sábado, 3 de agosto de 2013

Ver lo básico

Conocéis ese tipo de sueños. Tan agudos que es como si hubieran esperado toda la noche para lanzar un ataque en la hora frágil que precede al despertar. Son tóxicos, invasivos. Avanzan por tu conciencia como una mancha de vino por un mantel limpio. A veces consiguen desarbolar la decoración completa de tu intimidad. Te arruinan el día; o te obligan a pasarte la mañana entera pronunciando mentalmente un nombre propio, como si fuera un salmo, o el estribillo de la peor canción del verano; te dejan un olor de apetito frustrado que no se te va de la nariz ni metiéndola en un frasco de curry; o hacen que te ruborices cuando te encierras en el ascensor con una persona que hasta ayer mismo te parecía anodina o aborrecible.

Anoche soñé con que mi padre se moría. No sé cómo funciona el cerebro, qué partes conectan con cuáles, o de qué manera la razón despierta consigue diferenciar la ficción de la certeza, pero anoche me quedé verdaderamente huérfana. En ningún momento tuve esa conciencia de ser una espectadora desapasionada de mi propio sueño. No me extrañé de mí misma, no pude decirme ah, no, eso yo jamás lo haría. Estaba allí, en medio de escenarios de un verismo lacerante, reaccionando con mis armas acostumbradas, protegiéndome con las mismas corazas – o con la misma escasez de ellas – que uso durante el día. Mi padre estaba muerto, y yo no veía el suceso ni el cadáver. Tenía tan sólo la noticia, y una ausencia monumental que no había manera de empezar a metabolizar. Era la muerte en su brutal esplendor. La perplejidad inapelable. Iba por su casa con una bolsa llena de ropa suya, y no podía parar de llorar. Y cuando bajé al huerto, los tomates cherry me parecieron ojos rojos, y los naranjos, un puro desamparo, y entonces, a pesar de la tristeza, adopté la firme resolución de dejarlo todo, el trabajo, la pareja, la vida en Granada, para mantener con vida el huerto de mi padre.

Yo no soy del tipo de personas que se empeñan en decodificar los sueños, porque me resisto a creer en la elocuencia de su discurso. Como mucho, admiro su estética con cierta ironía, como si fueran cuadros de un museo muy loco y muy esnob. No creo que anoche mi subconsciente un tanto memo quisiera decirme algo. Ni siquiera creo que estuviera procesando de manera subterránea el hecho de que ayer se cumplieran tres años de la muerte traumática de mi tía. Ya veis, me propuse no escribir sobre ello en cada aniversario, para no formalizar un protocolo que pudiera ir quedándose seco de contenido emotivo, y ahí me tenéis, a merced de mi cerebro – semáforo. Fue un simple sueño, punto. Otro trago de la extraña alquimia generada al agitar en un mismo envase experiencia y aleatoriedad.

Cuando me levanté, sin embargo, bajé al huerto antes de pasar siquiera por la cocina para ayudar a preparar el desayuno. Allí estaba él, regando temprano, dando vida a cambio de la excusa de una poca fruta. Yo ofrecí la mía: vengo a por tomatitos para las tostadas. Me fui a la mata, cogí cinco y seis, indiferentes, bonitos, una bendita exuberancia a la que no es tan fácil acostumbrarse. No diré que abracé a mi padre aliviada de verlo todavía vivo. Lo hice para corroborar el descubrimiento que hice nada más abrir los ojos a la luz del nuevo día: hay tanto amor desapercibido. Tenemos una costumbre de querer tan rutinaria que apenas si la advertimos. Y vamos acumulando apegos sobrevenidos y aficiones sobre los pilares de unos afectos que no precisan siquiera de ser abonados y mullidos. Hay un nivel freático del corazón.

Y también vamos decorando nuestro tronco vital de episodios y anécdotas, vistiendo con los adornos de nuestra propia historia una radical indiferencia. Somos casi ciegos para tantos asuntos fundamentales: la tierra donde crece lo que comes. Los músculos que hacen posible la sonrisa. El mecanismo que mantiene estable la temperatura de tu cuerpo, a pesar del fuego o del hielo del aire. La últimas palabras triviales que cruzaste con alguien que se perdió tanto que bien podría estar muerto. Las veces que te tomaste a broma los faroles suicidas de tu tía. La gente que te conoce desde que eras un bebé. La que te puso nombre. La que te hizo unos ojos, aunque luego tú tuvieras que aprender de veras a utilizarlos.

2 comentarios:

  1. Anónimo entre comillas05 agosto, 2013 08:12

    Cuando era niña soñé una noche que se moría mi madre, desperté llorando inconsolablemente y ni siquiera su verdadera muerte, mucho más dolorosa y definitiva, borró de mi memoria, grabada para siempre ya, aquella primera vez que me sentí huérfana. Ni la felicidad de oirla empezar a repartir vida, como hacía cada mañana, como si no fuera nada...

    ResponderEliminar