Extiendo las manos delante de mí y llamo
a gritos a X.
- ¡Oye, X, mira esto!
Z deja de mirar el cielo y se adelanta.
Me mira el dorso de las manos; me mira después a la cara, intentando
encontrar la clave de la adivinanza.
- ¿Qué?
X se acerca con los pulgares metidos en
los bolsillos, como si a estas alturas necesitase disimular que acaba
de mear a menos de cinco metros de distancia.
- Joder, tía, qué pasada. ¿Qué es lo
que estás haciendo?
Z empieza a pensar que le estamos
gastando la bromita del traje nuevo del emperador.
- Compara una con otra - le digo muy
seria, con los ojos chorreando de risa.
- Yo qué sé. El color de tus uñas es
muy molón.
El pobrecito Z no me conoce aún lo
bastante como para saber que el hecho de que mi mano derecha se vea
igual a la izquierda se ha convertido en algo extraordinario. Su
desconcierto me provoca ganas de corretear por el monte con los
brazos en alto, de darme besitos del dedo gordo al meñique, de
bajarme los pantalones para que, al contrario que el apóstol,
comprueben que ya no tengo heridas en el culo ni en los muslos. Suerte
que a veces logro controlar los excesos de mi alegría.
Ahora interrumpo cada poco el
hormigueo de mis dedos sobre el teclado, y me maravillo de que lo
único por lo que tengo que preocuparme respecto a mis manos sea
arreglar los estragos que una semana de trabajo y cocina han causado
en mi manicura. He dejado de escarbar en la piel maltrecha en busca de la
palabra perfecta o de la construcción más clara de una frase. Ya no
se llena el espacio entre las teclas de una nevada de escamas
epidérmicas. Vale que podría solicitar al Gobierno la declaración
de zona catastrófica para mis uñas, pero por debajo de ellas, tengo
un par de manos morenas de aspecto perfectamente sano. Un par. Y
tengo también una esperanza a la que no me atrevo a calificar como
tal.
No sé muy bien qué hacer con ella, la
verdad. He escuchado y leído muchas recomendaciones contra la
esperanza. Dicen que es peligrosa y que es tóxica; que, como la
penicilina, puede provocar alergias. Dicen que mantenerla a una
distancia prudencial es propio de sabios. Yo digo que a lo mejor. Que
la esperanza es como una costra que no puedes dejar de hurgar hasta
que termina cayéndose y la herida queda otra vez en carne viva.
Digo que tiene poderes narcóticos y amnésicos, y que induce una
animación ficticia como la de la cocaína. Creo que he sido adicta a
un tipo exacerbado de esperanza que, al derivar en expectativa,
rayaba la patología. Sé que puede provocar un delirium tremens
de frustración.
Pero yo no soy una persona demasiado
sabia, y si tengo que elegir entre el apego al sufrimiento o el apego
a la quimera, me quedo con el último. Prefiero las semillas que no
fructifican de la esperanza al suelo estéril de la resignación,
porque sembrando las primeras, al menos despliego mi modesto abanico
de acción. Prefiero quemar energía empezando cosas que tal vez no
sirvan para nada, que acumularla en forma de una pasividad adiposa.
Prefiero dar pasos sin moverme del sitio antes que quedarme
paralizada.
Y prefiero la química feroz al dolor de
piel, a la erosión y la incandescencia, al escozor indiscriminado
de cuerpo cada vez que me ducho. Esta vez, sí señor, me postro ante
los corticoides orales y los antihistamínicos y las pomadas. Dejo en
cuarentena mi resistencia a alterar con fármacos los equilibrios
naturales. Quizás no haya nada en la naturaleza, actual y sucia o
remota, que pueda considerarse perfectamente estable. Y si lo hay,
puede que su semántica sea tan intrincada que resulte ilegible y,
por supuesto, ingobernable. Al fin y al cabo, todo es química,
dicen, todo está movido por los hilos de cadena larga de una
proteína traducida del genoma o un neurotransmisor. Tu alegría, o
tu melancolía o tu avidez de azúcar o tus ojos redondos o rasgados
o tu generosidad o las ganas de abalanzarte sobre la persona que conduce un coche del que no puedes escapar.
Así que me rindo cual converso al
evangelio de una dermatóloga que siempre me ha parecido un poco
mesiánica. Si oh, oh, oh, tengo que dejarme el sueldo en bragas de
seda, lo haré; si tengo que llevarlas de algodón y cuello alto como
las de una abuela, me resignaré. Si tengo que estirar los límites
de mi credulidad para confiar en que el enemigo de mi piel es el
níquel, estiraré. Si tengo que padecer un continuado síndrome de
abstinencia de chocolate, me sacrificaré. Si tengo que agotarme,
devanarme los sesos, dejar que me abran las puertas para no tocar ni
un picaporte metálico, pintar todas las llaves con esmalte de uñas,
dar propinas salvajes para no rozar ni un solo euro redondo;
decepcionarme, sentirme una mema, amargarme con el fiasco, lo haré.
Puede que a veces el simple e ingenuo hacer sea lo que nos salve.
Pues otra vez amen, como tantas veces.
ResponderEliminarOh... llevo mucho fuera y llego para encontrate pletórica de alegría!
ResponderEliminarCómo me gusta!
Celebro que tus dos manos estén igual de bien y perfectas. Y sí, no importa el qué si es para conseguirlo.
Muchos besos.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
EliminarNo está bien que lo diga, pero te he echado de menos, Ficticita. Perfectas por ahora, pero si no soy sabia, al menos sí soy lo bastante madura para no proyectar a lo loco estados presentes al futuro.
EliminarUn mogollón de besos pletóricos por tu presencia para ti.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
EliminarY porqué no está bien esta demostración de afecto por tu parte mi querida S??
EliminarA mí me encanta que me hayas echado de menos!!!!
Pues... porque suena a " a ver, usted, señorita, se cree que se va a librar del punto negativo por hacer novillos,?"
EliminarPero si te encanta...
Mucho peor la desesperanza, ¿no?
ResponderEliminarY como dice Ficticia, si tus manos y lo demás están bién, qué importan el medio o el remedio.
Maquiavélica colillista, el problema es que a veces es difícil no apegarse a los remedios de efectos espectaculares. Pero también hay gente que se apega a la desesperanza. No es mi caso.
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