domingo, 20 de octubre de 2013

Ser un árbol (I)

 
Ellos miman sus coches con un champú específico, mientras yo hago el canelo bajo el olivo. Así es cómo pasa la mañana de este domingo. Pobres, mi silueta vacilante reflejada en la carrocería los debe de estar distrayendo. Levantan la vista y tratan de respetarme como un viejo belga a un negrito del Congo. Eh, qué bien, tú, dice el más joven y menos circunspecto, aquí unos hacemos cosas de provecho mientras otras se entregan al ocio. Y una mierda, quiero replicar, pero me contengo, porque este ejercicio apela también al temple y a la entereza. Se trata de dejar el ego a un lado, de no sentirse humillado por las propias limitaciones, de perseverar y tener paciencia, y de todas las demás zarandajas bienintencionadas. Por eso me limito a contestar que lo que hago no es ocio, que estoy trabajando en provecho de mi cuerpo, y que cuando tenga ochenta años podré llevar todavía la nariz a las rodillas, mientras tú, chaval, le sacas brillo con el culo al andador. Reconozco que no es la más ecuánime de las respuestas. Pero es posible que haya empleado toda mi entereza en el intento de no lloriquear. ¿Este ejercicio va de aceptar? De acuerdo. Acepto en silencio que ya tengo una pelvis de bisabuela. Es como si la mafia me hubiera hecho un ataúd de hormigón en torno a las caderas.

A lo mejor es que no he elegido el árbol correcto. A lo mejor este olivo es consciente de cuántas veces he despotricado contra la muchedumbre avasalladora de sus parientes del campo. Podría apoyarme en cualquier otro de los árboles de mi padre. ¿El pino? Bastantes penas de piel sufro como para que encima me ataque alguna oruga kamikaze de procesionaria. ¿El granado? Qué va, con esas ramas tan bajas. ¿La palmera? Muy grácil, sí, pero tan poco hospitalaria. Los aguacates...¿Por qué no? Al fin y al cabo, un aguacate tiene una fisiología delicada similar a la mía: ninguno de los dos somos amigos de los aires secos ni las temperaturas extremas. Un aguacate no escatima en lustre ni en hojas. Tiene una copa frondosa capaz de abrigarte como una cabaña. Un aguacate no es austero ni puritano ni sabio. Sirve para trepar y asomar la cabeza entre el verde. No es un quejigo andaluz, pero tal vez me pueda servir como ejemplo.

Es que me he propuesto dedicar el domingo a practicar la postura del árbol. Dos semanas de gimnasio me han bastado para descubrir que carezco de equilibrio físico. Hasta el punto de llegar a pensar que más que los pies, me sostiene la voluntad. Funciono relativamente bien en movimiento, aunque casi me dan mareos si al andar me miro a la vez rodilla y tobillo, de tanto como basculo el pie hacia dentro. Pero cada una de mis piernas, por separado y en estático, parece un manojo de espinacas, de tan endeble. En clase de yoga me voy siempre a pique. Como el Titanic.


Vrkasana. Me cuesta menos pronunciarla que practicar.


Y Eso Tiene Que Cambiar. Poco a poco se va dibujando en mi mente el propósito vital de llegar a convertirme en un árbol. Trataré el tema en otra ocasión. Ahora sólo quiero que se me vea porfiada y tambaleante, haciendo esfuerzos mediocres para lograr mantenerme enraizada. Troto cuestecilla abajo hacia el huerto, acordándome de esa leyenda familiar que cuenta que una vez mi tío, de pequeño, no se levantó de la mesa hasta que no aprendió a silbar él solito. Me meto en la gran tienda de campaña que forman los aguacates. No hace mucho que mi padre ha regado. En la trama de luces y sombras tan parecida a una duermevela, las gotas de agua se ven sólidas sobre la hojarasca. ¿Quién no contempla las capas de hojas caídas sin calibrar el paso del tiempo? ¿Y quién alza la vista hacia la copa traslúcida de un árbol y no siente el deseo de subir a lo alto? He venido aquí para amaestrar a mi cuerpo, pero antes tendré que aplacar mi infancia. Me subo a la horquilla, alcanzo la rama más gruesa, me tumbo sobre ella como un guepardo con ganas de siesta. Me enderezo de nuevo, y pongo la cabeza al ras de unos frutos que, desde el suelo, costará coger con las manos. Parecen un par de pendientes. Me pregunto por qué no paso más tiempo bajo los árboles. Me respondo que soy una especie sensible a la fragmentación de su hábitat. Y me bajo de entre las ramas con un cuidado más propio de la mujer adulta que de la niña.
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Por fin me pongo a hacer equilibrios. Sobre la pierna derecha. Me tambaleo. Echo pie izquierdo a tierra. Sobre la pierna izquierda. Me tambaleo. Echo pie derecho a tierra. Trato de colocar un talón cerca de la ingle contraria. Ni de coña: el pie resbala solo por la cara interna del muslo, como si mi piel fuera mucilaginosa. Concentro mi atención en dos frutos que pronto serán guacamole. Me concentro tanto que creo que los estoy madurando. Vuelvo a desestabilizarme.

Y a punto ya de lanzarme a otra actividad que los demás aceptarán como provechosa, miro a mi alrededor. Las gotas se ven tan sólidas que el suelo parece Tiffany´s. Mis pies descalzos se esconden bajo la hojarasca, como setas o como brotes. La luz sigue dibujando encajes a cuatro manos con la sombra. Las hojas grandes y verdes todavía me parecen lo más acogedor de este mundo. Nunca estoy sola bajo este dosel. Y me lo paso bien intentando y fallando y volviendo a intentarlo. Acallo el guirigay de mi mente en torno a una intención y, mientras tanto, hago. Al menos en eso sí me mantengo estable.

2 comentarios:

  1. Esto es un triunfo que merece un arco: "Acallo el guirigay de mi mente en torno a una intención y, mientras tanto, hago. Al menos en eso sí me mantengo estable." ¡Sí!

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  2. Lo conseguirás, solo tienes que ejercitar un poco más la paciencia.
    Besos.

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