Tendrías que haberla visto mientras se
bajaba los tirantes. Qué aparición. Llevaba un vestido tan liviano
que parecía su propio aliento hecho tela, o la banda sonora
perfecta. Ella tenía que saber que caería completamente, sin
aturullarse en las caderas, dejándola desnuda de manera irrevocable.
Creo que era de seda, y creo que las mujeres rastrean a veces las
tiendas en busca de tejidos con esa caída al mismo tiempo pura y
lasciva, pensando más en el momento de desvestirse que en la imagen
que ofrecerán vestidas. Sólo la he visto una vez hacerlo, pero algo
me dice que en eso ella es una experta. Casi no necesitó tocar el
tirante para que se deslizara hombro abajo. Como si se acariciara, y
no para consolarse de un golpe, ya sabes. Me miraba al mismo tiempo,
con los ojos bajos y al bies, como queriendo comprobar el efecto, y
tal vez con cualquier otra no habría podido evitar reírme por
dentro. Pero ella es ella, y tiene una barbaridad de pestañas, una
muralla, una selva de pestañas, y tiene unas tetas que bailaban
debajo de ese vestido. Era poesía contemplar los pliegues que se
formaban en él cada vez que respiraba. Mi mente rebosaba de rimas
obscenas.
Sólo que, antes de pasar al tirante de
derecho, me di cuenta de que estaba llorando. No a mares, ¿vale?, ni
siquiera se había formado una primera lágrima, pero sí que había
humedad por debajo de la barbaridad de pestañas. Se le juntaban en
ese tipo de mechoncitos que te dan ganas de pedirle matrimonio a
todas las chicas recién salidas del agua que ves en la playa. Y fue
entonces cuando me sentí por primera vez un miserable. Ya sabía
que se había tragado mi cuento de pe a pa. Había admirado la
manera en que su sorpresa, su espanto, su pena se propagaban en
hermosos pliegues de seda hasta la región de las tetas. Pero de
verdad que no calculaba que la hubiera afectado tanto. Me miré a mí
mismo con esa misma cara que no se te va. Ella se
desnudaba trágicamente, y yo tenía todavía una oportunidad para
hacer que parara. Podía abrazarla, secarle la humedad de los ojos y
confiar en que encontraría alguna manera de corregir o matizar todo
lo que le había contado.
Pero entonces un detalle me salvó.
Detrás de la selva y de la lágrima, ella se estaba mirando. No a
través de mí, quiero decir, no a sí misma de rebote al mirarme a
los ojos, sino descaradamente a sí misma en el espejo que quedaba a
mi espalda. No niego que puede que mi vergüenza haya fabricado esta
imagen para disculparse, pero yo juraría que en ese momento ella se
veía fascinante. Como una sacerdotisa de Babilonia, o algo así. Me
dio la impresión de que se estaba sacrificando, de que se desnudaba
como una especie de víctima propiciatoria para aplacar la ira o el
dolor de algún dios. Y pensé que su ego debía de andar por las
nubes, si creía que entregándose de esa manera compungida y
generosa podría devolverle unos cuantos días de vida a un
moribundo. Eso me ayudó a sentirme algo acompañado en mi miseria
y a contemplar sin escrúpulos cómo el vestido caía al suelo, mudo.
Ahora, según los cálculos que le
hice, ya debería estar muerto. Cada vez que cojo el teléfono para
llamarla busco algún sitio donde darme con el codo. Es así. Tal vez podría
haber conseguido una misma entrega de su parte si hubiera echado mano
de algo menos tremendo, o por lo menos no tan fulminante. Esclerosis
múltiple, quizás. Algo que me diera la oportunidad de volver a
amanecer exhausto junto a ella. Pero tengo que apechugar con mi
mentira. Eso, o humillarla un poco más si cabe. En vez
de alargarme la vida me la está quitando de verdad.
Me encanta tita S, me encanta...
ResponderEliminarInteresántisima historia. ¿Sabes qué ocurre después?
ResponderEliminarJodete tío listo
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