lunes, 14 de octubre de 2013

Anti-instrucciones para blogueros novatos (III)


Novato, ante todo quiero que sepas que esta va a ser mi última monserga. No porque me haya cansado de ti. Ni mucho menos. De hecho, mientras te escribía se me pasaba por la cabeza lo divertido que sería tener una escuela, un huerto de novatos a los que plantar, regar, guiar, podar, injertar y ver florecer y fructificar con orgullo. Pero te adelanto ya algo que pronto aprenderás tú solito: una de las cosas que la escritura te enseña es a ser consecuente.

Verás, a uno se le calientan la boca y los dedos sobre el teclado, y de repente, ya está pisando en público un terreno minado de emociones privadas, del que será difícil salir sin ponerse en ridículo o volar por los aires. O empieza a construir credos y decálogos de manera solemne, y a pasearlos por el mundo como si estuvieran grabados en piedra. Uno no puede mearse en ellos a las primeras de cambio, chaval. Si los actos de tu rutina desmienten lo que has estado publicando; si te has fabricado una imagen compasiva, y luego miras con furia homicida a la patosa que en clase de zumba pierde el paso y te roba el espacio; si no hay una sintonía entre el yo que escribe y el yo que ama, pasea, trabaja o cuida, entonces los que te leen percibirán tarde o temprano que has estado usando publicidad engañosa para colocarles tu vanidad. Así que anda con ojo: mima tus palabras, pero sobre todo, respeta la verdad que llevan dentro.

Te suelto este rollo para que comprendas que yo me encuentro en ese proceso de asegurar mi coherencia. Si en el post anterior peroré sobre las huellas poco inocentes que los bípedos vamos dejando sobre la faz de la tierra, al día siguiente no podía ir en coche al gimnasio, aunque por la noche casi delirara de cansancio, de tanta caminata y tantas posturas y pesos, y cacerolas en la cocina, y horas de trabajo remunerado. Y si hoy tengo que explicarte lo importante que es vaciar de gente la habitación donde escribes, difícilmente podría reclamar que me sigas haciendo caso. A partir de ahora vas a andar solo, novato. A partir de estos pocos puntales que otros y yo te hemos ido prestando, tendrás que levantar tu propio edificio de normas. Seguir una receta ajena está muy bien cuando no sabes freír un huevo ni ordenar un recuerdo de tu infancia en frases con un mínimo de solvencia. Pero el que te dicta esas recetas suele dar temerariamente por sentados ciertos aspectos: para empezar, que tiene las cosas claras. Que su particularidad puede convertirse sin pudor en ley universal. Y que ha dejado de ser un novato. Al menos grábate esto: aunque llegue a escribir la Biblia, uno no deja de ser nunca un principiante.

Lo de vaciar la habitación, pues. Yo por fin he llegado a comprender eso de que, antes de estampar una primera palabra sobre la página, tienes que olvidar a tus maestros. Ellos ya han hecho su trabajo, casi siempre de manera subliminal. Me han empapado la lengua; han lubricado mi mirada; me han dado de comer de pico a pico, como a un pajarito. Pero a la hora de ponerme a escribir, y más aún, de definir mi relación con la escritura, tengo que darles las gracias y quitármelos de encima con una amable patada en el culo. Tengo que abrir un hueco en torno a mí donde no quepan los decretos ni las expectativas. Date cuenta de que los mitos ajenos pueden llegar a convertirse en parásitos de tu voluntad. La vocación fiera, el drama de si no escribo, me muero, la neurosis de la expresión. Todo eso ha de quedar rabiosamente fuera de los márgenes.

Todavía más. A mí me resulta fundamental sacarme el yo ávido como si fuera una espina. Dejar sin texto al histriónico de mi ego. Que el acto de la escritura se quede desnudo de sujetos implorantes y de necesidad. Que funcione sólo como un verbo que se describe y se basta a sí mismo. Correr. Vivir. Escribir. Uno corre con el vago propósito de mantenerse sano y ligero, pero cuando lo está haciendo, cuando nota hasta en el cráneo el impacto de las zapatillas sobre el cemento, cuando el corazón da tumbos y todo el genoma se empeña en que, a pesar de todo, continúe el avance, uno no piensa en la razón que le está empujando. Igual debería ocurrir con la escritura. Deberíamos darnos a las palabras y a la emoción de manera gratuita, sin esperar una recompensa a cambio. Ni aplauso, ni reconocimiento, ni influencia. Ni curación, ni sabiduría, ni amor.

A la hora de lanzarnos a ello, debemos permitir que la alegría se convierta en nuestra única brújula. Si el hecho de escribir (y aquí puedes colocar cualquier otro verbo) socava tu alegría, déjalo para otro momento. Si te sirve para afirmarla, construírla, celebrarla, entonces, sigue adelante. Todo lo demás, qué escribes y para qué, cómo lo haces y para quién, te servirá poco más que para engordar una cargante etiqueta sobre cuestiones metaliterarias.


(Y a estas alturas debe de quedar claro ya que, como Flaubert con Madame Bovary, El Novato c'est moi)

6 comentarios:

  1. Me ha encantado. Y si no pensara exactamente como tú te elegiría como telepredicadora de cabecera. Así que, como de costumbre, estamos en la misma asamblea, en auténtica compañia. ¡Sí!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. A mi ego le encanta ese título, chaval. Tu compañía me encanta, ¡sí!

      Eliminar
  2. En la tercera entrega, al final, has dejado todo -como dijo aquel- "atado y bien atado".

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Ele, que se busque el novato sus propias habichuelas.

      Eliminar
  3. Eres la gurudesa del futuro escritor.
    Es posible que ya te lo haya dicho alguna vez más.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Sólo hace falta que, por alguna carambola, lleguen hasta aquí.

      Eliminar