Leo ya ni se inmuta. Se queda petrificada
en su transportín, y si no fuera porque todavía es blandita y tiene
cara de pena, le daría un aire a la Esfinge. Podría decirse que ha
alcanzado una completa y envidiable independencia del medio, y que
nada de este mundo la afecta. Pero no es eso, en absoluto. Bastante
tiene ella con lo suyo. Este verano ha estado tan enferma que su
imperturbabilidad no es un logro, sino una secuela.
En cambio, Paquito está mal. No come
casi, no busca el cajón de la arena, no sale de debajo de una cama
todavía extraña, o de la manta que usa de caparazón protector
contra este lío de volúmenes desordenados y nuevas esquinas. Asoma
su cabezota y te mira con ojos redondos de búho, intentando
aferrarse a los rasgos más o menos familiares de tu cara como un
naúfrago a su tabla. Paquito es una gata vieja pero sana, que
conocía al dedillo cada altura relativa de la casa donde hasta ayer
vivía. Le gustaba tenderse sobre el alféizar de una ventana baja, y
cuando alguien pasaba a su lado, ella saludaba con un maullido
cortés, y casi todo el mundo se lo devolvía. Era muy popular,
Paquito. Y el viaje hasta su nuevo hogar ha sido tal shock que aún
no sabe que la han traído al campo. A estas alturas de su
vida, cuando no parecía necesitar más que pienso, ventana y sofá.
Cuando ya se había aplacado ese nervio que la llevaba a tirar todos
las fotografías enmarcadas sobre la consola. Cuando la aventura de
saltar del alféizar hasta la acera y esconderse bajo los coches no
era más que un recuerdo casi soñado que a veces la entretenía en las duermevelas.
Paquito no quiere salir de su manta |
Y mi madre apenas si tiene tiempo para
estar preocupada. Sube escaleras, baja escaleras, cambia alfombras de
sitio, descuelga cuadros que merecen acabar entre llamas. Poco a poco
se va aclarando en su mente el croquis de interruptores y enchufes.
Hora tras hora se empeña en que Casa Azahara pase de ser la casa de
alguien al hogar de cualquiera.
Y tantas cosas tiene que hacer, que a lo
mejor ni se da cuenta de que esta vez soy yo la que la deja
rodeada de trastos de una mudanza; la que coge el coche y regresa a
un lugar donde ya no hace falta aprender a moverse. Siempre habían
sido ella y mi padre los que decían adiós y me dejaban a solas con
el empeño de fabricar orden a partir de una nueva entropía. Ya ni
siquiera me acuerdo de cada momento, de cada montón monstruosamente
creciente de cajas, de cada puerta en la que se formuló cada
despedida. La primera vez en Granada, cuando la universidad se echaba
en la piel como un maquillaje de independencia. En otros dos pisos
lúgubres de estudiantes. En Sevilla. En Jimena, cuando la autonomía
pasó de disfraz a uniforme. Y después de vuelta a Granada. Yo no
cobraba aún el primer trienio, y ella seguía ayudándome a peinar
la ciudad en busca de piso.
Ahora comprendo lo que debían de sentir
ambos al dejarme rodeada de cajas en las que nunca parecía caber el
hogar. Ahora miro a Paquito y veo en sus ojos un reflejo de mi niñez
ambulante. Ahora soy yo la que puede por fin confirmar que una
mudanza te hace más grande.
Las mudanzas..., crean nuevas espectativas, esperanzas en cambios para mejor...pero que jodias son!.
ResponderEliminarMuchas cosas, siempre. Muchos trastos y recuerdos y fijaciones y rutinas.
EliminarSi las vieras ahora mismo, sentadas en mi halda, tapadas con la manta, calentitas las tres, desearía tenerlas así indefinidamente, para hacerles olvidar el mal rato.
ResponderEliminarTienen una memoria de pacotilla: sólo se acuerdan de cuando eran cachorros y daban apretoncillos en la panza de la madre para que saliera más leche. Seguro que pronto habrá que volver a echarle el alto a Paquito.
EliminarSolo tú puedes hacer que una mudanza suene a la vez triste, bonito y trascendente.
ResponderEliminarMuas.
Poquísimos como tú pueden, mediante un comentario, hacer que me emocione y sienta que esto del blog sigue valiendo la pena.
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