Siempre quise tener un altillo. Dormir en
una cama que mirase por encima del hombro. Leer a varios metros del
suelo. Tocar el techo con las manos. Escribir como ahora mismo, el
portatil sobre el regazo; la espalda sobre unos almohadones que yo no he comprado; los pies cruzados en tijera a buena distancia del borde de
una cama en la que nunca he dormido. Desde esta perspectiva
encaramada no veo nada de lo que pueda declararme dueña, aparte de
las botas que me acabo de quitar. Mi tía ha estampado su firma en un contrato por esta casa que todavía no dice nada de ella, pero yo me siento como si me hubiera introducido
ílicitamente en un hogar cuyos propietarios estuvieran a punto de
regresar de un viaje.
Esto estaba allá por Palencia, pero me vale. |
El techo con el que probablemente me
golpee la cabeza al levantarme es de dos aguas. Como si me hubiera
refugiado en una tienda de campaña de madera. Si fuera
supersticiosa, no tendría más que levantar mínimamente un brazo, o
sacar la pierna fuera de esta especie de balsa en la que estoy
reclinada. Miro el breve suelo de listones, cuento los nudos, recorro
las vetas que una vez formaron parte quizás del sistema circulatorio
de un árbol, y pienso que es eso precisamente lo que me cautiva de
los altillos: la sensación de estar viviendo en una plataforma entre
ramas. El suelo cruje, el espacio es pequeño como para que puedas
acarrear hasta aquí todas las cosas que has acumulado abajo;
y no puedes ponerte de pie como un verdadero Homo sapiens. Pero si me tumbo de esta
manera, o miro de esta otra a través de una ventana que recuerda a
un ojo de buey, puedo ver la montaña de enfrente, y los naranjos que
están por todas partes. Como Robinson Crusoe escrutando entre el
follaje en sus primeros momentos de exploración de la isla. Como si a estas alturas
disfrutara de una infancia bravía.
Estoy aquí de estrangis. De okupa. De
aventura arborícola. Estoy como en mi propia casa. Y eso me
maravilla. El viento sopla en rachas bruscas, y yo me preocupo ya por
la suerte de unos frutales que hace un mes no sabía que existían.
Puedo ver también la hierba, ahora que me he tumbado boca abajo, y
las hojas azules de unos olivos tan altos que pertenecen más al
reino del bosque que al de la agricultura. Puedo imaginarme
futuros recuerdos asociados a cada tronco, cada terraza de esta casa
parecida a un transatlántico, cada senda en un laberinto de parcelas y
acequias.
Puedo intuir fácilmente que no hay espacio para la
nostalgia si puedes localizar un hogar imprevisto en cada esquina
del mapa.
Que bien que sea así, lo que escribes en el último párrafo digo
ResponderEliminarBesos.
Bueno, así, así, no es naturalmente. Hay que trabajar peonás mentales por ello.
EliminarNo sabemos cuánto tiempo querrá cobijarnos este imprevisto hogar o cuánto querremos quedarnos en él, pero ayer, mientras elegía qué primeras granadas coger de ese árbol generoso o cuántos limones podía llevar en las manos sin que se me cayeran, pensé que por ese sólo momento habría merecido la pena llegar hasta allí.
ResponderEliminarGracias a los dos por estar conmigo.
Pero sea el tiempo que sea, yo creo que siempre nos quedaremos.
EliminarGracias a ti por estar siempre conmigo.