domingo, 1 de septiembre de 2013

Un gato dentro

 
Merodeo en torno a mi estado de ánimo, sin atrever a acercarme demasiado. Puede que sea tan tímido como un gato, y nada me gustaría menos que ahuyentarlo. Pero sé algunas otras cosas sobre los gatos. Por ejemplo, que a pesar de la delicadeza de su movimiento, tan depurado que a veces parece abstracto, son animales bravíos que se emborrachan de júbilo en cuanto disponen de un espacio peliagudo por el que trepar, corretear y avanzar agazapados hasta el zarpazo cirujano. Sé también que sienten una especial avidez por los acomodos blandos y cálidos, y que por eso a veces te conceden la gracia de enroscarse en tu regazo. No son criaturas tan pudorosas y etéreas, los gatos.

Como tampoco, creo, esta mansedumbre que me revisita. Esta sensación de que algo dentro de mí se ha apaciguado, y de que fuera, en el contacto entre la realidad y mi piel insumisa, algo ha sido engrasado. Me vuelco sobre el balcón, y los andrajosos claveles que sobreviven heroicamente al calor y a mi mano de podadora nazi me parecen tan dignos de contemplación como los fresnos regios que me cobijaron en Ordesa. Recuerdo ahora aquellos árboles sin intención de secuestrarlos, y de la mano de ellos, otros momentos dulces o intensos a los que sólo puedo acceder ya mediante ese mapa sin leyenda ni norte que es el lenguaje. Y luego, ya de noche, me basta con arroparme por fin con la sábana para saber que este sitio concreto y trivial en el mundo es tan adecuado como cualquiera para entregarme primorosamente a la tarea de respirar.

Pero coloco mi dulzura en medio de un foso de prudencia, y por superstición, apenas me atrevo a dar fe de ella. Está aquí, dentro de mí, fuera, a mi lado o sobre mi cabeza, enroscándoseme entre las piernas todavía morenas, atizándome de vez en cuando un zarpazo, como advirtiéndome de que no se me ocurra retenerla. Criatura astuta. Me conoce mejor de lo que yo la conozco a ella. Intuye que a lo mejor trataré de analizarla, que la miraré de arriba abajo y la pondré en cuarentena. Que primero me enamoraré y luego no me fiaré de su firmeza. Que la cargaré de sentido para después subestimarla. Dejaré que me ronde la idea de que, por qué no, si le tengo apego a ciertas ingenuidades, tal vez el brío del viaje y las montañas medidas en litros de sudor y los árboles hayan logrado realmente depurarme. Y después me diré que no, que simplemente tengo un carácter lo bastante flexible como para que la costumbre interrumpida me parezca nueva al retomarla, y que lo lógico, lo maduro, lo responsable es contar con que la sucesión de confianzas y desasosiegos volverá a ponerse en marcha.

Así que dejo esta facilidad a su aire, y emprendo mis cosas como si no estuviera conmigo, igual que las emprendí cada vez que una inquietud difusa decidía alimentarse de mis tripas. La restauración optimista del hábito de escribir; la voracidad con la que me lanzo a la cama con un rebote y un libro. La jarra de leche de cabra envuelta en toallas que espera sobre la encimera de la cocina a que se produzca una prodigiosa alquimia microbiana. Los paseos y las compras y el cuidado de los cuerpos. Y estando en esas, la facilidad, o la aceptación, o la mansedumbre, como quieras llamarla, se me vuelve a subir encima y me permite acariciarla. Y yo siento que este ejercicio de escritura que no deja de ser un lance de caza tiene sentido si vale para transmitir cada dulzura íntima e inconfesada.

3 comentarios:

  1. Vale,vaya que sí vale.Muchas veces despues de leerte, salgo del ciber con el ánimo apaciguado. Otras con una sonrisilla suave...
    Gracias.Besos.

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    1. Ooooh, adictilla, qué comentario tan gonito. Gracias a ti por la compañía.

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  2. Nos conoce usted muy bien a los gatos (ese primer párrafo lo demuestra), que también la leemos. Y le aseguro, como cazadores natos que somos, que su lance de caza acierta en su objetivo.

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