Faltan
seis minutos, dos minutos, ninguno. Pasan ya tres de la hora
prevista, y empezamos a impacientarnos. Hace rato que llevamos
escuchando el rumor algo lúgubre de los helicópteros, pero ahora
están justo sobre nuestra azotea. Se debe de estar acercando, ese
montón de tíos en bicicleta cuyo rodar épico me la pelaría
cantidad, si no fuera porque el ojo de buitre de la televisión lo
viene siguiendo, y porque hoy precisamente se deslizarán con
desapego olímpico por nuestro ecosistema. Y nos hace ilusión ver
imágenes desde el cielo del escenario donde la película de nuestra
vida se rueda. Cutre, ¿verdad? Puede que a los nacidos después de
que a nosotros nos saliera pelo por ciertas partes les parezca que
ser vistos por internet es la manera natural de alcanzar cierto
estatus, pero para nosotros la tele, aunque ya nunca la veamos, tiene
todavía capacidad para hermosear o dignificar de alguna manera los
lugares que frecuentamos.
Como
la galería frondosa del Paseo del Salón bajo la que también
nosotros rodamos a veces con indiferencia, empujados por una
motivación ciega, o que otras nos ampara, cuando nos sentamos a
contemplar el espectáculo de gente que ayuda a crecer a
otra gente, o de gente que se embelesa con su propio movimiento,
sobre un par de ruedas o sobre sus propias piernas. Vista desde
arriba, quizás se vea lujuriosa como una selva. Y el río, que se
domestica de manera rastrera casi a la altura de nuestra calle, desde
el helicóptero tal vez parezca vertebrar algo. Vista con
perspectiva, nuestra vida puede que sea digna hasta de un documental.
Pero
cuando se produce por fin la conexión televisiva, el pelotón ha
abandonado ya la ciudad y circula por eso que con nostalgia aún
llamamos Vega. Ya no podremos ver el contenedor para papel reciclado
que viene siendo violado repetidamente, ni el bar minúsculo que debe
de ser tapadera de algo, un negocio de novela negra, o una timba
secreta, porque está siempre abierto, sin más clientes que el señor
que limpia vasos que nadie mancha o que los protagonistas efímeros
de España directo. No veremos esos cacharritos gimnásticos
para abuelos en los que a veces nos gusta que casi se nos vuele el
fémur de la articulación de la cadera, ni las líneas amarillas que
nos aberran cuando muertos de hambre buscamos aparcamiento para el
coche del trabajo. Bueno. Desde luego que nada de ello es importante.
Y
las carreteras por las que ahora van los ciclistas también podemos
reconocerlas. Atraviesan pueblos dormitorio, urbanizaciones sin
sustancia y pelagartales, pero desde lo alto se ven, efectivamente,
transfiguradas. Una maqueta del mundo donde la esterilidad de unas
calles se equilibra con el verdor de alguna que otra huerta, y en la
que casi se podría leer una historia en los espacios vacíos entre
las casas. Todo se ve bonito, tierno, estructurado.
Por eso, aunque habrá momentos en que sólo los detalles podrán
salvarnos, porque sin ellos la frase de nuestro día se acabaría
demasiado rápido, tal vez no sea mala idea despegarnos un instante
de nuestra vida, contemplarla desde arriba, y darnos cuenta de que a lo mejor tiene un plan más coherente del que pensábamos.
¡Joer Silvia, como lees el pensamiento!.
ResponderEliminarEeeiin??
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