Ellos miman sus coches con un champú
específico, mientras yo hago el canelo bajo el olivo. Así es cómo
pasa la mañana de este domingo. Pobres, mi silueta vacilante
reflejada en la carrocería los debe de estar distrayendo. Levantan
la vista y tratan de respetarme como un viejo belga a un negrito del
Congo. Eh, qué bien, tú, dice el más joven y menos
circunspecto, aquí unos hacemos cosas de provecho mientras
otras se entregan al ocio. Y una
mierda, quiero replicar, pero me contengo, porque este ejercicio
apela también al temple y a la entereza. Se trata de dejar el ego a
un lado, de no sentirse humillado por las propias limitaciones, de
perseverar y tener paciencia, y de todas las demás zarandajas
bienintencionadas. Por eso me limito a contestar que lo que hago no
es ocio, que estoy trabajando en provecho de mi cuerpo, y que cuando
tenga ochenta años podré llevar todavía la nariz a las rodillas,
mientras tú, chaval, le sacas brillo con el culo al andador.
Reconozco que no es la más ecuánime de las respuestas. Pero es
posible que haya empleado toda mi entereza en el intento de no
lloriquear. ¿Este ejercicio va de aceptar? De acuerdo. Acepto en
silencio que ya tengo una pelvis de bisabuela. Es como si la mafia me
hubiera hecho un ataúd de hormigón en torno a las caderas.
A lo mejor es que no he elegido el árbol
correcto. A lo mejor este olivo es consciente de cuántas veces he
despotricado contra la muchedumbre avasalladora de sus parientes del
campo. Podría apoyarme en cualquier otro de los árboles de mi
padre. ¿El pino? Bastantes penas de piel sufro como para que encima
me ataque alguna oruga kamikaze de procesionaria. ¿El granado? Qué
va, con esas ramas tan bajas. ¿La palmera? Muy grácil, sí, pero
tan poco hospitalaria. Los aguacates...¿Por qué no? Al fin y al
cabo, un aguacate tiene una fisiología delicada similar a la mía:
ninguno de los dos somos amigos de los aires secos ni las
temperaturas extremas. Un aguacate no escatima en lustre ni en hojas.
Tiene una copa frondosa capaz de abrigarte como una cabaña. Un
aguacate no es austero ni puritano ni sabio. Sirve para trepar y
asomar la cabeza entre el verde. No es un quejigo andaluz, pero tal
vez me pueda servir como ejemplo.
Es que me he propuesto dedicar el domingo
a practicar la postura del árbol. Dos semanas de gimnasio me han
bastado para descubrir que carezco de equilibrio físico. Hasta el
punto de llegar a pensar que más que los pies, me sostiene la
voluntad. Funciono relativamente bien en movimiento, aunque casi me
dan mareos si al andar me miro a la vez rodilla y tobillo, de tanto
como basculo el pie hacia dentro. Pero cada una de mis piernas, por
separado y en estático, parece un manojo de espinacas, de tan
endeble. En clase de yoga me voy siempre a pique. Como el Titanic.
Vrkasana. Me cuesta menos pronunciarla que practicar. |
Y Eso
Tiene Que Cambiar. Poco a poco se va dibujando en mi mente el
propósito vital de llegar a convertirme en un árbol. Trataré el
tema en otra ocasión. Ahora sólo quiero que se me vea porfiada y
tambaleante, haciendo esfuerzos mediocres para lograr mantenerme
enraizada. Troto cuestecilla abajo hacia el huerto, acordándome de
esa leyenda familiar que cuenta que una vez mi tío, de pequeño, no
se levantó de la mesa hasta que no aprendió a silbar él solito. Me
meto en la gran tienda de campaña que forman los aguacates. No hace
mucho que mi padre ha regado. En la trama de luces y sombras tan
parecida a una duermevela, las gotas de agua se ven sólidas sobre la
hojarasca. ¿Quién no contempla las capas de hojas caídas sin
calibrar el paso del tiempo? ¿Y quién alza la vista hacia la copa
traslúcida de un árbol y no siente el deseo de subir a lo alto? He
venido aquí para amaestrar a mi cuerpo, pero antes tendré que
aplacar mi infancia. Me subo a la horquilla, alcanzo la rama más
gruesa, me tumbo sobre ella como un guepardo con ganas de siesta. Me
enderezo de nuevo, y pongo la cabeza al ras de unos frutos que, desde
el suelo, costará coger con las manos. Parecen un par de pendientes.
Me pregunto por qué no paso más tiempo bajo los árboles. Me
respondo que soy una especie sensible a la fragmentación de su
hábitat. Y me bajo de entre las ramas con un cuidado más propio de
la mujer adulta que de la niña.
,
Por fin me pongo a hacer equilibrios.
Sobre la pierna derecha. Me tambaleo. Echo pie izquierdo a tierra.
Sobre la pierna izquierda. Me tambaleo. Echo pie derecho a tierra.
Trato de colocar un talón cerca de la ingle contraria. Ni de coña:
el pie resbala solo por la cara interna del muslo, como si mi piel
fuera mucilaginosa. Concentro mi atención en dos frutos que pronto
serán guacamole. Me concentro tanto que creo que los estoy
madurando. Vuelvo a desestabilizarme.
Y a punto ya de lanzarme a otra actividad
que los demás aceptarán como provechosa, miro a mi alrededor. Las
gotas se ven tan sólidas que el suelo parece Tiffany´s. Mis pies
descalzos se esconden bajo la hojarasca, como setas o como brotes. La
luz sigue dibujando encajes a cuatro manos con la sombra. Las hojas
grandes y verdes todavía me parecen lo más acogedor de este mundo.
Nunca estoy sola bajo este dosel. Y me lo paso bien intentando y
fallando y volviendo a intentarlo. Acallo el guirigay de mi mente en
torno a una intención y, mientras tanto, hago. Al menos en eso sí
me mantengo estable.
Esto es un triunfo que merece un arco: "Acallo el guirigay de mi mente en torno a una intención y, mientras tanto, hago. Al menos en eso sí me mantengo estable." ¡Sí!
ResponderEliminarLo conseguirás, solo tienes que ejercitar un poco más la paciencia.
ResponderEliminarBesos.