Las seis y veinte de la mañana. Lo sé
porque mi vejiga es un despertador todavía más potente que el que
espera en la mesita de noche, tan sádico. Sin poder despegar del
todo los ojos, busco la hora en la pantalla del DVD. Me intrigan ese
tipo de cosas que pasan sin que nadie esté ahí presente para dar fe
de ellas. Los minutos sucediéndose en un aparato electrónico a lo
largo de la madrugada; semáforos que siguen cambiando de color para
ningún coche y ningún peatón; gorriones durmiendo en sus ramas,
tan invisibles como el sol durante la noche; sueños que, al
despertar, el soñador no recuerda.
Las seis y veinte. Descubro con alivio
esas cifras: sólo quedan diez minutos para que se ponga en
marcha un nuevo día. Eso está bien. Muchas veces me levanto cuando
la consistencia de la oscuridad no da ni una pista, y como si
estuviera hechizada, me acerco a cualquier aparato que siga marcando
la hora. Como Hansel y Gretel soltando miguitas de pan para no perder
el camino. Voy recelosa. No quiero encontrarme con la conciencia y el
cuerpo despiertos a una hora imposible como las dos o las tres de la
madrugada. ¿Qué hace uno cuando eso le ocurre, más que volver a la
cama y confiar en que la mente no se vaya borracha a cantar a su
particular karaoke? ¿Vas a ponerte a leer, a escribir, a adelantar
la salsa de la comida del mediodía? ¿Vas a arriesgarte a sacar una
carta del piso más bajo del castillo de naipes? No. Te obligas a
dormir sin sueño para que tu conciencia no se pase trastabilleando todo
el día por llegar.
Apaciguada, me vuelvo a la
cama. Son unos minutos tan dulces. Si te gusta estar vivo, ese lapsus
entre el despertar y el arranque es una bendición. El argumento del
nuevo día no importa mucho. Vuelves ahí. Sigues ahí. Estás ahí todavía.
Controlando tus miembros, percibiendo tu medio, con bastante
combustible en el corazón como para que este viaje loco no se interumpa.
Si el metabolismo de tu alegría está acelerado, te quedarás boca
arriba en la cama, con el edredón subido hasta la barbilla y ganas
de cantar un himno.
Y es una hora de nadie que tiene su
propio sonido. Escucho lo que no es noche ya, pero tampoco es el día.
Suena un runrún. Como si la ciudad fuera una gigantesca nevera. No
procede de los coches ni de las persianas metálicas que dentro de un
par de horas se irán levantando. No es un grupo electrógeno en la
obra de enfrente Tampoco el agua de una acequia que apenas si esquiva
este bloque de pisos. Es una especie de ruido de digestión. Un
ggggrrr que casi parece selvático. Da la impresión de que un día
nuevo se guisa más allá de mi casa segura y mi alcance. Se prepara
algo que me incluirá. Sólo tengo que conservar esta mirada
asombrada y novata de la hora de nadie para darme cuenta de que
ningún día es igual al anterior.
Que bueno es despertarse con ánimo y ganas de hacer cosas y hacer que pasen cosas, aunque sean insignificantes.
ResponderEliminarBesos.
¿Y sabes qué es mejor todavía? Acostarse con ánimo y sin que el día haya conseguido erosionar tu alegría matutina.
EliminarQué bonita eres.
ResponderEliminarA mí lo que me encanta es despertarme de madrugada, mirar al reloj temiendo que sean eso, las seis y veinte, pero ver que son las dos o las tres, hacerme un rollito con el nórdico y dormirme otra vez.
Eso es porque eres un rollito disciplinado que sabe volver a dormirse, y no una ex-profesional de mirar al techo del dormitorio, como yo.
EliminarBonita túuu.
Rollito disciplinado? Jajajajaja! Me encantas.
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