Novato, ante todo quiero que sepas que
esta va a ser mi última monserga. No porque me haya cansado de ti.
Ni mucho menos. De hecho, mientras te escribía se me pasaba por la
cabeza lo divertido que sería tener una escuela, un huerto de novatos a
los que plantar, regar, guiar, podar, injertar y ver florecer y
fructificar con orgullo. Pero te adelanto ya algo que pronto
aprenderás tú solito: una de las cosas que la escritura te enseña
es a ser consecuente.
Verás, a uno se le calientan la boca y
los dedos sobre el teclado, y de repente, ya está pisando en público
un terreno minado de emociones privadas, del que será difícil salir
sin ponerse en ridículo o volar por los aires. O empieza a construir
credos y decálogos de manera solemne, y a pasearlos por el mundo
como si estuvieran grabados en piedra. Uno no puede mearse en ellos a
las primeras de cambio, chaval. Si los actos de tu rutina desmienten lo que
has estado publicando; si te has fabricado una imagen compasiva, y
luego miras con furia homicida a la patosa que en clase de zumba
pierde el paso y te roba el espacio; si no hay una sintonía entre el
yo que escribe y el yo que ama, pasea, trabaja o cuida, entonces los
que te leen percibirán tarde o temprano que has estado usando
publicidad engañosa para colocarles tu vanidad. Así que anda con ojo:
mima tus palabras, pero sobre todo, respeta la verdad que llevan
dentro.
Te suelto este rollo para que comprendas
que yo me encuentro en ese proceso de asegurar mi coherencia. Si en
el post anterior peroré sobre las huellas poco inocentes que los
bípedos vamos dejando sobre la faz de la tierra, al día siguiente
no podía ir en coche al gimnasio, aunque por la noche casi delirara
de cansancio, de tanta caminata y tantas posturas y pesos, y
cacerolas en la cocina, y horas de trabajo remunerado. Y si hoy tengo
que explicarte lo importante que es vaciar de gente la habitación
donde escribes, difícilmente podría reclamar que me sigas haciendo
caso. A partir de ahora vas a andar solo, novato. A partir de estos
pocos puntales que otros y yo te hemos ido prestando, tendrás que
levantar tu propio edificio de normas. Seguir una receta ajena está
muy bien cuando no sabes freír un huevo ni ordenar un recuerdo de tu
infancia en frases con un mínimo de solvencia. Pero el que te dicta
esas recetas suele dar temerariamente por sentados ciertos aspectos:
para empezar, que tiene las cosas claras. Que su particularidad puede
convertirse sin pudor en ley universal. Y que ha dejado de ser un
novato. Al menos grábate esto: aunque llegue a escribir la Biblia,
uno no deja de ser nunca un principiante.
Lo de vaciar la habitación, pues. Yo por
fin he llegado a comprender eso de que, antes de estampar una primera
palabra sobre la página, tienes que olvidar a tus maestros. Ellos ya
han hecho su trabajo, casi siempre de manera subliminal. Me han
empapado la lengua; han lubricado mi mirada; me han dado de comer de
pico a pico, como a un pajarito. Pero a la hora de ponerme a
escribir, y más aún, de definir mi relación con la escritura,
tengo que darles las gracias y quitármelos de encima con una amable
patada en el culo. Tengo que abrir un hueco en torno a mí donde no
quepan los decretos ni las expectativas. Date cuenta de que los mitos
ajenos pueden llegar a convertirse en parásitos de tu voluntad. La
vocación fiera, el drama de si no escribo, me muero, la neurosis de
la expresión. Todo eso ha de quedar rabiosamente fuera de los
márgenes.
Todavía más. A mí me resulta
fundamental sacarme el yo ávido como si fuera una espina. Dejar sin
texto al histriónico de mi ego. Que el acto de la escritura
se quede desnudo de sujetos implorantes y de necesidad. Que funcione
sólo como un verbo que se describe y se basta a sí mismo. Correr.
Vivir. Escribir. Uno corre con el vago propósito de mantenerse sano
y ligero, pero cuando lo está haciendo, cuando nota hasta en el
cráneo el impacto de las zapatillas sobre el cemento, cuando el
corazón da tumbos y todo el genoma se empeña en que, a pesar de
todo, continúe el avance, uno no piensa en la razón que le está
empujando. Igual debería ocurrir con la escritura. Deberíamos
darnos a las palabras y a la emoción de manera gratuita, sin esperar
una recompensa a cambio. Ni aplauso, ni reconocimiento, ni
influencia. Ni curación, ni sabiduría, ni amor.
A la hora de lanzarnos a ello, debemos
permitir que la alegría se convierta en nuestra única brújula. Si
el hecho de escribir (y aquí puedes colocar cualquier otro verbo)
socava tu alegría, déjalo para otro momento. Si te sirve para
afirmarla, construírla, celebrarla, entonces, sigue adelante. Todo
lo demás, qué escribes y para qué, cómo lo haces y para quién,
te servirá poco más que para engordar una cargante etiqueta sobre
cuestiones metaliterarias.
(Y a estas alturas debe de quedar claro ya que, como Flaubert con Madame Bovary, El Novato c'est moi)
Me ha encantado. Y si no pensara exactamente como tú te elegiría como telepredicadora de cabecera. Así que, como de costumbre, estamos en la misma asamblea, en auténtica compañia. ¡Sí!
ResponderEliminarA mi ego le encanta ese título, chaval. Tu compañía me encanta, ¡sí!
EliminarEn la tercera entrega, al final, has dejado todo -como dijo aquel- "atado y bien atado".
ResponderEliminarEle, que se busque el novato sus propias habichuelas.
EliminarEres la gurudesa del futuro escritor.
ResponderEliminarEs posible que ya te lo haya dicho alguna vez más.
Sólo hace falta que, por alguna carambola, lleguen hasta aquí.
Eliminar