Sólo se oye el viento, y alguna que otra
queja. Muy pocas, en realidad. Ni siquiera queremos abrir la boca
para dejarles paso. Él cierra la suya al vacío. Yo me parapeto
detrás de un portafolios. Pero el olor y la escoria encuentran vías
alternativas para invadirnos. Los ojos secos, la garganta irritada,
la piel bastante pesimista. Y mira que me esfuerzo por no trazar
proyecciones negativas sobre su estado. Seguro que también en
Chernóbil, muy al principio, hubo quien pensó que las margaritas se
habían puesto lacias por falta de riego. Salvando las distancias.
Deambulamos de acá para allá,
intoxicados. Pero más por la tristeza que por el aire agrio. Un
golpeteo como de pasos rompe el monólogo del viento. Es una botella
de agua, vacía y milagrosamente intacta, que huye con bastante
sensatez del lugar donde hemos decidido hacer un alto. Interrumpe su
marcha, da unas cuantas volteretas, y luego se para para no volver a
moverse. Bastante agónico, la verdad. Me ha recordado a los cardos
rodantes de las películas del Oeste. Cómo no, si en este paisaje se
rodaron unas cuantas. Llanura inflexible, montañas traslúcidas al
fondo, una importante tacañería de verdes. Sensación de
acabamiento, pero quizás es que me estoy dejando llevar por el
desagrado.
Y ahí está, lo poco que sobrevivió al
incendio, amontonado en fardos bien ceñidos por esos alambres que
hemos visto abrasados hace un rato, asomando entre la ceniza como
esquirlas de hueso en una urna de incineración. Aquí sí que hay
variedad de tonos verdes. Verde-Sprite.
Verde-Ajax. Verde-bandejita de porexpan. Y blancos y azules y
amarillos y naranjas. Un arcoiris tan alegre como la risa pintada de
un payaso. Y ahí estamos todos. Tú, yo, tu prima la ecologista y
tus vecinos. Ahí está nuestro aliento plástico. La botella de zumo
que elegiste porque en su etiqueta estaba escrita la palabra
antioxidante. Cientos de envases de esa mortadela que acapara tus
cenas desde que a tu marido lo echaron del trabajo. La cocacola que
aplaca a tus niños como a un enfermo renal la diálisis. Tu pasta de
dientes; el agua que echas a la mochila cuando quieres olvidarte de
la civilización en el bosque; la lejía que gastas casi a
hectolitros con el convencimiento de que podrás mantener a raya la
infección en un mundo sucio; los blísteres de todas las pastillas
que quizás te devuelvan la salud o quizás te terminen de
desequilibrar; esas fundas de tampones que no se atascan tanto como
las de cartón; tantas cosas híbridas que no sabes a qué contenedor
arrojar, y que acaban en el amarillo porque es el más tolerante.
¿Estará ahí el cepillo de dientes que no encuentro por ningún sitio? |
Cada vez que te tomas la molestia de
tirar un vasito de yogur, y hasta una bola de papel de aluminio a su
cubo correspondiente, sientes que estás cumpliendo bien tu papel en
la función de salvar el planeta. Y, escúchame, no dejes de hacerlo.
Es tu obligación. Gracias a tu gesto, el yogur, el champú y el
suavizante se reencarnarán tal vez en un chándal bastante chulo, en
una botella de esa leche fresca que te parece más sana que la
ultrapasteurizada, en otro cubo con el que reemplazar a aquel en el
que sigues tirando tus envases, lleno ya de churretes. Seguiremos así
comiendo plástico y en plásticos, nos vestiremos con plástico,
follaremos gracias al plástico, nos taparemos con plástico en las
noches frías, y nos arreglarán el cuerpo con plástico. Porque el
plástico es impermanente e intercambiable como cualquier criatura
viva. Nace, crece, se reproduce, muere, y luego, en cambio, resucita.
Encadenado para siempre a la rueda del samsara. Versátil, ligero,
dúctil, tal y como ahora se pide que sean nuestra psicología y
nuestro trabajo. Pesa poco y flota plácidamente en los mares; puede
teñirse con colores puros apenas vistos en la naturaleza, y sacia
nuestra avidez de cambio.
Sí, bueno, quizás cada uno de nuestros
prácticos envases se lo curra como un pequeño camello con nuestra
adicción al petróleo. Quizás ya apenas si nos acordamos por su
culpa del tacto del papel, del metal o de la madera. Quizás al
quemarse exhala un aire primo hermano del Infierno de Dante, y quizás
mis pulmones y la grasa de mi cuerpo estén aliñados con su hálito.
Pero reconozcámoslo, es uno de los nuestros. Plástico somos, y en
plástico nos convertiremos.
Así será (quizás).
ResponderEliminarPero que poco me gusta.
¡Mi rosita entre cardos, por dios!
ResponderEliminarMi candidez de recicladora a ultranza se llevó una bofetada cuando oyó, primero como idea que parecía la típica de Don Pésimo y luego como artículo de periódico, que el incendio de esa inmensa montaña de plástico pudo no ser fortuito, que sería un negocio redondo cobrar por el servicio y prenderlo fuego a tanto estorbo..."Ah, no hay nada que reciclar, ¡se siente!"
ResponderEliminarNo creo que fuera exactamente esa suciedad, porque resulta que los residuos que separamos con toda nuestra buena conciencia son una materia prima que vale un pastizal. Pero hay indicios de que limpia, limpia, la cosa no anda. Así que me repito: tratemos de recuperar un poco del contacto con lo natural, sin intermediarios plásticos, para que el cubo de los envases no se llene en dos días.
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