lunes, 18 de noviembre de 2013

Lo único que no cambia son las mudanzas

Leo ya ni se inmuta. Se queda petrificada en su transportín, y si no fuera porque todavía es blandita y tiene cara de pena, le daría un aire a la Esfinge. Podría decirse que ha alcanzado una completa y envidiable independencia del medio, y que nada de este mundo la afecta. Pero no es eso, en absoluto. Bastante tiene ella con lo suyo. Este verano ha estado tan enferma que su imperturbabilidad no es un logro, sino una secuela.

En cambio, Paquito está mal. No come casi, no busca el cajón de la arena, no sale de debajo de una cama todavía extraña, o de la manta que usa de caparazón protector contra este lío de volúmenes desordenados y nuevas esquinas. Asoma su cabezota y te mira con ojos redondos de búho, intentando aferrarse a los rasgos más o menos familiares de tu cara como un naúfrago a su tabla. Paquito es una gata vieja pero sana, que conocía al dedillo cada altura relativa de la casa donde hasta ayer vivía. Le gustaba tenderse sobre el alféizar de una ventana baja, y cuando alguien pasaba a su lado, ella saludaba con un maullido cortés, y casi todo el mundo se lo devolvía. Era muy popular, Paquito. Y el viaje hasta su nuevo hogar ha sido tal shock que aún no sabe que la han traído al campo. A estas alturas de su vida, cuando no parecía necesitar más que pienso, ventana y sofá. Cuando ya se había aplacado ese nervio que la llevaba a tirar todos las fotografías enmarcadas sobre la consola. Cuando la aventura de saltar del alféizar hasta la acera y esconderse bajo los coches no era más que un recuerdo casi soñado que a veces la entretenía en las duermevelas.


Paquito no quiere salir de su manta


Y mi madre apenas si tiene tiempo para estar preocupada. Sube escaleras, baja escaleras, cambia alfombras de sitio, descuelga cuadros que merecen acabar entre llamas. Poco a poco se va aclarando en su mente el croquis de interruptores y enchufes. Hora tras hora se empeña en que Casa Azahara pase de ser la casa de alguien al hogar de cualquiera.

Y tantas cosas tiene que hacer, que a lo mejor ni se da cuenta de que esta vez soy yo la que la deja rodeada de trastos de una mudanza; la que coge el coche y regresa a un lugar donde ya no hace falta aprender a moverse. Siempre habían sido ella y mi padre los que decían adiós y me dejaban a solas con el empeño de fabricar orden a partir de una nueva entropía. Ya ni siquiera me acuerdo de cada momento, de cada montón monstruosamente creciente de cajas, de cada puerta en la que se formuló cada despedida. La primera vez en Granada, cuando la universidad se echaba en la piel como un maquillaje de independencia. En otros dos pisos lúgubres de estudiantes. En Sevilla. En Jimena, cuando la autonomía pasó de disfraz a uniforme. Y después de vuelta a Granada. Yo no cobraba aún el primer trienio, y ella seguía ayudándome a peinar la ciudad en busca de piso.

Ahora comprendo lo que debían de sentir ambos al dejarme rodeada de cajas en las que nunca parecía caber el hogar. Ahora miro a Paquito y veo en sus ojos un reflejo de mi niñez ambulante. Ahora soy yo la que puede por fin confirmar que una mudanza te hace más grande.

6 comentarios:

  1. Las mudanzas..., crean nuevas espectativas, esperanzas en cambios para mejor...pero que jodias son!.

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    1. Muchas cosas, siempre. Muchos trastos y recuerdos y fijaciones y rutinas.

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  2. Si las vieras ahora mismo, sentadas en mi halda, tapadas con la manta, calentitas las tres, desearía tenerlas así indefinidamente, para hacerles olvidar el mal rato.

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    1. Tienen una memoria de pacotilla: sólo se acuerdan de cuando eran cachorros y daban apretoncillos en la panza de la madre para que saliera más leche. Seguro que pronto habrá que volver a echarle el alto a Paquito.

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  3. Solo tú puedes hacer que una mudanza suene a la vez triste, bonito y trascendente.

    Muas.

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    1. Poquísimos como tú pueden, mediante un comentario, hacer que me emocione y sienta que esto del blog sigue valiendo la pena.

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