Cuatro de la tarde. La autovía, tal vez
por nostalgia de agosto, reverbera, aunque no hace ni chispa de
calor. El cielo está tan blanco como cuando en Estepona sopla sin
ganas el Levante, y se genera una luz que no admite distinciones
secas. Las siluetas se difuminan, el verde y el azul pierden garra,
las formas casi se convierten en manchas. A tu mente disoluta le
entran ganas de mecerse en una hamaca, y por eso se entrega a la
evocación, a la indolencia y a todo tipo de fantasías no demasiado
claras. Por allí el Levante es humedo: echa a perder las obras de
peluquería, vuelve pegajosa la piel, y ablanda un poco el alma.
Así
que tal vez es por efecto de este cielo blanco de la hora de la
siesta, primo no tan lejano de aquél, o por el tembleque marino del
asfalto. O a lo mejor es que simplemente me he quitado las gafas de
topo para ponerme las de sol, y por un instante me he vuelto capaz de
ver cualquier cosa que se me antoje. Vete tú a saber. El caso es que
de pronto, y mientras mis ojos recuperan cordura y cristales, me
falta poco para afirmar que hoy hace un precioso día de playa*.
Y
no es por nostalgia, creo, ni por melancolía, porque yo cada vez
estoy menos entrenada para esas disciplinas. Pero no puedo evitar
acordarme de que este lunes pasé con mi coche a pocos metros de la
orilla donde suelo plantar la tumbona, con el maletero cargado de
comida suficiente como para sobrevivir con elegancia unas dos
semanas, y la cabeza llena de tareas post-vacacionales. Giré la
cabeza automáticamente para comprobar el color de la bandera -
semáforo. No hacáa falta: no soplaba viento, y el mar estaba más
plano aún que esta autovía. El trapo verde se abrazaba a su mástil,
lacio como ya sabéis qué. Uno de esos días en los que no se puede
concebir placer más glorioso que el de hacer el muerto durante unos
minutos laaargos. Devolví la cabeza a su sitio, e intuí con el
rabillo del ojo a todos los desconocidos habituales que durante diez
días de septiembre han formado parte de mi cofradía de bañistas. Y
seguí mi camino tan pancha, sin darme cuenta en absoluto de que el
domingo había sido mi último día de playa del año. O lo que es lo
mismo, el último día de auténtico verano. Que empiece a sonar ya
el Duo Dinámico.
Y,
claro, quién puede resistirse a establecer cierto tipo de
paralelismos. Quién no se acuerda de todos los momentos que, sin que
uno lo supiera, o sin querer saberlo, fueron la última vez de algo.
La última vez que saliste de aquella casa; la última frase que se
dijo aquella última vez que viste a alguien. Luego la conciencia
tiene que darse atracones para recuperar el tiempo perdido, como un
mal estudiante. Elucubra, pega los trozos rescatados por la memoria
con unas gotas de invención, se ancla a unos pocos detalles que
entonces pasó por alto y que, con el tiempo, se han convertido en
fetiches. El trozo de tarta de chocolate que compartiste en una
última merienda. El cartel que anunciaba un concierto de Franz
Ferdinad, tres de sus esquinas al viento, pegado en una de las
últimas fachadas que viste al marcharte de la ciudad donde vivía
alguien. La camiseta de un rosa descolorido que llevaba mientras
decía cuídate con indolencia. Tu forma de rastrillarte el
flequillo con los dedos de la mano.
Casas
que abandonaste. Ciudades a las que nunca volviste. Rostros que ya
son ceniza. Besos que también. Amistades que languidecieron hasta la
extenuación porque los años son gregarios, y donde tenías dos, de
repente te encuentras veinte. Y a otra escala, la última vez que
enjuagaste el salitre del biquini.
Pero
al fin y al cabo, en Granada los vientos no tienen nombres propios, y
en realidad no hay manera de confundir el mar con el asfalto, y
después de un verano siempre llega otro verano. Y quién sabe
cuántos momentos de ahora no estarán siendo, sin que aún nos demos
cuenta, la primera vez de algo.
*Nota
para los improbables visitantes humanos de este blog criados en Indonesia o Ucrania:
Granada es una ciudad interior que no tiene playa. Vaya.
Ni falta que le hace. ..Pensará alguien.
ResponderEliminar¿A Granada la playa, quieres decir? Tía, imagináte las olas lamiendo los pies de la colina de la Sabika, como si fuera un acantilado y la Alhambra, un faro.
EliminarQué bonito lo de la vida: sólo se explica un poquito mirando atrás; mientras tanto, construyamos y comencemos.
ResponderEliminarBesos!!
PD.: Ya no sé qué otra modalidad de baño playero existe aparte de hacerse el muerto...
Ajajá, intuyo que has acabado las vacaciones más morena que cuando las empezaste.
EliminarVéase el poema "Límites", de Borges, que habla de la última vez que, sin saberlo, hemos hecho algo. Tiene alguno más que trata del tema, pero no recuerdo el título. Ah, y el precioso relato "Delia Elena San Marco", que es un escalofrío.
ResponderEliminarLa memoria vuelve una y otra vez a repasar ese último instante en que estuvimos con alguien que poco después se nos perdió para siempre, y a fuerza de repasos ya no sabe uno si recuerda lo ocurrido o le estamos dando vueltas a una falsificación. Manolo.
Yo tengo casi claro que todo lo que se recuerda es al fin y al cabo esa falsificación que dices. La memoria es una narración que tiene cierto orden; la realidad, no.
EliminarGracias por las referencias!