martes, 24 de septiembre de 2013

Nunca dos veces

Lo sé nada más levantarme, sólo que aún no sé lo qué es. Una especie de componente inédito en el aire, o una de esas combinaciones del clima que no percibe la piel pero sí las rodillas reumáticas. Lo voy notando a cada rato. Pasa algo incierto, y entonces suena la alarma en una región de mi cerebro que se expresa de una forma más críptica que con palabras.

La noche empieza a deshacerse justo en el tejado de la casa-molino que hay frente a mi ventana, y es como si en un simple papel empapado en líquido se estuviera revelando la primera fotografía que vieron unos ojos humanos.

La mermelada de mango de la tostada sabe como si yo fuera mi abuela y viviera en un tiempo que no pudiera quitarse de encima el olor a tocino y ajo.

La cara que me mira en el espejo está sonriendo, a pesar de las ojeras. Creo que me alienta.

Cada árbol cien veces podado de la calle parece la selva.

Las botas sobre el adoquinado, pom, pom, pom, retumban como las campanas de una iglesia en la que cada feligrés conociera los nombres de los abuelos de todos los demás congregados.

Criaturas a las que todavía no se les puede llamar chicas, pero que ya tampoco son niñas, esperan a otra que se bajará sin una adiós del coche de su padre, para hacer juntas el último tramo del camino a la escuela. Huelen a colacao y magdalenas, a sueño, y a un deseo de ser miradas mucho más viejo que ellas.

Unos novios muy jóvenes se acurrucan en un portal, tan nuevos como Adán y Eva.

Me quito las gafas, y la circunvalación colapsada de coches se ve enteramente como un río de lava.

Y luego, por los pasillos del Edificio, toda esa gente que hace su vida junta sin apenas darse cuenta, contándose chascarrillos y achaques, o cruzándose por los pasillos estrechos, sin saber qué hacer con los ojos hasta el momento justo de saludarse. Gente que a veces te encuentras en otro lugar de la ciudad y en otro contexto, saliendo de una heladería con un cucurucho en la mano, o absortos en la sección de frutos secos del Corte Inglés, y que de pronto te parecen embajadores de un país muy lejano.

La cesta metálica que empieza a rapelar por fuera de uno de los ventanales, cuando voy al cuarto de baño, e inmediatamente, las manos atareadas del limpiacristales. Otra de esas presencias invisibles que colaboran sutilmente con el transcurso de nuestras vidas: éste que nos permite levantar la vista del ordenador y contemplar los árboles de la calle o las nubes como si estuvieran dentro del despacho. La que llega a su casa oliendo a rayos para que en tu lata de atún no encuentres ni un pellejo ni una espina. El que traslada al laboratorio unos tubos con tu sangre un poco asustada. El que conduce la cosechadora del trigo que acabará convirtiéndose en tu barra de pan.

Y no hace falta que el sueño se evapore del todo, ni que la mañana deje de tirar de mí hasta el mediodía como si yo fuera un carrito de supermercado con las ruedas bizcas. No hace falta que pase nada nuevo y estrepitoso para descubrir por fin qué era aquello que llevaba presentiendo: que nuestra vida dura demasiado poco como para que pueda caer en la rutina.

5 comentarios:

  1. Sabiendo esta gran verdad(de la fugacidad de la vida), gran parte de ella la ocupan los actos rutinarios.
    Realizados por voluntad propia, o impuestos.

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  2. Esta semana estoy compartiendo tren y mañanas con gente que trabaja en madrid debido a un curso y convivo mas que nunca con la rutina, el aburrimiento y la indiferencia de todos ante lo que verdaderamente nos rodea. Tambien percibo, quiero creer, el anhelo de todos aunque sea remoto, a resistirnos a hacer cada dia tan igual. Por otro lado, hace poco hice el ejercicio de cambiar por unos dias algunas de mis rutinas. El cambio diario de camino al trabajo tuvo efectos sorprendentes.
    Besitos mil (voy en el tren, espero haber escrito algo con sentido)

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  3. Esta semana estoy compartiendo tren y mañanas con gente que trabaja en madrid debido a un curso y convivo mas que nunca con la rutina, el aburrimiento y la indiferencia de todos ante lo que verdaderamente nos rodea. Tambien percibo, quiero creer, el anhelo de todos aunque sea remoto, a resistirnos a hacer cada dia tan igual. Por otro lado, hace poco hice el ejercicio de cambiar por unos dias algunas de mis rutinas. El cambio diario de camino al trabajo tuvo efectos sorprendentes.
    Besitos mil (voy en el tren, espero haber escrito algo con sentido)

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  4. Os respondo a las dos (o a las tres, jujuju, a la vez). Lo que yo quería decir es que la rutina no es más que una pauta mental discreta que utilizamos para clasificar el continuo de la realidad, y que, por tanto, como constructo de la conciencia que es, no deberíamos sentirnos tan amenazados por ella. He dicho.

    (Y Laura, las malas lenguas van a empezar a murmurar que doblo tus comentarios para mejorar las estadísticas)

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  5. Anónimo entre comillas26 septiembre, 2013 22:25

    Así lo veo yo también: rutina necesaria...

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