jueves, 12 de septiembre de 2013

Y venga a andar

 
Sigo andando. Tomando la medida con las piernas a ríos y montañas. Como una bulímica del movimiento: no puedo parar. Sólo que después del atracón nunca me arrepiento. Admito estar poniéndome pesada, y ya es la segunda vez que lo hago en lo que va de semana. Pero esto es lo que hay, y esto es lo que soy, y al menos a mí me vale. Me seduce la idea de identificarme por completo con una actividad. Porque es cierto que todavía me cuesta decirme escritora sin escuchar en mi cabeza una voz que me tacha de farsante.

En cambio soy perfectamente capaz de abordar el propósito de llegar a convertirme en una persona que camina como un virtuoso. Voy subiendo un repecho, o bajando una pendiente tan empinada como una escalera de mano, y apenas si quedan huecos entre yo y el paisaje que puedan ser invadidos por otro tipo de intención. Estoy donde estoy, y poco más. Vale, es posible que haya momentos breves durante la marcha en los que mi firme intención de habitar el presente se disipe. Entonces me lanzo al vacío de proyectos vagos, me distraigo, emprendo viajes astrales hacia otras hipótesis de lo que podría ser mi vida. Se me doblan las rodillas de deseo: por unos instantes deseo estar aquí, allí o allá. En otro instante preocupantemente largo mi imaginación se entrega a ciertos abrazos. Debe de ser que reboso energía física. Pero en general, voy avanzando, y a veces me asalta la impresión de formar parte de una de esas fotografías en las que la modelo es pintada y vestida de manera que no se distinga del fondo. Mis pisadas suenan sobre la hojarasca, no tan silenciosas como quisiera, pero al menos completamente verificables. Es más de lo que se puede decir de la mayoría de avances.

Recorro algunas de las veredas más bellas de Andalucía, y compruebo que las articulaciones y los músculos también guardan memoria. Todavía se acuerdan con nitidez de los pasos que en el último mes han dado por aquí, o a lo ancho de Ordesa, o por las montañas de Loja. Tan distintas unas de otras. En estas alturas suaves donde puedo decir sin empacho que comenzó mi maduración, los caminos son amarillos como en Oz, y no es raro acabar el día con la cara encendida. Como si el poco sol que consigue atravesar la cúpula imperial del ramaje se concentrase en el suelo y una lo fuera pisando como a un avispero. Por aquí y por allá se ven bloques dispersos de arenisca, fantasmagóricos entre los árboles, tapizados como ellos de musgo. Parecen inanimados sólo por una reciente casualidad, restos de alguna ciudad engullida por el verde, gigantes que parecen dormir, pero quién sabe.

Ordesa... Me acuerdo de una tarde en Torla, al final de una jornada de borrachera caminante. Llevábamos en el cuerpo no sé qué salvajada de kilómetros, y antes siquiera de llegar al hotel para desprendernos de la capa de mugre, cosa que necesitaba tanto como un refugiado, nos sentamos en la terraza de un bar. Era un premio beber por fin algo que no fuera transparente ni insípido, derrumbarme en una silla antes de seguir trajinando con la bolsa de aseo y la ropa sucia. Desde nuestra mesa más o menos asentada sobre el césped había vistas de las montañas que acabábamos de surcar. Y me costó encontrar un correlato entre los pies que se movían como dedos de pianista dentro de mis botas, y aquellas moles casi incorpóreas. Las contemplaba anonadada, y sólo por conveniencia mi mente las creía de piedra. Tan regias, tan imposibles. Puse los pies en la silla opuesta y me figuré que habían estado pisando algún escondido reino psíquico.

Si esto es una montaña. No es Torla, sino Bielsa, pero es una mentirijilla similar.


La Sierra Gorda de Loja es prácticamente lo contrario. De mis bosques, de aquellas montañas del alma. Es pura y agresiva materialidad, una especie de escombrera de cráneos, un pedregal sin sombra donde cuesta plantar un pie sin riesgo de esguince. Hay que ir haciendo operaciones trigonométricas continuas para encadenar paso tras paso. Y fue aquí, hace unos diez días, cuando me di cuenta de cuánto ha cambiado mi manera de andar, y todavía más, de desenvolverme por la vida. Porque yo antes andaba como si se me fuera a caer, ups, el chocho al suelo. Tanto en el monte como en la calle. Daba pasos cortos y tartamudos, pegando muslo contra muslo para no revelar ni perder por el camino algo demasiado íntimo. Vacilaba un poco antes de alcanzar la siguiente posición. Me asustaba caerme y por tanto me caía.

Ahora he trasladado el mando de operaciones de la mente a mis pies, y gracias a eso voy avanzando. Ellos solos saben dónde ponerse, qué orientación tomar, cómo pedir impulso a la pierna entera, cómo leer cada obstáculo. Pongo un pie aquí, y el siguiente un poco más adelante, sin que lleguen a juntarse. Progreso, caiga de mí lo que caiga al suelo. Practico la resistencia y la liviandad. Así que en días como hoy siento que son estas trochas apenas visibles entre la hojarasca de los alcornocales, y las escaleras hacia el cielo del norte, y aquellos eriales lunares de piedra los que me están tallando. Cómo no escribir sobre ello.

4 comentarios:

  1. Cuando he leído lo del virtuosismo al caminar, he recordado que de pequeña casi te enredabas en tus propias piernas al hacerlo. Más abajo lo explica tú.

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    1. A esa edad el problema era más bien que tenía mucha cabeza.

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  2. Anónimo entre comillas14 septiembre, 2013 22:06

    Menudos avances: perder el miedo a caerse y dejar de caerse, aprender a contarlo (¡y de qué manera!) ¿o eso no tuviste que aprenderlo?

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    1. Qué va, mujer,esto, Anónimo sin género, en lo de contar estoy todavía aprendiendo.

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