lunes, 2 de septiembre de 2013

Ojo de pájaro


Faltan seis minutos, dos minutos, ninguno. Pasan ya tres de la hora prevista, y empezamos a impacientarnos. Hace rato que llevamos escuchando el rumor algo lúgubre de los helicópteros, pero ahora están justo sobre nuestra azotea. Se debe de estar acercando, ese montón de tíos en bicicleta cuyo rodar épico me la pelaría cantidad, si no fuera porque el ojo de buitre de la televisión lo viene siguiendo, y porque hoy precisamente se deslizarán con desapego olímpico por nuestro ecosistema. Y nos hace ilusión ver imágenes desde el cielo del escenario donde la película de nuestra vida se rueda. Cutre, ¿verdad? Puede que a los nacidos después de que a nosotros nos saliera pelo por ciertas partes les parezca que ser vistos por internet es la manera natural de alcanzar cierto estatus, pero para nosotros la tele, aunque ya nunca la veamos, tiene todavía capacidad para hermosear o dignificar de alguna manera los lugares que frecuentamos.

Como la galería frondosa del Paseo del Salón bajo la que también nosotros rodamos a veces con indiferencia, empujados por una motivación ciega, o que otras nos ampara, cuando nos sentamos a contemplar el espectáculo de gente que ayuda a crecer a otra gente, o de gente que se embelesa con su propio movimiento, sobre un par de ruedas o sobre sus propias piernas. Vista desde arriba, quizás se vea lujuriosa como una selva. Y el río, que se domestica de manera rastrera casi a la altura de nuestra calle, desde el helicóptero tal vez parezca vertebrar algo. Vista con perspectiva, nuestra vida puede que sea digna hasta de un documental.

Pero cuando se produce por fin la conexión televisiva, el pelotón ha abandonado ya la ciudad y circula por eso que con nostalgia aún llamamos Vega. Ya no podremos ver el contenedor para papel reciclado que viene siendo violado repetidamente, ni el bar minúsculo que debe de ser tapadera de algo, un negocio de novela negra, o una timba secreta, porque está siempre abierto, sin más clientes que el señor que limpia vasos que nadie mancha o que los protagonistas efímeros de España directo. No veremos esos cacharritos gimnásticos para abuelos en los que a veces nos gusta que casi se nos vuele el fémur de la articulación de la cadera, ni las líneas amarillas que nos aberran cuando muertos de hambre buscamos aparcamiento para el coche del trabajo. Bueno. Desde luego que nada de ello es importante.

Y las carreteras por las que ahora van los ciclistas también podemos reconocerlas. Atraviesan pueblos dormitorio, urbanizaciones sin sustancia y pelagartales, pero desde lo alto se ven, efectivamente, transfiguradas. Una maqueta del mundo donde la esterilidad de unas calles se equilibra con el verdor de alguna que otra huerta, y en la que casi se podría leer una historia en los espacios vacíos entre las casas. Todo se ve bonito, tierno, estructurado.

Por eso, aunque habrá momentos en que sólo los detalles podrán salvarnos, porque sin ellos la frase de nuestro día se acabaría demasiado rápido, tal vez no sea mala idea despegarnos un instante de nuestra vida, contemplarla desde arriba, y darnos cuenta de que a lo mejor tiene un plan más coherente del que pensábamos.

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