martes, 10 de septiembre de 2013

Retener lo verde

 
Me tumbo cuando un melocotón tamaño globo terráqueo está medio asentado ya en mi interior. La piedra tiene el color y la forma de una mesa de quirófano, y yo acomodo en ella la espalda de manera que no quede hueco entre su plano y mis curvas. Miro hacia la copa, de manera inevitable. He reproducido tantas veces este ritual de cortejo que me da apuro volver a transcribirlo, y entendería si alguien se saltase estos párrafos en busca de algo nuevo o medianamente excitante. Es verdad que podría lanzar el anzuelo y pescar cualquier detalle que me permitiera montar una viñeta o, con suerte y sudor, hasta alguna narración. Pero tengo la cara caliente del camino, los pies descalzos palpitando contra el suelo, arañazos en las piernas y la sufrida mano derecha hinchada por el aguijonazo de un bicho que no he llegado a identificar. Mi química vital y mi materia están ancladas en lo silvestre. Todo mi ser resuena todavía al son del verde, y la frase que no huela a tronco, liquen, arroyo o arenisca parecerá una pequeña traición.

Así que levanto hacia la copa unos ojos que son puros corazones, como en ese muñequito del whatsapp. Miro. Sigo mirando. Miro. No sé cómo, pero de repente parece que mi campo de visión se estrecha. Miro, a duras penas. Pugno por mirar. Y ya no hay manera de seguir mirando. No me he dormido, pero tampoco soy yo, con mi paisaje mental abigarrado y mi carnet de identidad. Ya no hay más que rumor, piedra suave, y el olor afrutado de la hojarasca. Si no fuera porque tampoco me encuentro a mí por ninguna parte, buscaría algún rastro de conciencia. Y si algún experto en hipnosis preguntara mi nombre, yo respondería que árbol. Debo de haber experimentado una regresión hasta el tiempo en que estaba viva sin lenguaje, cuando era tan pequeña que no había aprendido todavía a diferenciar entre tú y yo. Queda sólo la persistencia del placer o de la molestia. Siento una brasa minúscula en la corva izquierda, donde hace un rato me atrapó una zarza. Aquí se está bien. Aquí se está tan bien.

Entonces suenan unos graznidos. Salgo de mi ensueño. Así es cómo se crece, diciendo yo a partir de la desconfianza. Pero deben de ser sólo unos buitres, peleándose por un puesto en alguno de sus balcones privilegiados. Los vimos hace ya un par de horas, cuando no había empezado todavía la ascensión, revoloteando contra un cielo que parecía caer tan lejos como Marte. Ahora nuestra nariz está casi a la altura de su colonia. Los cielos a veces no son tan inabordables. Mi espalda deshace su matrimonio con la piedra. Se me ha quedado fría. Una hormiga me explora la clavícula, sigue la pasarela del esternón, se descuelga intrépida hasta la región del ombligo. La dejo hacer, porque el bosque me vuelve realmente amable. Y por fin recupero el control de mis ojos. Vuelven a adoptar su forma de corazón.

Dónde están las caritas amarillas cuando se las necesita.


En ese momento en que mi mente maneja de nuevo conceptos, se me ocurre si sería posible llegar a enunciar la fórmula de un bosque. a+b elevado a la potencia de 2x+z igual a serenidad. No porque yo crea que tenga el más mínimo sentido resumir con un modelo matemático una realidad tan compleja y participada por lo subjetivo, sino porque me gustaría encontrar una manera obvia de expresar y poder compartir contigo esta belleza, esta capacidad para arrebatar la propia personalidad. Es uno de mis proyectos más viejos: decir el bosque, explicar su sociedad y su funcionamiento, hacer una fotografía nítida de su sutilidad. Siempre que ando por él me muerdo la cara interna de los carrillos preguntándome ah, cómo podría yo comprender y hacer comprender esto, cómo dedicar mi tiempo a esta otra forma de cultura, cómo volcarlo en un hermoso libro que a lo mejor hasta podría publicar; en definitiva, cómo atraparlo y llevármelo conmigo. Pero es inasable. O acaso es que yo estoy siempre de paso.
 
Ahora, sentada en mi viejo escritorio preñado de cachivaches escolares, escribiendo en mi viejo ordenador, porque se me olvidó echar el cargador del portátil al equipaje, rodeada de parte de mi arqueología personal, el bosque se me va escapando. Su coro de voces, su arquitectura precisa, la forma en la que luz y sombra se alternan como en una celosía fluida. Se me van del aliento y del cuerpo. Ojalá que algo de su aroma pudiera llegar a impregnar esto.


7 comentarios:

  1. Querida "Robina"...

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  2. Tan bonito y envidiable como siempre, tita S.
    Que sí, que me das ganas siempre de hacer de cabrita e irme al campo!

    Muchos besos!

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    1. Niña, nada importante no puedan solucionar un par de botas de buen andar. Eso sí, cuidaico con los bichos, que luego te ponen las manos como jamones de York.

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  3. Qué hermosura, muchachuela, lo que usted escribe cada día está más joven y más guapo. Es amor, destiladito en frases que desarman. Este escrito refleja de maravilla "cuando la intención se convierte en logro". ¡Oh!

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    1. No, ¡oh! digo yo. Gracias por saber tan bien que lo que mueve esta máquina, más que el hambre, es el amor. Y gracias por esa gentileza de "más joven y más guapo". Y gracias por ti.

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  4. Anónimo entre comillas13 septiembre, 2013 22:36

    Señor, qué envidia (de esa que dicen sana, claro), por los lugares y por las palabras...

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