miércoles, 16 de octubre de 2013

Cómo se puede seguir hablando de puestas de sol

 
Tienes ya las orejas frías, y yo hace un par de horas que me puse la sudadera, pero es el cielo el que nos confirma que el otoño ha llegado sin dar guerra. Aunque a mediodía creamos que el veranillo es el clima oficial de esta esquina del planeta. El cielo con su color de granada, de calabaza, de membrillo, de hierba tierna después de las primeras tormentas. La puesta de sol dura ya tanto que nuestras reservas de arrobo están a punto de agotarse. Empezamos a parecer dos hippies de pega en Ibiza. Tal vez nos toque decir alguna frase en mayúsculas sobre la insignificancia y la hermosura. Por suerte, estamos lo bastante alejados del mundo y lo bastante cerca tú y yo como para tener que preocuparnos por las apariencias.

Al final terminas diciendo algo. Dices que en realidad nunca habíamos visto una puesta de sol en plan romántico. Usas esas palabras exactamente, con un deje de guasa ligera que hace juego con el tono verde lima que perfila las montañas. ¿Nunca? Anda ya, hombre. Sólo que hemos tirado tantas veces del mismo carro en el Carrefour que ya ni te acuerdas. Vimos una en esa playa larguísima de Huelva, y otra en La Caleta, y otra en... Pero la verdad es que estoy amañando el recuerdo. No logro encontrar en mi memoria ninguna escena en la que nos pasáramos un buen rato absortos en el caleidoscopio del cielo, completamente en silencio.

Y, si lo piensas bien, así es cómo debe ser. Es perfectamente justo que esta sea nuestra primera vez. Ahora podríamos ser cualquier otro par de personas. Podríamos habernos conocido hace cuatro días, y llevar otras tantas noches sin dormir. Tú podrías ser un estudiante holandés con una beca Erasmus, y yo una turista libanesa en busca del sueño de Al-Andalus. Podríamos ser un par de jornaleros que comparten un apestoso tabaco negro antes de volver a sus casas. Un par de pastores que hacen juntos un tramo de ruta trashumante. Dos romanos pobretones recién emigrados a este confín del Imperio en busca de una oportunidad de negocio. Dos íberos con las lanzas apoyadas contra un árbol, descansando. Podríamos estar a punto de regresar a la cueva para sacudirnos el frío de los codos y las rodillas. Podríamos, claro que sí, haber pronunciado mentalmente un primer himno, asombrándonos menos del cielo que de esa canción recién escuchada en el embrión de nuestra conciencia.

Podríamos ser cualesquiera, porque este tipo de espectáculos te roban la identidad como carteristas. Te despojan de tus metas y tus miserias, de tus dudas y tus certezas. Te convierten en un niño que no termina de comprender todavía esa relación entre causas y efectos que tan natural es para los adultos. Hace un rato he visto al sol esconderse tras el horizonte, y a las montañas engordar como una serpiente que se hubiera tragado un huevo. He visto cómo la rueda del cielo rodaba sobre mi cabeza. He tenido que hacer trabajosas operaciones de abstracción para convalidar el axioma de que es el sol el que está prendido en el cielo con una desmesurada chincheta, y de que somos nosotros los que siempre estamos despidiéndonos de él. Los que giramos sin llegar a ponernos patas arriba, sin que nuestras mentes y nuestras carreteras y nuestras casas se queden vacías, sin que nuestros tendidos eléctricos se descuelguen de sus cimientos, sin que la vida se reordene radicalmente de un atardecer al siguiente. He colocado mi atención sobre el cielo como un yogui sobre su respiración, hasta percibir casi que sí, que la cubierta combada del suelo rota y rota con todos nosotros encima de polizones. He sido minúscula como un prión y grande como la suma de días en la Tierra. He andado el registro completo de la evolución. Mi historia personal se ha desintegrado. Puedo confirmarlo entonces: he visto cómo se incenciaba el cielo por primera vez.

Tener ojos mola.

Y después he movido mis ojos de la punta del ciprés a tu cara, y ha vuelto a reconfortarme la seguridad de que las mismas sensaciones envuelvan nuestras cabezas como una red wifi. Hemos vuelto a casa, antes de que se apagaran las brasas en el cielo y de que las montañas perdieran su color violeta. A lo mejor esta primera vez no vaya a acabarse.

3 comentarios:

  1. Ojalá, ojalá, ojalá.

    ResponderEliminar
  2. Anónimo entre comillas17 octubre, 2013 22:49

    Hace unos días, me quedé sorprendida por mi incapacidad para entender qué pasa con el sol durante el fenómeno llamado "sol de medianoche", ¿cómo se dibuja su recorrido en ese cielo que no se apaga?. Debería ser algo fácil de explicar, ¿no?
    ¿Desde qué lugar contemplásteis vuestra "primera" puesta de sol?

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Creo que con una peonza podría explicártelo. Pero a mí también me parece un invento mu raro.

      Era un lugar alto desde el que se veía una vista mediocre, que con la caída del sol se volvió precioso. Fíjate qué enseñanza. Todo tiene dentro una vista bonita.

      Eliminar