sábado, 28 de septiembre de 2013

Adonde vamos a parar

 
Sólo se oye el viento, y alguna que otra queja. Muy pocas, en realidad. Ni siquiera queremos abrir la boca para dejarles paso. Él cierra la suya al vacío. Yo me parapeto detrás de un portafolios. Pero el olor y la escoria encuentran vías alternativas para invadirnos. Los ojos secos, la garganta irritada, la piel bastante pesimista. Y mira que me esfuerzo por no trazar proyecciones negativas sobre su estado. Seguro que también en Chernóbil, muy al principio, hubo quien pensó que las margaritas se habían puesto lacias por falta de riego. Salvando las distancias.

Deambulamos de acá para allá, intoxicados. Pero más por la tristeza que por el aire agrio. Un golpeteo como de pasos rompe el monólogo del viento. Es una botella de agua, vacía y milagrosamente intacta, que huye con bastante sensatez del lugar donde hemos decidido hacer un alto. Interrumpe su marcha, da unas cuantas volteretas, y luego se para para no volver a moverse. Bastante agónico, la verdad. Me ha recordado a los cardos rodantes de las películas del Oeste. Cómo no, si en este paisaje se rodaron unas cuantas. Llanura inflexible, montañas traslúcidas al fondo, una importante tacañería de verdes. Sensación de acabamiento, pero quizás es que me estoy dejando llevar por el desagrado.

Y ahí está, lo poco que sobrevivió al incendio, amontonado en fardos bien ceñidos por esos alambres que hemos visto abrasados hace un rato, asomando entre la ceniza como esquirlas de hueso en una urna de incineración. Aquí sí que hay variedad de tonos verdes. Verde-Sprite. Verde-Ajax. Verde-bandejita de porexpan. Y blancos y azules y amarillos y naranjas. Un arcoiris tan alegre como la risa pintada de un payaso. Y ahí estamos todos. Tú, yo, tu prima la ecologista y tus vecinos. Ahí está nuestro aliento plástico. La botella de zumo que elegiste porque en su etiqueta estaba escrita la palabra antioxidante. Cientos de envases de esa mortadela que acapara tus cenas desde que a tu marido lo echaron del trabajo. La cocacola que aplaca a tus niños como a un enfermo renal la diálisis. Tu pasta de dientes; el agua que echas a la mochila cuando quieres olvidarte de la civilización en el bosque; la lejía que gastas casi a hectolitros con el convencimiento de que podrás mantener a raya la infección en un mundo sucio; los blísteres de todas las pastillas que quizás te devuelvan la salud o quizás te terminen de desequilibrar; esas fundas de tampones que no se atascan tanto como las de cartón; tantas cosas híbridas que no sabes a qué contenedor arrojar, y que acaban en el amarillo porque es el más tolerante. 

¿Estará ahí el cepillo de dientes que no encuentro por ningún sitio?
 
Cada vez que te tomas la molestia de tirar un vasito de yogur, y hasta una bola de papel de aluminio a su cubo correspondiente, sientes que estás cumpliendo bien tu papel en la función de salvar el planeta. Y, escúchame, no dejes de hacerlo. Es tu obligación. Gracias a tu gesto, el yogur, el champú y el suavizante se reencarnarán tal vez en un chándal bastante chulo, en una botella de esa leche fresca que te parece más sana que la ultrapasteurizada, en otro cubo con el que reemplazar a aquel en el que sigues tirando tus envases, lleno ya de churretes. Seguiremos así comiendo plástico y en plásticos, nos vestiremos con plástico, follaremos gracias al plástico, nos taparemos con plástico en las noches frías, y nos arreglarán el cuerpo con plástico. Porque el plástico es impermanente e intercambiable como cualquier criatura viva. Nace, crece, se reproduce, muere, y luego, en cambio, resucita. Encadenado para siempre a la rueda del samsara. Versátil, ligero, dúctil, tal y como ahora se pide que sean nuestra psicología y nuestro trabajo. Pesa poco y flota plácidamente en los mares; puede teñirse con colores puros apenas vistos en la naturaleza, y sacia nuestra avidez de cambio.

Sí, bueno, quizás cada uno de nuestros prácticos envases se lo curra como un pequeño camello con nuestra adicción al petróleo. Quizás ya apenas si nos acordamos por su culpa del tacto del papel, del metal o de la madera. Quizás al quemarse exhala un aire primo hermano del Infierno de Dante, y quizás mis pulmones y la grasa de mi cuerpo estén aliñados con su hálito. Pero reconozcámoslo, es uno de los nuestros. Plástico somos, y en plástico nos convertiremos.

4 comentarios:

  1. Así será (quizás).
    Pero que poco me gusta.

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  2. ¡Mi rosita entre cardos, por dios!

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  3. Anónimo entre comillas29 septiembre, 2013 23:17

    Mi candidez de recicladora a ultranza se llevó una bofetada cuando oyó, primero como idea que parecía la típica de Don Pésimo y luego como artículo de periódico, que el incendio de esa inmensa montaña de plástico pudo no ser fortuito, que sería un negocio redondo cobrar por el servicio y prenderlo fuego a tanto estorbo..."Ah, no hay nada que reciclar, ¡se siente!"

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    1. No creo que fuera exactamente esa suciedad, porque resulta que los residuos que separamos con toda nuestra buena conciencia son una materia prima que vale un pastizal. Pero hay indicios de que limpia, limpia, la cosa no anda. Así que me repito: tratemos de recuperar un poco del contacto con lo natural, sin intermediarios plásticos, para que el cubo de los envases no se llene en dos días.

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