lunes, 16 de septiembre de 2013

Tangible, todavía


Hice referencia en el post anterior al mundo de las cosas tangibles, y de manera tal vez demasiado tajante lo divorcié del territorio que la escritura ocupa en mi vida. Ahora esa división me recuerda al tipo de pensamientos deterministas que uno formula cuando tiene las ideas menos asentadas de lo que quiere exhibir. Estoy de nuevo en Granada, y la pantalla de mi portátil por fin cargado se recorta contra un fondo de cipreses, de nubes con forma de sierra o sierras con aspecto de nube, de los pétalos multicolores de mi colcha de verano. Tecleo en una postura que un día de estos tendré que patentar para que no me la robe ningún monitor de yoga iluminado. Contra-culocarpet-asana: codos clavados en la cama y rodillas a punto de enraizar en la espuma claramente insuficiente de un cojín. Me duelen el cuello y los párpados adictos a la siesta y las ganas de tirarme en la cama para calibrar, con precisión de entomólogo, si esta brisa que entra por el balcón suma más o menos años de vida que la de la última punta de la Costa del Sol. Un melón espera en la cocina a que lo convierta en sopa fría, como un preso que se va haciendo viejo en el corredor de la muerte. Quiero escribir, pero hoy no tengo una confianza sobrenatural en que mi cerebro destile algo digno. Pocas cosas son más tangibles para mí.

Y tangible como los volcanes que una horda de desalmados mosquitos me ha sembrado en la piel es la sensación recurrente de que el material de la vida adelgaza demasiado rápido. Mis vacaciones ya son historia, apenas cinco horas después de salir de la casa de mi padre. Y todo lo que era concreto, jugoso e inmediato, todo lo que secuestraba mi atención, todo lo que estaba en su sitio, empieza a marchitarse. Todos esos detalles que dan verosimilitud a la peripecia de un personaje, y que los malos novelistas, digo, los malos escritores, se olvidan siempre de consignar. Ya sé que no es muy sensato lamentarse por instantes que inevitablemente se van sustituyendo unos a otros y difuminando, ni mucho menos apegarse a ellos tanto como para querer embalsamarlos. Pero si resolviéramos definitivamente esa cuestión, la escritura dejaría de tener sentido. Así que aquí están, algunas de las cosas tangibles que hasta hace poco, muy, muy poco, eran lo bastante robustas como para desbaratar cualquier vocación.

La playa, claro. El agua perturbando la vista igual que un holograma. Los raíles oleosos que va dejando un barquito pesquero que siempre me hace de anfitrión. Hundirme hasta los tobillos en un tramo de orilla no demasiado firme. Echarme el sombrero de paja en la cara e imaginar que contemplo el cielo a través del techo de una barraca en el oasis. Las parejas, oh, sí, todo ese catálogo de parejas. El moreno y la morena despampanantes, frutos soberbios del verano, pidiéndose casi permiso con los ojos para acariciarse los antebrazos, presos todavía de la timidez que sigue al primer revolcón salvaje. O Gertrude y Rufus, pongamos, dos guiris septuagenarios que, día tras día, y después de discutir acaloradamente sobre el ángulo de colocación de la sombrilla, acaban siempre jugando a las cartas, tan civilizados. El hambre de las doce y cuarto de la mañana, exactamente. Apartar el libro, cerrar los ojos, estudiar el sonido del mar como si al día siguiente un tribunal fuera a examinarme.

El huerto. Mi padre engarza un número poco acostumbrando de frases cuando me habla de la preparación que necesitan las uvas para convertirse en pasas. Coge un racimo, lo voltea como a un diamante en bruto, va cortando con sus tijeras uvas pasadas y rabitos, y a mí me recuerda a un relojero. Yo le pregunto, él me responde, una y otra vez, como si fuera la cosa más simple del mundo, cuándo sacaremos los boniatos, cómo se sabe si los aguacates se han acabado de hacer en el árbol, cómo se llama ese bicho. Luego bajamos adonde están las moras, y me enseña que hay que coger sólo las que se vienen a la mano, porque esas son las maduras; si tienes que tirar de ellas, es que les falta un punto, aunque parezcan misses de la fruta. A mí esa me parece una manera impecable de desenvolverse en el mundo. Mientras, nos pican los mosquitos, y él me dice vámonos, hija, que aquí no se puede bajar con esas piernas tan apetitosas, y por un momento ese hija me vuelve gelatina.

El porche. Vito, el gato erudito, me despierta de un sopor momentáneo, oliéndome la punta del dedo gordo del pie. La perra Bola resopla como un existencialista francés. Ando descalza sobre las losas de barro. Dedico media hora a odiar profundamente a los modelos de las fotos que ilustran un pequeño manual de yoga que compré hace, yo qué sé, siete años. Comparo su postura del perro que mira hacia abajo con una figura de mí misma que sólo puedo denominar cactus borracho. Sobre todo leemos juntos, hamaca junto a hamaca, como en la cubierta de un viejo trasatlántico, tan callados, tan modestos, incluidos los tres en una especie de bóveda literaria, formando parte de un mismo átomo cuántico de palabras. Quién sabe si el tono de su historia de aventuras no estará impregnando mi ensayo sobre la atención plena. Y entonces vuelvo a apartar el libro, y casi se me corta la respiración, porque el atardecer está haciendo de las suyas, y hay una luz como de incendio en el subsuelo, y la palmera que está a dos pasos parece una estatua de bronce, y todo lo que tiene forma en el mundo está plenamente justificado y hasta redimido de su precariedad. Todo es elocuente y tangible. Todo permanece para siempre antes de fugarse.

8 comentarios:

  1. Siempre nos pones los" dientes largos" cuando nos cuentas tus andanzas en la casa/huerto de tu padre.
    Un beso.

    ResponderEliminar
  2. Anónimo entre comillas17 septiembre, 2013 22:04

    ¿No sientes a veces que a pesar de la elocuencia y tangibilidad de las cosas te faltan ojos para aprehenderlas? ¿que los pulmones se te quedan pequeños para absorber la brisa perfecta de estos días últimos de verano?

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Qué precioso comentario. Y fíjate, hace poco más de una hora he entrado por la puerta de casa casi con ganas de llorar. Estaba blanda, a punto de resquebrajarme, como si no pudiera acoger más compasión ni más belleza.

      Eliminar
  3. Asco no mujer, pero sí envidia a los que no podemos disfrutar algo parecido.

    ResponderEliminar
  4. A mi me da envidia de tu capacidad de descripción. Y no es de la sana, que no existe.
    Tengo mucha plancha en tu blog. El síndrome post-vacacional tiene también efectos por aquí, pero en este caso, ¡BIEN!.
    Besitos

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Sí que existe, y como bloguera vuestra que soy, os debo una explicación.

      (Estoo, quizás debería echar mano del Facebol para preguntarte que es eso de tener mucha plancha. Mí no entender)

      Besos sin síndrome.

      Eliminar
  5. Jajaja. Que tengo mucha faena: muchos posts por leer y eso es bueno, bueno.

    ResponderEliminar