miércoles, 2 de octubre de 2013

Caligramas

 
Echo al suelo del porche el cojín de cuero gigante que mi hermana recogió en algún sitio; me siento sobre él, y espero, sólo eso. O ni tan siquiera. No albergo expectativas terapéuticas. Las magdalenas de la merienda han fraguado como cemento en mi esófago, pero más que eso, lo que mi cuerpo parece querer vomitar es una sensación de extrañeza. Resulta que a media tarde me he tumbado en el sofá para leer, y al rato me he despertado de un sueño más tóxico que el de Bella Durmiente. El salón estaba lleno de un resplandor naranja, como si el resto del mundo estuviera ardiendo, quemándose sin una protesta, tanta gente que todavía a esa hora debía de estar empujando cuesta arriba el carro de su vida, sus trabajos, sus atascos, sus deberes y apreturas extraescolares, sus relojes marcando demasiado deprisa las horas que faltaban para que el despertador volviera a sonar en la mesilla de noche, mientras yo seguía disfrutando de un día de descanso desubicado.

Así que es eso: el desconcierto del estómago en huelga, y de la siesta traicionera en una tarde de martes travestida de domingo. Y es también algo más. Me ha saltado el fusible de la vitalidad, y me extraña, porque estas últimas semanas sentía tanta energía que era como si el aire que respiro fuera jalea real. Estaba conforme, y ahora estoy pidiendo de más. Estaba revolcándome en el presente como un cochinito, y ahora me despierto rodeada de pasado, de cosas que no han sucedido y de criaturas que ni nacieron ni fueron abortadas. Pasa que el tiempo es poco, y los días se aturullan entre sí y se traspapelan. Y que la mente no aguanta tanto tiempo desenganchada del deseo.

Me siento pues, sin confiar ciegamente en que mi energía vaya a serme devuelta. Sólo pretendo que el tiempo se recoloque en su sitio. Es como cuando me pongo con mucha paciencia a desarmar el lío de collares que siempre se enredan cuando los saco de viaje. Cierro los ojos. La tarde está atareada. Todos los perros de por aquí están oliendo ladrones invisibles. El Poniente aviva como un megáfono el ruido de los coches en la autovía. Suena sólo un grillo, y niños jugando en algún chalet cercano, todos al mismo compás melancólico de un verano que ya ha pasado. Silbidos agudos de pájaros, clavándose como alfileres en el aire. En resumen, demasiada vida como para que pueda sintonizar el dial de mi respiración.

Abro los ojos y ahí están, los pájaros. Mi cerebro los identifica por pura costumbre, porque lo que veo en realidad es una nube de puntos negros y fugaces. Una nube de un color y unas dimensiones como para ponerse a tronar. Pero no tiene una forma: tiene un sinfín. Los pájaros vuelan como kamikazes que a último hora descubrieran que el honor no es para tanto. Acometen y se dan la vuelta de golpe, se lanzan en picado y luego son aspirados por un remolino de aire. Componen esas coreografías, pero también es como si escribieran. Recuerdan a caligramas. Un poema que se dibuja sobre el cielo sin sol pero aún sin noche, y que se borra inmediatamente, como en una de aquellas pizarras mágicas. Luego otro poema, y otro y otro, y otros cientos. No parece que se les vaya a pasar pronto la borrachera de vuelo.

Gracias por el dibujito

Yo me quedo un rato mirándolos. Los caligramas se suceden con tal rapidez que no me da tiempo a leerlos. Pero intuyo su significado. Dicen algo así como que la vida es una coreografía de figuras fugaces que se deshacen antes de que puedas entenderlas, para dar paso a otras igual de pasajeras. Y el conjunto completo es ilegible, pero de alguna manera también es bello, y hasta grácil. Todas las figuras duran tan poco, que en el fondo no hay ninguna que sea mejor que las otras.

Entonces me doy cuenta de que, sin esperarlo, he vuelto a reconciliarme con lo que me rodea. La palmera con todas sus hojas parecidas a manos abiertas, el olor a higos y a mar y a humo de ramas podadas, la silueta de elefante dormido de Sierra Bermeja. La letanía del fútbol escapándose por la puerta de casa. La luz de la cocina resumiendo todo lo que de cálido hay en el mundo.

Y no sólo eso. También me siento tranquila respecto a todas las cosas y las personas y las hipótesis que no han llegado a rodearme. Quién sabe. Tal ver todo sea tan aleatorio y todavía tan posible como el vuelo en caligrama de los pájaros.

7 comentarios:

  1. "Todos los perros de por aquí están oliendo ladrones invisibles", por poner un ejemplo de todas las cosas que me han gustado de tu post.
    Me encanta, Silvia, por la forma y por el fondo.
    Muas

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    1. Me encanta que te encante, porque este post, como se comprenderá en el que le sigue, estuvo a punto de no ser publicado.

      Corazón.

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  2. Conmueve la insignificancia enmedio de la que vivimos.

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    1. En realidad, eso quise decir. Algo así, como: conmueve que, siendo tan insignificantes, vivamos, y lo hagamos con mayor intensidad de la que, con frecuencia, nos proponemos. Y no me refiero a que tengamos o no ganas de vivir (que a veces también) sino al misterioso hecho de estar vivos, sin pincharlo ni cortarlo. Misterios, nena.

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  3. Parece que vivimos en un tobogán: arriba, abajo,arriba...

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    1. Qué va, mujer. A veces ir de excursión hacia abajo es sólo una excusa para seguir subiendo.

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