jueves, 26 de septiembre de 2013

Anti-instrucciones para blogueros novatos (II)


Pipiolillo, amigo mío, hoy te quiero hablar de un asunto aún más peliagudo que el que te endilgué en el primer fascículo de este coleccionable.

Qué escribir para que el público te lea. Ajajá.

Ya habrás comprobado que la cuestión de cuándo escribir es pan sin sal comparada con la del qué. No te lo tomes a mal, pero permíteme recordarle al público felizmente desprovisto de ínfulas creativas que llevas escribiendo diarios y cuentos secretos desde la adolescencia, y que, por tanto, eres una especie de hemofílico de las palabras: a poco que te rasques la piel del corazón o del recuerdo, ya estás sangrando como un marrano colgado boca abajo. Y resulta que estás acostumbrado a ejercer un libre albedrío que raramente te concedes fuera de las fronteras de tu libreta. Escribes sobre lo que te da la gana, o no, espera, escribes todo eso que se desvive por ser escrito, como si estuvieras infectado por un virus que utilizara tus células para propagarse. Escribes como si tu conciencia fuera un particular código genético que necesitase fervientemente ser descodificado. Lo escribes todo, vamos.

Y ahora que empiezas a exponerte, te das cuentas de que has vivido demasiado tiempo sin reglas. Eres Tarzán en medio de Manhattan. Eres Leonardo DiCaprio en el altar. Hay ojos que te miran y que esperan que sepas comportarte. Hay ciertas normas de etiqueta y convivencia que tendrás que asimilar. Haz memoria ahora conmigo: ¿cuántas veces has leído que debes desarrollar una empatía radical con tus lectores? La Madre de Todas las Instrucciones, ¿verdad?. Debes sentarte, o como yo, arrodillarte, con todos esos ojos amigos pululando alrededor de la pantalla. Debes tener puntualmente en cuenta sus apetencias y sus necesidades. El lector es el pueblo romano. Es una criatura voluble y ávida, y tú tienes que alimentarla. Conquistarla. Domesticarla. Apresarla. Desposarte con ella hasta que el punto final os separe. Tienes que darle a ese lector glotón y exquisito lo que le gusta. Tienes que escribir para él.

¿Y qué esperas que te diga, que eso no es cierto, que sigas escribiendo lo que te salga de los genitales? No, amiguito, no nos engañemos. Si estás publicando tus textos es porque aspiras a que alguien los lea. Si no, no estarías convirtiendo tu bonito y verboso diario en un vertedero de ideas que acabarán recicladas en forma de post. No te arriesgarías a que la gente que te conoce levante dedo índice y ceja y te diga a la cara vaya, vaya, qué guardadito te lo tenías. No abandonarías la blanda comodidad del sigilo, por donde te has estado paseando tan ricamente en pijama. Así que si quieres compartir tus vivencias, y abrir la puerta de la casa de tus lectores, tendrás que echar mano de llaves maestras. Deberás, y en eso estamos de acuerdo criatianos, judíos y mahometanos, respetar los Santos Mandamientos de la Inteligibilidad. No farfullarás. No derraparás. No usarás el idioma como un consolador. No te masturbarás ni vomitarás delante de gente bieneducada. Eso no está bonito, de verdad.

¿Quiere eso decir que has de tratar al que te lee como al cliente que siempre lleva la razón? Yo quiero entender que no. Y quiero también que pruebes a fabricar tus propias reglas, en lugar de confiar ciegamente en las que otros escritores te ofrecen con generosidad. Cuando te dicten que le des al lector exclusivamente lo que él quiere, ándate con cierto cuidado. Si te instan a crear un producto que te haga único y deseable, una marca personal que cotice a la alza, haz un par de respiraciones profundas y pregúntate qué es lo que esperas tú de la escritura. ¿La consideras un menester expresivo o una especie de operación de finanzas? ¿Estás dispuesto entonces a estudiar el mercado de intereses, y a invertir todo tu capital de emoción y tiempo en acciones de tu lector? ¿Serás capaz de sobrellevar la ansiedad de tener que estar siempre encandilando?

Mira, voy a contarte la conclusión a la que hasta ahora he llegado, y luego tú haz lo que se te antoje con ella: el que escribe tiene que ser ante todo digno del material que se trae entre manos. Es ahí adonde debe destinar toda su intención y su vitalidad. Debe dirigir el foco sobre el tema que ha elegido, y dejar momentáneamente en penumbra a un lector hipotético, y por supuesto, a lo que éste pueda reflejar de manera indirecta sobre su ego.

La difícil pregunta del qué es en realidad lo de menos. Da igual si es la escarcha sucia de un callejón de Praga singularmente desprovisto de encanto. O las uñas encarnadas de los pies de tu abuelo. O el tierno patán con el que perdiste la virginidad, por decir algo, porque la puso tan a la vista que no te costó nada volverla a recuperar. No importa de lo que se trate. Si respetas su verdad, terminará por interesarle a alguien. Así que procura gustarles más bien a ellos, a los taciturnos habitantes de una ciudad donde no conoces a nadie; a tu abuelo que no toleraba unos domingos en los que no se podía trabajar; al patán que sabía menos que tú todavía; a la persona sin hacer que fuiste alguna vez. Si cuentas lo tuyo, todo lo que has vivido, esperado o fabulado, de una manera vigorosa, honesta e inteligible; si pones lo mejor de tu humanidad en ello, sin pretender venderle la burra a nadie, al final ese material vivo saltará de ti como una pulga y encontrará a quien habitar. Él solo, con sus propios y arrebatados medios, sabrá cómo y con quién conectar.











3 comentarios:

  1. ¡Estupendo!
    El último párrafo, toda una declaración de principios.
    Besos

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  2. Peliagudo asunto. Uf. Camino se hace al andar. Andemos y contemos.

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  3. Anónimo entre comillas29 septiembre, 2013 23:05

    Él sólo, con sus propios y arrebatadores medios, sabrá cómo y con quién conectar.

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