En serio, tengo que hacerlo. Tengo que
contar la última de Nico. Para que allá en el exilio su madrina se
entere.
Si yo tuviera una cuota más nutrida y
diversa de lectores, puede que alguno me llamara educadamente la
atención. Medio en broma, amenazaría con orquestar una campaña en
los interneles para que no volviera a publicar historietas de
gatos. Pero aquí estamos cuatro ídem. Y apuesto a que todos
compartimos la misma psicosis. Somos un grupito servil que nos
derrumbamos ante la mínima caidita de ojos felinos. Sólo que
últimamente merodean por aquí tantos, que a lo mejor debería
plantearme darle un giro a este blog. Dejarme de estampas personales
y de paisajes; de postales y de tratar de entender de qué demonios
va esto de la vida. A cambio, encontrar mi vocación en la
Mininología: Historias de Gatos Ilustres. Tratado
cognitivo-conductual sobre psicología gatuna. La vida picante de los
gatos. El gato, amo del hombre. Las Guerras Pérricas. De bello
gatico. Se compartirían enlaces a mis entradas en Facebook, junto a diapositivas de manipuladores cachorritos de mirada
húmeda. Tendría
serias oportunidades de hacerme con el Premio Bitácora al Blog Más
Friki del Año. Amasaría cada diciembre toneladas de roscones de Reyes para recaudar fondos a favor de los gatitos callejeros.
Terminaría combinando faldas largas y floreadas con zapatillas de
deporte y sudadera.
Ya veremos. Hasta entonces, me comprometo
a no seguir explotando esta veta. Sólo una anécdota más: Nico ha
descubierto el Síndrome Navideño. Nico se ha convertido en la
enésima víctima de la dieta occidental. Nico se ha vuelto adicta a
las gratificaciones elementales que suministra el azúcar. Nico se
humilla y come de mi mano cada vez que le paso por el hocico su nueva
obsesión. Soy así de mezquina, y por un poquito de atención
felina, soy capaz de arriesgar su salud. Nico es ese niño indonesio
enganchado primero al tabaco y luego a la comida basura. Nico se
relame los bigotes en busca de la última miga de polvorón.
He aquí los antecedentes. Por estas
fechas se habla en Estepona de cierta marca de mantecados con veneración y complacencia propias de un turbio rito tribal.
Las familias los encargan con antelación, los compran a kilos, los
exhiben, los usan como signo de distinción. Jose me vendería a un
tratante de blancas a cambio de unos pocos kilos de tan selecto manjar.
Es un polvorómano en toda regla, y mi padre es su camello.
He aquí la anécdota. Hace un par de
días, cuando llegamos a la casa paterna, Jose saludó: Hola, qué
tal, estás muy guapo con barba, ¿los has comprado ya? Sin
solución de continuidad. Mi padre, impávido, respondió: no.
Subí la maleta a mi cuarto. Jose se rezagó. Bajé las escaleras de
nuevo. Al rato sonaron gritos. Una combinación energúmena de júbilo
y amonestación. Pero Juaaan...Pero Nicooo...Pero subid a ver
estoo. Arriba, en la habitación donde duerme Jose, estaba su
sorpresa. Un buen par de kilos de paquetitos envueltos en elegante
papel cebolla. Una orgía de manteca de cerdo y canela. Una dulce
bacanal. Una granizada desparramada por el suelo. Un gato dando
cuenta de ellos, absorto, frenético, ciego y sordo al alboroto de
los humanos. Varios mantecados catados con finura de sibarita: uno
rojo, uno azul, uno amarillo; ninguna repetición. Nico aniquilando su
instinto carnívoro con un verdadero menú degustación.
Más, dame más. |
Horas después del revuelo se escucha un
revolver de bolsas, sonido delator. Todas las puertas de la casa
están prudentemente cerradas. De la gata bandida no asoma el rabo
por ningún sitio. Miramos debajo de las mesas y de las camas. Nada.
Pero siguen sonando crujidos de plástico, como en una versión
moderna del cuento de Poe. Esta vez es mi padre quien desvela el
misterio: refugiada en el oscuro hueco de la escalera, Nico se esmera
con toda una bolsa de alfajores. Debió de escaparse con ella,
mientras yo daba palmas, Jose abrazaba a mi padre por el mancillado
regalo, y él, conteniendo la risa, se hacía el enfadado.
He aquí los resultados: desde entonces,
cada merienda es un drama. Jose se zampa tres polvorones de golpe,
exhibiéndose delante de Nico de modo sádico. Ella maúlla como si
la estuvieran duchando. Cada vez que alguien abre la puerta de la
despensa, una gata barrigona y atigrada se enrosca en sus piernas.
Nico participa ya en la atmósfera decadente y culpable de las
digestiones navideñas. Nico necesita una cura de desintoxicación.
Adoro a Nico. Pero no tanto como a ti.
ResponderEliminarTe voy a mandar otro par de kilitos para ti nada más. Sin mordisquear.
EliminarLa primera y única vez que pude cometer canicidio fue el día que Nona, a la que yo consideraba amiga, se comió más de doce bolones de chocolate Lindt. Si mi amor por los perro y gatos estaba nivelado ese día se decantó por los felinos.
ResponderEliminar(Mi pasión por las hojaldrinas Mata siguen siendo mi debilidad pre-navideña.)
Es que ese es un pecado muy gordo, con lo buenísimos que están esos bolones? Me encanta la palabra! Pero a lo mejor la perdonas retrospectivamente si sabes que el chocolate es bastante tóxico para los perros.
EliminarYo me decanto cual psicópata por el pan de Cádiz.
Tiene buen gusto el gato Nico,.Los dulces navideños de esa marca son los mejores
ResponderEliminarLas cartas boca arriba: Mantecados La Perla de Antequera. Un lotecito de cortesía por la publicidad, por favor.
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