Ya no necesito un libro para aprender a
morirme. Me basta con el ejemplo de Leo. Y su método tampoco parece
difícil. Consiste, simplemente, en dimitir del estado de postración,
y eso es algo que, estando resfriada, yo siempre he hecho. Salir de
la cama y volver locos a los virus con un fragor de fregonas o
tiendas. Sabré hacerlo. A esas alturas avanzadas de mi vida, espero,
habré aprendido ya a expulsar de mi mente la dulce toxina de la
autocompasión. No querré que nadie me atienda ni haga de Dolorosa
junto a mi lecho de muerte. Sacaré de los huesos un resto de fuerza
para evitar quedarme varada.
Haré otra cosa más, como Leo. Le tomaré
el pelo a mi historia. Dimitiré formalmente de mi personalidad. Leo
siempre ha sido una gatita sosa. Yo quería entender su quietud, su
mirada de ojos verdes e impertérritos, como una prueba de sobriedad.
Leo, reflexiva; Leo, Esfinge; Leo, guardiana de algún misterio. Pero
qué va. En realidad era más bien marmolillo. Toda la sangre
bulliciosa, las trastadas y las gracietas de gato díscolo se las
dejaba a su hermana Paquito. Su máxima ambición era poner postura
de pavo asado en algún sofá previamente caldeado por un culo
humano. Si podía dejar caer todo su peso encima de tu ordenador o tu
libro, mucho mejor. Ante todo, Leo quería calor y atención. Se
plantaba encima de ti o a tu lado, y te daba un topetazo con su
cabeza de foca bebé, de animalito silvestre de mansedumbre poco
fiable. Tú dejabas de leer y le hacías unas pocas caricias, y si
volvías a lo tuyo, Leo alzaba una pata y con un cachetito en el
brazo, en la cara, te instaba amablemente a que no te distrajeras de
tu misión rascadora. Leo era una gata salvajemente doméstica. Y la
pasividad militante era su fuerte.
Pero con la mudanza a Casa Azahara cambió
el panorama. Desde que se puso enferma en verano, Leo era la tercera
parte del gato albondigón que había sido siempre. Donde antes sólo
había peluche, ahora la mano encontraba vértebras puntiagudas, una
pelvis estrecha, costillas. Daba pena verla, igual que a tu abuela se
la daría si te viera tras un mes de dieta. Y el nuevo lugar era una
plaza fuerte de escaleras y terrazas. Demasiadas alturas, demasiados
obstáculos. Demasiado espacio. Así que ¿quién iba a pensar que
Leo empezara a ser quien nunca había sido? Una gata exploradora. Una
gata aventurera. Una gata que se ha amodorrado diez mil veces junto a
su dueña, digo, su cuidadora, viendo documentales de leonas
furiosas. A los dos días escasos de llegar a la nueva casa, y cuando
todo el mundo apostaba a que ya no saldría de su madriguera bajo la
manta, Leo cambió. Fue ella, y no Paquito, quien inició el rastreo
del sol en las terrazas. Ella quien primero bajó a trompicones, pero
sin pausa, todos los escalones de aquel castillo. Ella quien se
atrevió a poner las patas en el huerto de limoneros. Era,
probablemente, la primera vez que pisaba tierra suelta, después de
toda una vida vegetando en un piso. Y aquellos eran, probablemente,
los primeros árboles bajo los que paseaba. Cuántos olores, cuánto
sol acumulándose en la batería de sus mechas rubias. Cuánta vida.
En sus tiempos de gata gorda, no se habría visto el pilar que tiene detrás |
Mi madre me envió ayer esta foto. ¡Bicho
audaz, burlándose de los achaques y del vértigo de su dueña! Unas
diez horas después, Leo estaba muerta. Y yo ya no puedo seguir
escribiendo.
(Creo que tendré que eliminar lo de (pequeñas) en el nombre de esta etiqueta)
Diez horas no, seis.
ResponderEliminarVida mía que bien la has retratado.
Gracias en su nombre. Y en el mío.
Te quiero.
Vuelvo a leerte, después de mucho tiempo, y sigues conmoviendo.
ResponderEliminarPreciosa narración de la mágica transformación que vivió Leito en su nuevo hogar.
Era una gata preciosa y cariñosísima a la que siempre querremos.
Si abrimos los ojillos es verdad que cualquier cosa esconde un tratado sobre la vida.
ResponderEliminarCuánto cariño transmiten tus lineas. Siento la pérdida.
Besitos!.
PD.: Me encanta que una gata se llame Paquito... qué arte.
Toda esta historia me conmueve. Yo conocí a Leo apenas recién nacida, junto a su madre -qué triste historia la de su madre- y un montón de hermanillos. Y me reencontré con ella pocos días antes de su muerte. La foto es una lección de cómo despedirse del mundo, del sol, del aire. Animalillo precioso.
ResponderEliminarManolo.
Lo siento :(
ResponderEliminarAndaba yo contenta, después de tanto tiempo de verlas sólo un par de días cada par de años, de compartir con ellas tantas horas seguidas. El sábado pasado me "enfadaba" con Leo (reconozcamos que nos encanta ser los dueños de las rodillas que eligen como almohadón), porque insistía, con esos movimientos como de camaleón que había adquirido tras su enfermedad, en volver a posarse sobre mis piernas, sin dejarme terminar la labor que tenía entre manos, ya casi sin peso ella, pero conservando la belleza de sus ojos como esmeraldas; querida Leo, para siempre...
ResponderEliminarQueridos y queridas, en el cielo de los gatitos habrá un pisito para cada uno de vosotros.
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