La panadería donde hacemos acopio de
barras con el culo tiznado de ceniza. La frutería un poco pija donde
envuelven uno a uno los melocotones en un papel marrón que recuerda
a la II República, y donde te roban años de vida al cobrarte cinco
euros por un solo mango, aunque luego te sean devueltos
por duplicado, porque la carne de un pasional amarillo, y el jugo que
te chorrea por la barbilla, eso es lo que Jesucristo debió haber
enseñado a sus discípulos a compartir en misa. El bar del barrio
que nos ha hecho adictos a las mini-hamburguesas rematadas con un
huevo de codorniz. Los bares que pululan como electrones alrededor
del edificio de la Junta, donde ya han memorizado lo que cada uno
necesita para tirar de los dos tercios siguientes de la jornada.
Todas las tiendas de ropa que se hacen llamar boutiques, y
cuyo surtido de longitudes a media pierna, de graciosos volantitos y
de cremalleras a la espalda trae a la revoltosa memoria la tipografía
con que se anuncia la marca Tena Lady. Oportunamente, los
contados locales de repostería más o menos fina, y la cueva de Alí
Babá de los bombones que pone a prueba mi dudosa templanza. Las
peluquerías donde nunca jamás volveré a meter los rizos, y las que
puede que reciban una segunda y desesperada oportunidad. Las
zapaterías en cuyos escaparates languidecen sandalias de esparto que
tal vez ya no puedan engancharse al ciclo voraz del consumo, y que te
miran con ojos de perro feo condenado a la perrera. Las dermatólogas
que deberían estar aquí para distinguir si lo que tienes en el
muslo es un melanoma o una inocente pupita.
Todo cerrado. Todo en suspenso hasta que
lleguen los últimos días de agosto, tan aturdidos.
Paseo por las calles, no, acarreo por las
calles el peso muerto en que el calor ha transformado mis piernas, y
me inquieta este aire de abandono precipitado, este paisaje para
distopías de un catastrofismo no muy vistoso. Las calles comerciales
parecen los restos de una desbaratada fila de hormigas. Poca gente,
pocos clientes, pocos de esos mirones que a lo mejor beben de los
escaparates la heterogeneidad y el cambio que casi ya no esperan de
la vida. Y muchas, muchas persianas metálicas echadas, como párpados
de elefantes, mucho gris y mucho mutismo, y una nota
baja y sostenida de rabia contra un mecanismo cotidiano que de
buenas a primeras se para, aunque en absoluto me sea imprescindible,
aunque su bulla habitualmente me abrume. Vale que la ciudad parece
hechizada por esas sirenas invisibles que son las cigarras, y que es
como si no fuera a recuperar su movimiento y su música naturales
hasta que algún forastero no se presente a sus puertas con la
resolución de cierto acertijo. Pero también parece como si mucho
más de la mitad de sus habitantes hubiera firmado un pacto a tu
espalda, y se hubiera ido a celebrar una fiesta sin avisarte.
Hay esa tirria, sí, y también un
ramalazo de afecto. Las fachadas asoman tímidamente su ser sin el
aparataje del comercio, y el Paseo de Salón, en la primera hora
criminal de la tarde, se traviste de sendero en el bosque. Las copas
de sus árboles altos y casi siempre mimetizados con el mobiliario
urbano se tocan, en un túnel irreal y amable que te convierte en el minúsculo
personaje de un cuadro impresionista. Y perdiendo la
cuenta del número abrumador de escaparates ciegos, percibo con
agudeza de cuántas maneras sabe hacerse necesaria la gente, y
cuántos vínculos fugaces se establecen entre mi tiempo y el tiempo
enigmático de la panadera, el frutero, el peluquero y el médico.
Quién sabe, a lo mejor también yo,
cuando mañana o pasado o el lunes cierre por vacaciones esta
persiana metálica, habré sabido hacerme humildemente necesaria. O a
lo mejor no. A lo mejor a la vuelta no me tocará más que
reabrir y darle un nuevo aire al escaparate, porque puede que este ciclo
interminable de quietud y arranques sea de lo poco que uno
precisa para mantenerse con vida.
Creo que sabes (con la humildad necesaria) que los que nos asomamos a tu escaparate lo hacemos con ilusión, con el asombro de ver que tantas veces se convierte en ventana abierta. Andamos tan escasos de ventanas...
ResponderEliminarSe que los mantendrás tan abiertos como acostumbras-los ojos-para deleitarnos a tu vuelta.
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