domingo, 8 de septiembre de 2013

Un sacrificio


Tendrías que haberla visto mientras se bajaba los tirantes. Qué aparición. Llevaba un vestido tan liviano que parecía su propio aliento hecho tela, o la banda sonora perfecta. Ella tenía que saber que caería completamente, sin aturullarse en las caderas, dejándola desnuda de manera irrevocable. Creo que era de seda, y creo que las mujeres rastrean a veces las tiendas en busca de tejidos con esa caída al mismo tiempo pura y lasciva, pensando más en el momento de desvestirse que en la imagen que ofrecerán vestidas. Sólo la he visto una vez hacerlo, pero algo me dice que en eso ella es una experta. Casi no necesitó tocar el tirante para que se deslizara hombro abajo. Como si se acariciara, y no para consolarse de un golpe, ya sabes. Me miraba al mismo tiempo, con los ojos bajos y al bies, como queriendo comprobar el efecto, y tal vez con cualquier otra no habría podido evitar reírme por dentro. Pero ella es ella, y tiene una barbaridad de pestañas, una muralla, una selva de pestañas, y tiene unas tetas que bailaban debajo de ese vestido. Era poesía contemplar los pliegues que se formaban en él cada vez que respiraba. Mi mente rebosaba de rimas obscenas.

Sólo que, antes de pasar al tirante de derecho, me di cuenta de que estaba llorando. No a mares, ¿vale?, ni siquiera se había formado una primera lágrima, pero sí que había humedad por debajo de la barbaridad de pestañas. Se le juntaban en ese tipo de mechoncitos que te dan ganas de pedirle matrimonio a todas las chicas recién salidas del agua que ves en la playa. Y fue entonces cuando me sentí por primera vez un miserable. Ya sabía que se había tragado mi cuento de pe a pa. Había admirado la manera en que su sorpresa, su espanto, su pena se propagaban en hermosos pliegues de seda hasta la región de las tetas. Pero de verdad que no calculaba que la hubiera afectado tanto. Me miré a mí mismo con esa misma cara que no se te va. Ella se desnudaba trágicamente, y yo tenía todavía una oportunidad para hacer que parara. Podía abrazarla, secarle la humedad de los ojos y confiar en que encontraría alguna manera de corregir o matizar todo lo que le había contado.

Pero entonces un detalle me salvó. Detrás de la selva y de la lágrima, ella se estaba mirando. No a través de mí, quiero decir, no a sí misma de rebote al mirarme a los ojos, sino descaradamente a sí misma en el espejo que quedaba a mi espalda. No niego que puede que mi vergüenza haya fabricado esta imagen para disculparse, pero yo juraría que en ese momento ella se veía fascinante. Como una sacerdotisa de Babilonia, o algo así. Me dio la impresión de que se estaba sacrificando, de que se desnudaba como una especie de víctima propiciatoria para aplacar la ira o el dolor de algún dios.  Y pensé que su ego debía de andar por las nubes, si creía que entregándose de esa manera compungida y generosa podría devolverle unos cuantos días de vida a un moribundo. Eso me ayudó a sentirme algo acompañado en mi miseria y a contemplar sin escrúpulos cómo el vestido caía al suelo, mudo.

Ahora, según los cálculos que le hice, ya debería estar muerto. Cada vez que cojo el teléfono para llamarla busco algún sitio donde darme con el codo. Es así. Tal vez podría haber conseguido una misma entrega de su parte si hubiera echado mano de algo menos tremendo, o por lo menos no tan fulminante. Esclerosis múltiple, quizás. Algo que me diera la oportunidad de volver a amanecer exhausto junto a ella. Pero tengo que apechugar con mi mentira. Eso, o humillarla un poco más si cabe. En vez de alargarme la vida me la está quitando de verdad.

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