viernes, 27 de diciembre de 2013

Peregrinos (VI): Nochebuena

 
Me preocupaba que la Gente Grande andara rarita desde hace unos días. No es que estén haciendo cosas extravagantes, quiero decir, cosas más extravagantes de las que acostumbran. Pero, no sé, me parecía que había algo que los traía de un lado para otro en oleadas imprevisibles. Últimamente llenan las calles de una manera que ni siquiera en las noches fresquitas del verano pensé que fuera posible. Corriendo como siempre, oscuros y apenas distinguibles unos de otros con su pelaje de invierno. Casi todos cargados con bultos. ¿Comida para sus crías, algún material para adecentar esas madrigueras raras en las que se apilan? Nunca llegaré a entenderlos del todo. Luego, en el tiempo que dura un pasatiempo de vuelo, se esfuman. Dejan sola la calle, que es algo que tampoco pensé que sucedería.

En fin. Biber me aclaró parte del misterio. Me contó que los Gigantes pasan mucho tiempo estos días encerrados en sus madrigueras, comiendo y bebiendo sin parar en compañía de toda su descendencia, como si estuvieran a punto de echarse a hibernar todos juntos. Y dijo que, puesto que la Gente Grande se reunía y parecía alegrarse con ello, se le había ocurrido escaparse unas horas y hacerme una visita. Y cuánto me alegró a mí adivinar su silueta en el apostadero que solía usar cuando rondaba todavía por la azotea, alejado un poquito de la bulla que armaban los otros, espiando a su antojo los penosos aleteos en tierra que yo ensayaba cuando creía que nadie me veía. Giré la cabeza y allí estaba, impecable como siempre, pero quizás más robusto. Menos...Menos disponible para esa vieja broma de Pit Bull sobre la posibilidad de no llegar a encontrar una hembra y tener que armar un nido con el delicado Biber de huesos tan finos.

Pero sus ojos eran los mismos de siempre. Sagaces y un poco burlones. Como si todo lo que te carcome por dentro se estuviera escribiendo en el aire. No sé cuánto tiempo llevaría observándome, pero sabía que estaba asustado. Esa sombra que se estiraba amenazadora sobre el tejadillo de la azotea, y que terminó siendo la suya. El rojo tan perturbador de las luces que los Gigantes colocaron hace un par de semanas sobre la calle, como si también quisieran falsificar las estrellas. La misteriosa interrupción de su ruido. Estaba más solo que la una en un mundo donde siempre hay murmullos. O al menos eso creía. Quién me iba a decir a mí que la aparición del gatuno de Biber iba a estar a punto de hacer reventar mi frágil pechito.

Me consoló tanto su presencia, que cuando al poco apareció mi Hermano también, apenas me sorprendí. Lo recibí con la naturalidad con que se aceptan las cosas durante los sueños. No tenía un aspecto tan soberbio como el de Biber. Le faltaban un par de plumas aquí y allá, y tenía una uña astillada. Pero no se daba importancia. Mi Hermano, mi hermanito. Lo miré mucho a lo largo de toda la noche, y apenas pude reconocer en él a la criatura eufórica y un poco boba que seguía a Pit Bull como una sombra. Está más serio, ha aprendido por fin a controlar cuando le toca hablar y cuando toca el silencio. Pero noto en él una especie de contento secreto. Como si un rinconcito tibio de sí mismo, bien protegido por la cara ceñuda, estuviera sonriendo. Echa mucho de menos a su héroe, pero no sé, algo me dice que había en mi Hermano una garra secreta que se liberó con la muerte de Pit Bull.

Vaya, no paramos de hablar, bajo aquella rara luz roja que poco a poco me fue pareciendo más cálida. Mi Hermano pintó con pocas palabras un mundo apenas poblado por Gigantes, donde el frío es frío verdadero y los pájaros del cielo no son tan confiados como los estorninos. Con serenidad nos dijo que Pit Bull, tan listo y poderoso como creíamos, se había comportado como un novato cuando se zampó aquel trozo de carne muerta y negruzca que se encontró por ahí tirado. Dijo que la vida libre requería de una conciencia totalmente distinta a aquella con la que nos habíamos criado en esta misma azotea. Habló de escarcha y de estrellas, de árboles y de espacios abiertos, fanfarroneó un poco sobre las hembras bravías de los campos, y aunque no pronunciara la palabra, habló también del miedo a todos los ecos revelados por las asombrosas paredes de piedra.

Tenía mi Hermano un rayito de condescendencia en los ojos cuando a Biber le tocó describirnos su rutina de entrenamientos, y el ocio de príncipe de que disfruta desde que fue adoptado por un Gigante. Yo era sincero al decirle que daría unas cuantas plumas por ver una de sus madrigueras por dentro, pero la verdad, ese teatrillo de las caperuzas de cuero y de cazar sin ganas para darle gusto a un Gigante, cuando en ese momento quizás preferiría estar contemplando pacíficamente o echando una cabezadita... Biber rió sin que su risa sonara esta vez afectada. No vas a cambiar nunca, Lentito.

Y yo me uní con ganas a sus risas. Ellos no creyeron necesario interrogarme sobre mis novedades, y yo no pensé que mis elucubraciones sobre los Gigantes pudiera interesarles ahora más que antes. Y sin embargo, en ese momento, escuchando los relatos de sus aventuras, tratando de imaginar todas esas otras vidas interesantes, supe con alegría que intentar comprender el mundo desde mi azotea tampoco era una opción tan cobarde.

5 comentarios:

  1. Lentito ha resultado ser el más "rápido" de todos.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Al menos el más tolerante, espero. Si no, soy capaz de cortarle las alas en cualquier momento.

      Eliminar
  2. Respuestas
    1. Y ahora cómo te digo que mi intención era acabar la serie con este capítulo. No sé. Ya los estoy echando de menos.

      Eliminar
  3. Anónimo entre comillas30 diciembre, 2013 22:19

    Caminaba esta mañana (como voy un poco atrasada en mis lecturas, la coincidencia me resulta igual de sorprendente) preguntándome qué habría sido de estas criaturas, si es que no volveríamos a saber nada de ellas y esperando que no fuera así...

    ResponderEliminar