domingo, 10 de noviembre de 2013

El hogar en cualquier lado

 
Siempre quise tener un altillo. Dormir en una cama que mirase por encima del hombro. Leer a varios metros del suelo. Tocar el techo con las manos. Escribir como ahora mismo, el portatil sobre el regazo; la espalda sobre unos almohadones que yo no he comprado; los pies cruzados en tijera a buena distancia del borde de una cama en la que nunca he dormido. Desde esta perspectiva encaramada no veo nada de lo que pueda declararme dueña, aparte de las botas que me acabo de quitar. Mi tía ha estampado su firma en un contrato por esta casa que todavía no dice nada de ella, pero yo me siento como si me hubiera introducido ílicitamente en un hogar cuyos propietarios estuvieran a punto de regresar de un viaje.

Esto estaba allá por Palencia, pero me vale.

El techo con el que probablemente me golpee la cabeza al levantarme es de dos aguas. Como si me hubiera refugiado en una tienda de campaña de madera. Si fuera supersticiosa, no tendría más que levantar mínimamente un brazo, o sacar la pierna fuera de esta especie de balsa en la que estoy reclinada. Miro el breve suelo de listones, cuento los nudos, recorro las vetas que una vez formaron parte quizás del sistema circulatorio de un árbol, y pienso que es eso precisamente lo que me cautiva de los altillos: la sensación de estar viviendo en una plataforma entre ramas. El suelo cruje, el espacio es pequeño como para que puedas acarrear hasta aquí todas las cosas que has acumulado abajo; y no puedes ponerte de pie como un verdadero Homo sapiens. Pero si me tumbo de esta manera, o miro de esta otra a través de una ventana que recuerda a un ojo de buey, puedo ver la montaña de enfrente, y los naranjos que están por todas partes. Como Robinson Crusoe escrutando entre el follaje en sus primeros momentos de exploración de la isla. Como si a estas alturas disfrutara de una infancia bravía.

Estoy aquí de estrangis. De okupa. De aventura arborícola. Estoy como en mi propia casa. Y eso me maravilla. El viento sopla en rachas bruscas, y yo me preocupo ya por la suerte de unos frutales que hace un mes no sabía que existían. Puedo ver también la hierba, ahora que me he tumbado boca abajo, y las hojas azules de unos olivos tan altos que pertenecen más al reino del bosque que al de la agricultura. Puedo imaginarme futuros recuerdos asociados a cada tronco, cada terraza de esta casa parecida a un transatlántico, cada senda en un laberinto de parcelas y acequias. 

Puedo intuir fácilmente que no hay espacio para la nostalgia si puedes localizar un hogar imprevisto en cada esquina del mapa.

4 comentarios:

  1. Que bien que sea así, lo que escribes en el último párrafo digo
    Besos.

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    1. Bueno, así, así, no es naturalmente. Hay que trabajar peonás mentales por ello.

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  2. Anónimo entre comillas10 noviembre, 2013 23:14

    No sabemos cuánto tiempo querrá cobijarnos este imprevisto hogar o cuánto querremos quedarnos en él, pero ayer, mientras elegía qué primeras granadas coger de ese árbol generoso o cuántos limones podía llevar en las manos sin que se me cayeran, pensé que por ese sólo momento habría merecido la pena llegar hasta allí.
    Gracias a los dos por estar conmigo.

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    1. Pero sea el tiempo que sea, yo creo que siempre nos quedaremos.

      Gracias a ti por estar siempre conmigo.

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