Cuando lo he acabado todo, ya no hay
plomo en el cielo. Miro por la ventana, y ahí está, el acostumbrado
aire como un aliento de horno; las formas espachurradas del ciprés y
las casitas del Barranco del Abogado; la amenazante ausencia de
colores por encima de la cabeza; y al fondo, el temblor casi
desértico de una Sierra que se ve más de mentira que nunca. Pero ni
rastro de la electricidad de hace un rato, cuando parecía como si el
cielo se hubiera cubierto con uno de esos desgraciados impermeables
del peor plástico con que a veces los guiris pretenden convencerse
de que no está diluviando en Sevilla. Olía ya a tormenta, a pueblo
y a infancia, un aroma perfectamente discernible que siempre me pone
en medio de grandes portones metálicos, calientes como planchas, y
de calles sembradas de cagarrutas de oveja y de cabra; de cielos que
son una Capilla Sixtina, y siestas en las que hasta el libro de
aventuras suda entre las manos. En medio del pueblo de mi madre.
Así que a alguien se le olvidó cumplir
la promesa de lluvia. Adiós, desahogo. Adiós a esa vieja sensación
de estar asistiendo a un prodigio. Pero no me preocupa, porque ya está listo mi equipaje. Comprimido en la mochila, esquematizado
hasta lo abstracto. Un par de pantalones arrastrados y tres o cuatro
camisetas que lo mismo valen para perder el rumbo entre hayedos un
poco ariscos que para mirarse de reojo en los escaparates de
panaderías francesas cursis y adorables. La felicidad hecha
e-reader, porque está comprobado que la lectura después de
una ducha ganada a pulso alivia el palpitar de los pies magullados.
Una bolsa isotérmica propia de domingueros con la que nos dará
vergüenza desfilar por la recepción de hasta el más rústico de
los hoteles. Un botín de latas de caballa, de paraguayas y de
ensalada de garbanzos que comeremos mañana en algún punto en medio
del vacío del mapa, a no menos de treinta y cinco grados, y en rima
perfecta con el alucinado paisaje mesetario. Barritas de cereales
muy, muy pijas, por si vuelven a repetirse los Drama-Desayunos del
año pasado, cuando a punto estuve de ser enterrada en un ataúd de
pan blanco asturiano. La cámara de fotos, el boli y la libretita, en
caso de que me acuerde de cómo se hacía para escribir a mano.
También una impresión ambigua, a medio
camino entre el pesar y el regodeo, de estar traicionando el hábito de la
escritura. La misma pueril corazonada de antes de todos los viajes
que me lleva a confiar en que voy a salir de ellos cincelada,
desbastada del material sobrante, corregida como a un primer borrador
de mí misma. La esperanza de que cada paso dado por veredas sea una
gota añadida al depósito de vitalidad. Y aunque al final no haya
llovido, ni se haya amortiguado este polvo de las calles que parece
envasado al vacío, también echo a mi equipaje una cosa que daba
por sentada antes, cuando aún era la niña que creía seguir leyendo
un libro fantástico si en agosto llovía en el pueblo, y que ahora
me despellejo a diario por conservar: la fe obtusa en que tengo toda
la vida por delante.
Pensar que uno tiene toda la vida por delante es una buena manera de ilusionarse.
ResponderEliminar(Por cierto el móvil suele ser muy bueno para tomar notas orales, si tiene que prescindir de bolígrafo y papel.)
¡Feliz viaje!
Sería curioso, si lo hubieras tenido a mano, incluir en el equipaje un pequeño paraguas rojo.
ResponderEliminarFeliz, feliz, feliz viaje.
¿Por qué "obtusa"?.¡Siempre hay que mantener esa fe!.
ResponderEliminarA disfrutar.
Besos.
Me encanta la descripción de las tormentas veraniegas en la Mancha. Así era. Talmente.
ResponderEliminar¡Disfruta muchísimo de tus vacaciones!, los azares de la vida nos han sincronizado también en el periodo de descanso.
Besazo grande.
No pueden ser más perfectos: el pueblo, la foto y el relato de vuestro paso por aquellos paraísos.
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