Conocéis ese tipo de sueños. Tan agudos
que es como si hubieran esperado toda la noche para lanzar un ataque
en la hora frágil que precede al despertar. Son tóxicos, invasivos.
Avanzan por tu conciencia como una mancha de vino por un mantel
limpio. A veces consiguen desarbolar la decoración completa de tu
intimidad. Te arruinan el día; o te obligan a pasarte la mañana
entera pronunciando mentalmente un nombre propio, como si fuera un
salmo, o el estribillo de la peor canción del verano; te dejan
un olor de apetito frustrado que no se te va de la nariz ni
metiéndola en un frasco de curry; o hacen que te ruborices cuando te
encierras en el ascensor con una persona que hasta ayer mismo te
parecía anodina o aborrecible.
Anoche soñé con que mi padre se moría. No
sé cómo funciona el cerebro, qué partes conectan con cuáles, o de
qué manera la razón despierta consigue diferenciar la ficción de
la certeza, pero anoche me quedé verdaderamente huérfana. En ningún
momento tuve esa conciencia de ser una espectadora desapasionada de
mi propio sueño. No me extrañé de mí misma, no pude decirme ah,
no, eso yo jamás lo haría. Estaba allí, en medio de escenarios de
un verismo lacerante, reaccionando con mis armas acostumbradas,
protegiéndome con las mismas corazas – o con la misma escasez de
ellas – que uso durante el día. Mi padre estaba muerto, y yo no
veía el suceso ni el cadáver. Tenía tan sólo la noticia, y una
ausencia monumental que no había manera de empezar a metabolizar.
Era la muerte en su brutal esplendor. La perplejidad inapelable. Iba
por su casa con una bolsa llena de ropa suya, y no podía parar de
llorar. Y cuando bajé al huerto, los tomates cherry me parecieron
ojos rojos, y los naranjos, un puro desamparo, y entonces, a
pesar de la tristeza, adopté la firme resolución de dejarlo todo,
el trabajo, la pareja, la vida en Granada, para mantener con vida el
huerto de mi padre.
Yo no soy del tipo de personas que se
empeñan en decodificar los sueños, porque me resisto a creer en la
elocuencia de su discurso. Como mucho, admiro su estética con cierta
ironía, como si fueran cuadros de un museo muy loco y muy esnob. No
creo que anoche mi subconsciente un tanto memo quisiera decirme algo.
Ni siquiera creo que estuviera procesando de manera subterránea el
hecho de que ayer se cumplieran tres años de la muerte traumática
de mi tía. Ya veis, me propuse no escribir sobre ello en cada aniversario, para no formalizar un protocolo que pudiera ir
quedándose seco de contenido emotivo, y ahí me tenéis, a merced de
mi cerebro – semáforo. Fue un simple sueño, punto. Otro trago de
la extraña alquimia generada al agitar en un mismo envase
experiencia y aleatoriedad.
Cuando me levanté, sin embargo, bajé al
huerto antes de pasar siquiera por la cocina para ayudar a preparar
el desayuno. Allí estaba él, regando temprano, dando vida a cambio
de la excusa de una poca fruta. Yo ofrecí la mía: vengo a por
tomatitos para las tostadas. Me fui a la mata, cogí cinco y seis,
indiferentes, bonitos, una bendita exuberancia a la que no es tan
fácil acostumbrarse. No diré que abracé a mi padre aliviada de
verlo todavía vivo. Lo hice para corroborar el descubrimiento que
hice nada más abrir los ojos a la luz del nuevo día: hay tanto amor
desapercibido. Tenemos una costumbre de querer tan rutinaria que
apenas si la advertimos. Y vamos acumulando apegos sobrevenidos y
aficiones sobre los pilares de unos afectos que no precisan siquiera
de ser abonados y mullidos. Hay un nivel freático del corazón.
Y también vamos decorando nuestro tronco
vital de episodios y anécdotas, vistiendo con los adornos de nuestra
propia historia una radical indiferencia. Somos casi ciegos para tantos
asuntos fundamentales: la tierra donde crece lo que comes. Los
músculos que hacen posible la sonrisa. El mecanismo que mantiene
estable la temperatura de tu cuerpo, a pesar del fuego o del hielo
del aire. La últimas palabras triviales que cruzaste con alguien que
se perdió tanto que bien podría estar muerto. Las veces que te
tomaste a broma los faroles suicidas de tu tía. La gente que te
conoce desde que eras un bebé. La que te puso nombre. La que te hizo
unos ojos, aunque luego tú tuvieras que aprender de veras a utilizarlos.
Uf!
ResponderEliminarCuando era niña soñé una noche que se moría mi madre, desperté llorando inconsolablemente y ni siquiera su verdadera muerte, mucho más dolorosa y definitiva, borró de mi memoria, grabada para siempre ya, aquella primera vez que me sentí huérfana. Ni la felicidad de oirla empezar a repartir vida, como hacía cada mañana, como si no fuera nada...
ResponderEliminar