortarle las alas en cualquier momento.
EliminarAy, los adoro...
ResponderEliminarY ahora cómo te digo que mi intención era acabar la serie con este capítulo. No sé. Ya los estoy echando de menos.
EliminarCaminaba esta mañana (como voy un poco atrasada en mis lecturas, la coincidencia me resulta igual de sorprendente) preguntándome qué habría sido de estas criaturas, si es que no volveríamos a saber nada de ellas y esperando que no fuera así...
ResponderEliminar