Echo al suelo del porche el cojín de
cuero gigante que mi hermana recogió en algún sitio; me siento
sobre él, y espero, sólo eso. O ni tan siquiera. No albergo
expectativas terapéuticas. Las magdalenas de la merienda han
fraguado como cemento en mi esófago, pero más que eso, lo que mi
cuerpo parece querer vomitar es una sensación de extrañeza. Resulta
que a media tarde me he tumbado en el sofá para leer, y al rato me
he despertado de un sueño más tóxico que el de Bella Durmiente. El
salón estaba lleno de un resplandor naranja, como si el resto del
mundo estuviera ardiendo, quemándose sin una protesta, tanta gente
que todavía a esa hora debía de estar empujando cuesta arriba el
carro de su vida, sus trabajos, sus atascos, sus deberes y apreturas
extraescolares, sus relojes marcando demasiado deprisa las horas que
faltaban para que el despertador volviera a sonar en la mesilla de
noche, mientras yo seguía disfrutando de un día de descanso
desubicado.
Así que es eso: el desconcierto del
estómago en huelga, y de la siesta traicionera en una tarde de
martes travestida de domingo. Y es también algo más. Me ha
saltado el fusible de la vitalidad, y me extraña, porque estas últimas semanas sentía tanta energía que era como si el aire que respiro fuera jalea
real. Estaba conforme, y ahora estoy
pidiendo de más. Estaba revolcándome en el presente como un cochinito, y
ahora me despierto rodeada de pasado, de cosas que no han sucedido y
de criaturas que ni nacieron ni fueron abortadas. Pasa que el tiempo
es poco, y los días se aturullan entre sí y se traspapelan. Y que
la mente no aguanta tanto tiempo desenganchada del deseo.
Me siento pues, sin confiar ciegamente en
que mi energía vaya a serme devuelta. Sólo pretendo que el tiempo
se recoloque en su sitio. Es como cuando me pongo con mucha paciencia
a desarmar el lío de collares que siempre se enredan cuando los saco
de viaje. Cierro los ojos. La tarde está atareada. Todos los perros
de por aquí están oliendo ladrones invisibles. El Poniente aviva
como un megáfono el ruido de los coches en la autovía. Suena sólo
un grillo, y niños jugando en algún chalet cercano, todos al mismo
compás melancólico de un verano que ya ha pasado. Silbidos agudos
de pájaros, clavándose como alfileres en el aire. En resumen,
demasiada vida como para que pueda sintonizar el dial de mi
respiración.
Abro los ojos y ahí están, los pájaros.
Mi cerebro los identifica por pura costumbre, porque lo que veo en realidad es una nube de puntos negros y fugaces. Una nube de
un color y unas dimensiones como para ponerse a tronar. Pero no tiene
una forma: tiene un sinfín. Los pájaros vuelan como kamikazes que a
último hora descubrieran que el honor no es para tanto. Acometen y
se dan la vuelta de golpe, se lanzan en picado y luego son aspirados
por un remolino de aire. Componen esas coreografías, pero también
es como si escribieran. Recuerdan a caligramas. Un poema que se
dibuja sobre el cielo sin sol pero aún sin noche, y que se borra
inmediatamente, como en una de aquellas pizarras mágicas. Luego otro
poema, y otro y otro, y otros cientos. No parece que se les vaya a
pasar pronto la borrachera de vuelo.
Gracias por el dibujito |
Yo me quedo un rato mirándolos. Los
caligramas se suceden con tal rapidez que no me da tiempo a leerlos.
Pero intuyo su significado. Dicen algo así como que la vida es una
coreografía de figuras fugaces que se deshacen antes de que puedas
entenderlas, para dar paso a otras igual de pasajeras. Y el conjunto
completo es ilegible, pero de alguna manera también es bello, y hasta
grácil. Todas las figuras duran tan poco, que en el fondo no hay
ninguna que sea mejor que las otras.
Entonces me doy cuenta de que, sin
esperarlo, he vuelto a reconciliarme con lo que me rodea. La palmera
con todas sus hojas parecidas a manos abiertas, el olor a higos y a
mar y a humo de ramas podadas, la silueta de elefante dormido de
Sierra Bermeja. La letanía del fútbol escapándose por la puerta de
casa. La luz de la cocina resumiendo todo lo que de cálido hay en el
mundo.
Y no sólo eso. También me siento
tranquila respecto a todas las cosas y las personas y las hipótesis
que no han llegado a rodearme. Quién sabe. Tal ver todo sea tan
aleatorio y todavía tan posible como el vuelo en caligrama de los
pájaros.
"Todos los perros de por aquí están oliendo ladrones invisibles", por poner un ejemplo de todas las cosas que me han gustado de tu post.
ResponderEliminarMe encanta, Silvia, por la forma y por el fondo.
Muas
Me encanta que te encante, porque este post, como se comprenderá en el que le sigue, estuvo a punto de no ser publicado.
EliminarCorazón.
Conmueve la insignificancia enmedio de la que vivimos.
ResponderEliminarLa que somos también.
EliminarEn realidad, eso quise decir. Algo así, como: conmueve que, siendo tan insignificantes, vivamos, y lo hagamos con mayor intensidad de la que, con frecuencia, nos proponemos. Y no me refiero a que tengamos o no ganas de vivir (que a veces también) sino al misterioso hecho de estar vivos, sin pincharlo ni cortarlo. Misterios, nena.
EliminarParece que vivimos en un tobogán: arriba, abajo,arriba...
ResponderEliminarQué va, mujer. A veces ir de excursión hacia abajo es sólo una excusa para seguir subiendo.
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