sábado, 17 de agosto de 2013

Un equipaje ligero para la montaña


Cuando lo he acabado todo, ya no hay plomo en el cielo. Miro por la ventana, y ahí está, el acostumbrado aire como un aliento de horno; las formas espachurradas del ciprés y las casitas del Barranco del Abogado; la amenazante ausencia de colores por encima de la cabeza; y al fondo, el temblor casi desértico de una Sierra que se ve más de mentira que nunca. Pero ni rastro de la electricidad de hace un rato, cuando parecía como si el cielo se hubiera cubierto con uno de esos desgraciados impermeables del peor plástico con que a veces los guiris pretenden convencerse de que no está diluviando en Sevilla. Olía ya a tormenta, a pueblo y a infancia, un aroma perfectamente discernible que siempre me pone en medio de grandes portones metálicos, calientes como planchas, y de calles sembradas de cagarrutas de oveja y de cabra; de cielos que son una Capilla Sixtina, y siestas en las que hasta el libro de aventuras suda entre las manos. En medio del pueblo de mi madre.

Así que a alguien se le olvidó cumplir la promesa de lluvia. Adiós, desahogo. Adiós a esa vieja sensación de estar asistiendo a un prodigio. Pero no me preocupa, porque ya está listo mi equipaje. Comprimido en la mochila, esquematizado hasta lo abstracto. Un par de pantalones arrastrados y tres o cuatro camisetas que lo mismo valen para perder el rumbo entre hayedos un poco ariscos que para mirarse de reojo en los escaparates de panaderías francesas cursis y adorables. La felicidad hecha e-reader, porque está comprobado que la lectura después de una ducha ganada a pulso alivia el palpitar de los pies magullados. Una bolsa isotérmica propia de domingueros con la que nos dará vergüenza desfilar por la recepción de hasta el más rústico de los hoteles. Un botín de latas de caballa, de paraguayas y de ensalada de garbanzos que comeremos mañana en algún punto en medio del vacío del mapa, a no menos de treinta y cinco grados, y en rima perfecta con el alucinado paisaje mesetario. Barritas de cereales muy, muy pijas, por si vuelven a repetirse los Drama-Desayunos del año pasado, cuando a punto estuve de ser enterrada en un ataúd de pan blanco asturiano. La cámara de fotos, el boli y la libretita, en caso de que me acuerde de cómo se hacía para escribir a mano.

También una impresión ambigua, a medio camino entre el pesar y el regodeo, de estar traicionando el hábito de la escritura. La misma pueril corazonada de antes de todos los viajes que me lleva a confiar en que voy a salir de ellos cincelada, desbastada del material sobrante, corregida como a un primer borrador de mí misma. La esperanza de que cada paso dado por veredas sea una gota añadida al depósito de vitalidad. Y aunque al final no haya llovido, ni se haya amortiguado este polvo de las calles que parece envasado al vacío, también echo a mi equipaje una cosa que daba por sentada antes, cuando aún era la niña que creía seguir leyendo un libro fantástico si en agosto llovía en el pueblo, y que ahora me despellejo a diario por conservar: la fe obtusa en que tengo toda la vida por delante.

5 comentarios:

  1. Pensar que uno tiene toda la vida por delante es una buena manera de ilusionarse.
    (Por cierto el móvil suele ser muy bueno para tomar notas orales, si tiene que prescindir de bolígrafo y papel.)
    ¡Feliz viaje!

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  2. Anónimo entre comillas18 agosto, 2013 11:30

    Sería curioso, si lo hubieras tenido a mano, incluir en el equipaje un pequeño paraguas rojo.
    Feliz, feliz, feliz viaje.

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  3. ¿Por qué "obtusa"?.¡Siempre hay que mantener esa fe!.
    A disfrutar.
    Besos.

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  4. Me encanta la descripción de las tormentas veraniegas en la Mancha. Así era. Talmente.
    ¡Disfruta muchísimo de tus vacaciones!, los azares de la vida nos han sincronizado también en el periodo de descanso.
    Besazo grande.

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  5. Anónimo entre comillas30 agosto, 2013 22:30

    No pueden ser más perfectos: el pueblo, la foto y el relato de vuestro paso por aquellos paraísos.

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