lunes, 30 de septiembre de 2013

Gimnasio grande, ande o no ande

 
En mi gimnasio nuevo se ve el cielo. Están todas esas máquinas por las que desfila la gente como en una cadena de montaje, y está el olor animal, elegantemente camuflado pero olfateable. Están las televisiones sin sonido donde se desarrollan dramas de encuentro y desencuentro, falsos sueños cumplidos y pena de niños que ya no se acuerdan de cuando en casa había merienda. Todo aséptico, todo mudo y recubierto por una música que incita a la sangre a correr por las venas. Están las medias miradas desganadas al prójimo, y el entrechocar de planchas metálicas, y los mugidos de toro, y más que nada, el ensimismamiento de cada uno trabajando por la idea de un cuerpo correcto. Pero en vez de fachadas ciegas hay cristaleras, y uno puede ver volar a los pájaros urbanos mientras pedalea.

No es lo mismo que hacerlo por el campo, claro, rodando, avanzando, gozando de comprobar cómo tu cuerpo es un vehículo capaz de llevarte lejos, subiendo y bajando por los caminos como en un caballito clavado en el tiovivo del paisaje. Pero el cielo es el cielo, aquí en la ciudad como en Groenlandia, y las nubes también pedalean contigo, como miembros disciplinados de una peña. Una mujer sacude una colcha en una terraza lejana. Un día alguien se empecina en tomar el sol junto a la piscina exterior recién clausurada. Al siguiente los jugadores de pádel son barridos de la pista por un chaparrón repentino. Palomas surcan el aire como si se las cronometrara. Los coches desfilan como ñus en migración. Pedaleas, y pese al aire individualista y fabril de la sala, te sientes parte de un ecosistema.

Mi gimnasio nuevo tiene artilugios extraños en la zona de duchas y vestuarios. Hay una cabina de rayos UVA arrumbada en una esquina discreta, una especie de huevo cromado que parece el atrezzo de una película de astronautas de los años setenta. Hay una secadora de bañadores que promete tenerme embelesada como un niño que descubre el mecanismo de un grifo. Y, sin embargo, hay tantas mujeres que se pasean desnudas sin darse importancia, atareadas con sus geles y sus toallas y sus chanclas, que aquello tiene un aire antiguo de fresco pompeyano o de harén. Recuerda a tiempos tal vez nunca ocurridos en los que el cuerpo femenino no era una zona de maniobras estratégicas.

En mi gimnasio nuevo hay comerciales que te llaman cariño y te apuntan su número de teléfono particular en una tarjeta. Si los miras con atención puedes adivinar casi el número de calorías que gastan en el intento de aprenderse tu nombre. Te hacen ofertas que caducarán en pocas horas, para pescarte, y te hablan de proximidad y confianza como si tú no llevaras las leyes del marketing encriptadas en el ADN. A la que a mí me atiende el oficio le asoma con tanto descaro como tirantes de sujetador pseudotransparentes. Pero se descompone cuando estamos a punto de pisar un bicho salido de quién sabe qué boquete de su Olimpo limpísimo, y gime de envidia cuando pegamos la nariz al cristal que nos separa de una clase de danza del vientre, y hace pucheros confesándome lo torpe y descoordinada que es ella para seguir una coreografía. A mí me gana la ternura, y casi quiero pasarle un brazo por los hombros, como si yo fuera su caballero andante y ella, mi damisela. Le digo tan tranquila que la coordinación mejora mucho en un gimnasio, que lo sé por experiencia. Así es cómo descubro a la vez que he ganado en aplomo, y que le estoy pisando su trabajo.

En mi nuevo gimnasio los monitores rellenan una ficha con tus datos, y te preguntan cuáles son tus objetivos con mucha seriedad, dando por sentado que eres una persona estructurada que sabe de sobra de dónde venimos y adónde vamos. Clavan su tercer ojo en el tuyo cuando les respondes que tu objetivo básico es disfrutar, como si estuvieras usando una clave de espías. Como me da la impresión de que ese objetivo no tiene la suficiente enjundia, improviso diciendo que me gustaría ponerme fuerte como una becerrita. El entrecejo del monitor de turno se relaja. Esta sí era una respuesta válida.

En mi nuevo gimnasio hay un buffet libre de actividades que te permiten hacerte una idea de en qué estación de la vida te encuentras. Apenas sin tiempo para secarte el sudor con la camiseta, puedes pasar de darle puñetazos y patadas al aire, como un niño hiperactivo ciego de anfetaminas, a pulir tu postura del cadáver. Yo soy incapaz de completar la hora de bodycombat, no sólo porque se me hayan puesto los brazos rojos como sobrasadas, sino porque no hallo dentro de mí ni una gota de agresividad a la que aferrarme para no sentirme una mema. En cambio, en clase de bodybalance se me olvida echar una sola mirada al reloj de pared, porque en esa urna diáfana encuentro un reflejo de la exploración en la que últimamente me hallo enfrascada. Ya sé que allí podré practicar con mi cuerpo lo que quiero para mi psique. Consciencia. Equilibrio. Fluidez. Ligereza. Y robustez en las piernas para poder sostener la cabeza con gracia.


6 comentarios:

  1. Leyendo este post, me han vuelto las ganas, que tenía perdidas, de volver al gimnasio. Claro que al que yo iba, no tiene nada que ver con el que tú describes
    Cuestión de precios, claro.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Pero no es que yo sea una burguesa sibarita. Sólo que no hay manera de juntar zumba, yoga y piscina sin quedarme sin suelas.

      Eliminar
  2. ¡Estamos de vuelta al cole!. Qué curioso lo del disfrute, jajaja. Hay que decirle a ese señor que el disfrute lo puede colar por todos sitios.
    ¡Que disfrutes mucho!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Qué va, esta no es una de esas asignaturas que se dejan para la convocatoria de septiembre. Precisamente este verano le he dado tanto a la anatomía que me he dado cuenta de que mi body and mind son más felices en movimiento.

      Eliminar
  3. Anónimo entre comillas01 octubre, 2013 22:48

    A mí, al contrario que a Lectoraadicta, ni descrito con gracia ni con tantos matices como en este caso, me entran ganas de poner los pies en uno de esos antros...

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Pues mira que ya tenía tu nombre puesto en una de las invitaciones. Que me las quitan de las manos, oiga.

      Eliminar