miércoles, 4 de septiembre de 2013

No tan anónimos


Hoy prefiero hablar sobre desconocidos. O sobre los conocidos fugaces: gente cuya trayectoria se cruza de forma azarosa con la tuya, sólo por unos instantes. Podrías no haber llegado a coincidir con ellos nunca, si justo al salir de casa te hubieras dado cuenta de que habías vuelto a ponerte del revés la camiseta, y adecendarte te hubiera retrasado quince segundos. O al contrario: te los podrías haber topado cien veces por la calle, compartiendo contigo el mismo aire una y otra vez reciclado, componiendo una misma melodía urbana, siendo empujados todos en un mismo paso de cebra por la misma corriente de intenciones individuales. Y seguro que tampoco en ese momento hubierais terminado saliendo de la piscina inmensa de indiferencia en la que todos andamos sumergidos. Porque si alguna vez se compara la importancia que nos damos a nosotros mismos, o el impacto real que tenemos sobre la vida de unas pocas personas, con todo el tiempo que pasamos no siendo más que atrezzo o, como mucho, figurantes, salen unas cuentas que asustan por lo desproporcionado.

Pero entonces uno de esos desconocidos hace un gesto, algo que no salvará de la soledad o de la tristeza a nadie, pero que ilumina con un fogonazo de reconocimiento esa parte ciega de nuestra existencia en que sólo somos masa. Luego el equilibrio de fuerzas se enmienda, y todo el mundo regresa a su segura condición de ser nadie. Pero un poso diminuto de calidez se ha depositado en algún rinconcito de tu consciencia, y quién sabe, tal vez unos cuantos de esos puedan ser usados como materia prima para hacerle a alguien la vida más agradable.

Por eso esta noche pienso en el chico del gorrito de tela anudado en la nuca a quien esta mañana pedí un trozo de queso, y en la inútil molestia que se tomó para no tocarlo ni siquiera con los guantes, utilizando como palanca un cuchillo de manera engorrosa y delicada. Recuerdo cómo bajó las pestañas, tímido como una novicia, cuando se dio cuenta de que yo sonreía mientras observaba toda la operacion. Y pienso en que a partir de entonces su expresion cambió lo suficiente como para que yo dejara de ser el número veintiseis marcado en la pantalla de turnos y me volviera humana.

Pienso también en el peluquero que después de lavarme la cabeza, volvió a coger la toalla con que me acababa de frotar para atrapar una gota díscola que me corría cuello abajo. Y en cómo me pasaba una borla muy suave por la cara cada vez que yo intentaba volarme algun pelillo con un soplido, automáticamente, como si estuviáramos conectados por algún neurotransmisor. Pienso en la dependienta de la frutería a la que con un poco de vergüenza le pedí sólo el pepino solitario que me faltaba para hacer un gazpacho de paraguayas, y que sabiendo que la venta no le iba a rendir más que unos quince céntimos, se afanó por entresacar del montón el más bonito y más firme de todos los que había. Pienso en la celadora de mi centro de salud que al pasarme una vez el papel con la cita para un especialista me dijo, en plural, que habíamos tenido suerte porque me había tocado el mejor. En el camarero del bar que ayer nos invitó a un chupito, porque se acordaba de que hace un par de meses le avisamos de que se había equivocado con la cuenta a nuestro favor. O en la bibliotecaria que siempre guarda tu resguardo con la fecha de devolución dentro de uno de los libros que vas a llevarte, para que no se te olvide en el mostrador. Pienso en la cara de sorpresa, primero, y luego de alegría, que ponen algunos peatones cuando empiezas a frenar tu coche a varios metros de distancia para cederles el paso. Pienso en la gente que intercambia una mirada directa de disculpa cuando choca contigo. Suelo conservar bastante tiempo en la memoria el rostro de los que me dieron una sonrisa gratuita.

Y pienso también que lo que cargaba de energía los primeros besos, más que la química del enamoramiento o el puro deseo, era la oportunidad milagrosa de que un desconocido rompiera mínimamente la brecha que separa la intimidad de cada cual. Y que cualquier contacto amable, por nimio o fugaz que sea, puede sumar unos pocos decimales a tu saldo de amistad. Y pienso que una de las razones que justifican tanto la lectura como la escritura es la posibilidad de que el desconocido que al fin y al cabo todos somos viva, por un instante, un poco menos solo.

5 comentarios:

  1. Excelente texto. Me ha gustado mucho. Mientras leía los ejemplos recordaba a un hombre que me sonrió por algo tan tonto como dejarle cruzar en un paso de cebra (a lo que yo estaba obligado) y al final lo he encontrado mencionado en la lista.

    Muy bueno, un saludo.

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    1. Muchas gracias, Javier. No hace falta decir que dentro de la lista se incluyen comentarios generosos como el tuyo.

      Un abrazo.

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  2. Por tanto cuidemos los pequeños detalles
    No salvan vidas; pero ayudan

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    1. Sí, practiquémoslos como si realmente pudieran salvar una vida.

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  3. Anónimo entre comillas06 septiembre, 2013 22:20

    Realmente salvan lo que de la vida merece la pena.
    Ayer, cuando iba a darme el momento feliz del desayuno, un hombre sentado con su pareja en una de las terrazas de la plaza, le hacía una especie de advertencia cariñosa al perrillo que tenía sentado en sus rodillas. Sonreí instintivamente y él miró en ese momento y comprendió el porqué, claro.
    Y luego, el negativo de esas casualidades amables, su inconsistencia: al ir al trabajo me cruzaba todas las mañanas con un antiguo compañero que iba al suyo, con sus auriculares y su cigarro eternos, nos saludábamos siempre y yo no había advertido en él ningún cambio; la desgracia suele ser invisible. Hoy he sabido que su mujer murió el mes pasado y que a él seguramente no volveré a verlo porque es posible que no le quede más de un día de vida.

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