martes, 12 de noviembre de 2013

Algo que no viene a cuento

A veces la memoria se parece a uno de esos juguetes de feria en los que tienes que enganchar el premio tú mismo: te pasas un buen rato intentando agarrar el Buzz Lightyear tan molón, para que tu novia recuerde siempre lo bien que lo pasasteis viendo Toy Story, pero por mucha maña que emplees en los mandos, siempre terminas sacando alguna chorrada, una caja con un tanga de encaje, tres mecheros fluorescentes, una navajita multiuso que nunca se usará para nada.

A veces la memoria es un mar cuajado de plástico que te arroja recuerdos que no vienen a cuento.

Hoy es una de esas tantas veces. La hora de la siesta me pilla leyendo horrorizada listas de ingredientes de embutido. De pronto, los pasillos atestados de una variedad pornográfica de productos, las luces de quirófano, la soberbia del carrito lleno, se difuminan. Ya no estoy en esta cueva de Alí Babá de la comida, no estoy en Granada, no tengo un techo de chapa encima. Ya no estoy apenas en este siglo. Estoy en Sintra.

En un rincón que desobedece la fotogenia habitual de Sintra; que no está junto a palacios donde vagan fantasmas de reyes; ni junto a quintas que huelen a diplomáticos olvidados y a perfume rancio de violetas; ni siquiera bajo una alucinación del trópico a dos pasos de la misma nariz de la Península. Es un meandro estrangulado de la historia pomposa y el turismo. Una plaza minúscula escondida entre tapias. Un aire de cementerio de pueblo. Cal. Árboles retacos. Probablemente, el pavimento de mosaico que a veces recuerda a una versión urbana del cubo de Rubik y otras, a una playa de guijarros. Mi prima y yo estamos sentadas en un poyete adosado a una de aquellas tapias blancas. O a lo mejor no es mi prima, sino JM. A lo mejor he estado allí dos veces, o a lo mejor he soñado alguna. Vestimos esa indumentaria imposible de las noches de verano húmedas. Sudadera sobre vestido, los pies todavía sucios de arena congelándose en las chanclas. A esa hora la cháchara se ha interrumpido, a fuerza de cansancio o de calma, o de algo que se parece al vacío, y que no debe de ser más que una conformidad extrema. Hemos abandonado Lisboa después de una noche en la que la cama del hotel no fue hollada. Hemos catado el Atlántico furioso y brochetas gigantes de rape. Hemos pasado la mano por fachadas con colores de lencería fina. Y ahora, en el poyete, hemos extendido nuestras viandas: unas ciruelas, unos quesitos de cabra, pasteles que parecen cubiletes del parchís, tarrinas de requesón y dulce de calabaza.

Y mientras masticamos y bostezamos y nos sacamos arena de las orejas, un grupito de viejas empieza a salir de una casita vecina que sólo entonces identificamos como una iglesia. Susurran tan en silencio que casi practican la telepatía, sonríen todas y cada una de ellas. Debemos de habernos sentado en el poyete de la casa del cura. Nos arrugamos un poco, nos encogemos dentro de la sudadera. Nuestro aspecto piojoso nos avergüenza. Creemos que de un momento a otro vendrá alguien a echarnos. Pero las mujeres flacas y vestidas de marrón van desfilando por nuestra vera, camino del arco que da salida a la plaza. Nos miran, sí, pero no con censura, sino como si fuéramos nosotras las santas. Como si ellas, en lugar de nosotras, fueran las que estuvieran contemplando algo perdido en el tiempo y modesto. Algo bendecido.

Entonces regreso al Alcampo, y ya no sé qué hacer con mi trocito de recuerdo para sacármelo de la garganta. Me aprieta ahí, me pone al borde de las lágrimas. Me devuelve momentos que, al vivirlos, jamás pensé que llegarían a ser salvados. Recupera para mí esa sensación anormal de ser contemplada con una compasión pura. Y me dice que tal vez, dentro de unos años y sin venir a cuento, vengan a mi memoria estampas de ahora que también me harán temblar un poquito. Estudiantes de dibujo echados sobre sus grandes libretas. Una monumental columna de humo engordando desde algún lugar de la Vega, dorada por el sol que se pone. El reflejo en el cristal del gimnasio de un puñado de personas en posición del loto, estirando la espalda como si con ello fueran a conseguir convertirse en mejores personas. Estampas diminutas que sabré admirar con los ojos de las viejas de Sintra. Como si estuvieran benditas.

2 comentarios: