lunes, 16 de diciembre de 2013

Criatura pequeña

 
Hay libros que te llegan dentro no por su capacidad para modelarte o recubrir con brillo dorado tu inteligencia, sino porque te despojan. Van decapando tu personalidad y tu historia, eliminando una a una las manos de pintura que has acumulado con el tiempo, hasta que debajo descubres una madera humilde, pero adornada con una veta naturalmente hermosa.

Eso me está pasando a mí ahora con Todas las criaturas grandes y pequeñas, de James Herriot. No es el libro más deslumbrante que he leído nunca. No va a cambiarme radicalmente ni me va a poner en dirección hacia tierras exóticas. Es una memoria candorosa de veterinarios y granjeros, animales que mueren y partos imposibles que se terminan resolviendo de manera jubilosa. Un libro cachorro, de rasgos redondeados y pelaje suavito, que se lee como si en el mundo no hubiera soja transgénica, angustia en el alma, humos asesinos o Corea del Norte. Con una sonrisa que tiene que ver con su propio carácter bucólico y su humor blanco, pero también con el recuerdo de algo que cualquiera ha sido alguna vez: un personaje muy novato y muy tierno.

Yo voy leyendo las andanzas de este veterinario en el Yorkshire rural de los años treinta, y ante mis ojos va apareciendo, además de un paisaje cuajado de boñigas y brezos, la pequeña persona que fui hace diez años. Acababa de inaugurar mi vida laboral, e igual que el protagonista, me codeaba con vacas, y recorría en una lata motorizada campiñas donde se celebraban orgías entre flores de todos los colores. Había una galería parecida de personajes secundarios un poco bizarros. Gente que vivía de lo más cómoda el cliché de lo rústico; que trabajaba los domingos y los días de Año Nuevo; que tenía manos grandes y oscuras como botas de vino; que apenas si eran capaces de cambiar de opinión y que no te dejaban marchar hasta que no aceptabas una bolsa de naranjas o un vaso muy rayado lleno hasta el borde de un asesino café de puchero.

Vacas, flores, vacas


Había dos hermanos solterones que se quitaban la gorra cuando hablaba con ellos, y que me miraban como si fuera la mismísima reina de las valquirias recién desmontada de un caballo de fuego. Me llamaban zeñorita, y la frase que uno empezaba, invariablemente la terminaba el otro. Había un viejo que vivía solo en un cortijo al pie de la carretera, a medio paso de un pueblo con parabólicas y supermercado, pero que tenía unos ojos tan tristes, y unas paredes tan sucias de hollín, que era como si para llegar hasta él hubiera que atravesar diez puertos de montaña y kilómetros de páramo. Había uno que se reía como una hiena a tu primer buenos días, y que ya podría haber hablado como un Einstein o un Buda, que uno sólo podía fijarse en sus uñas amarillas y retorcidas como un tirabuzón. Había un Papa Noel con bigote que dos veces, dos, tuvo que remolcar mi coche con su tractor para sacarlo de una misma cuneta, y que cuando yo ya me había mudado a Granada, encontró un papelito con mi número en su cartera, y me llamó para ver cómo estaba.

Hoy esas historias me parecen inverosímiles, porque ya no puedo pararme en los mismos cuatro o cinco cortijos, y porque defiendo con tanto celo mi tiempo libre, que ya no le doy mi teléfono a nadie. Pero entonces era todo tan flamante, que no había distinción posible entre ocio y trabajo. Todo era aprender, recibir, soltar lo que hasta entonces había sido y recoger trozos a cambio para construir una nueva persona. Yo era más boba y vivía aún con modorra, pero mi historia admitía tanta ingenuidad como las del libro que leo ahora.


3 comentarios:

  1. Todos somos, tantas veces, como " pequeñas criaturas". Pero algunos, algunas veces, tan grandes.

    ResponderEliminar
  2. Tú siempre serás una pequeña criatura, porque tienes una forma adorable de ver el mundo, de hacer increíble lo más sencillo.
    Un beso.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Y después de este comentario, es cuando yo voy a hablar con tu padre y le pido tu mano.

      Eliminar